lunes, 30 de abril de 2018

Buenos días, tristeza




Si hoy en día se publicara, por parte de una autora joven, una obra como Buenos días, tristeza, el nivel de polémica que se generaría entre lectores y críticos sería bastante reducido; quizá nulo. Pero cuando la intrépida Françoise Sagan ofreció a la imprenta estas singulares memorias de Cécile se produjeron reacciones de estupor, indignación, escándalo o condena bastante llamativas, por el perfume “inmoral” que sus páginas desprendían.
Aclarémoslo con una breve sinopsis, que no agota las virtudes de la obra: la adolescente Cécile, hija de un viudo atractivo y cuarentón, vive una vida desenfadada, en la que siente inclinación por los “amores rápidos, violentos y pasajeros”. El alcohol, las fiestas, los horarios relajados y el escaso interés por los estudios constituyen todo su universo. Pero cuando su padre decide casarse con la rica y seria Anne, Cécile siente peligrar su modo de vida; y trama con Elsa (joven examante de su padre) y con Cyril (un estudiante de Derecho con el que Cécile mantiene relaciones sexuales) un plan para poner celoso a su padre, incitarlo a la infidelidad y que Anne anule el proyecto de boda.
Durante el desarrollo de la narración advertimos la liviandad de Cécile y su condición inmadura, pese a que ella se juzgue inteligente, mundana y aplomada en sus actos, a la vez que nos percatamos de la riqueza de matices psicológicos que adornan a ella y a su padre, las dos grandes figuras protagonistas del tomo.
Pasado el tiempo, y reducido sensiblemente el caudal “escandaloso” de la pieza, sigue quedando lo más importante: una narración elegante (a ratos lírica, a ratos casquivana) donde se percibe el aliento de una buena escritora.

sábado, 28 de abril de 2018

Vistabella, mon amour



José Cubero Luna tiene muchas patrias dentro del corazón: desde su Cáceres natal hasta su actual residencia barcelonesa, pasando por sus etapas vitales en Melilla, Madrid, Córdoba o Badalona. Pero una parte muy significativa de su infancia la pasó aquí, en Murcia. El primer testimonio de esas raíces emocionales nos lo dejó en el exitoso volumen Memorias de un niño murciano (MurciaLibro, 2016), que ahora encuentra continuación con este Vistabella, mon amour, que publica en el mismo sello.
El autor recupera en estas páginas todos los mimbres con los que se forjaron sus años infantiles y adolescentes, narrados con precisión, elegancia, afecto y gran despliegue de descripciones costumbristas y paisajísticas: las sensaciones agridulces que siempre acompañan al primer amor; sus expediciones por la famosa Isla de las Ratas (a la que también dedicó un gran volumen recordatorio Santiago Delgado); el homenaje que se tributó a unos regresados de la División Azul, los cuales se le antojaron más atribulados que eufóricos; las sesiones de cine en los locales de Acción Católica; un desbordamiento del río Segura, que fue acompañado por las obras de canalización que actualmente conocemos; su leve condición de flecha dentro de la Falange, más por disfrutar de los campamentos que por afinidad ideológica; las procesiones religiosas que pudo contemplar (y a una de las cuales se sumó, trasladando a la Fuensanta durante varios kilómetros); o la escasa simpatía que le generaron los misioneros que durante aquellos años pudo conocer, mucho menos dados a la compasión cristiana que a la exaltación intransigente.
Pero yo destacaría especialmente de esta obra una secuencia que podría servir de argumento para una narración autónoma, novelística: las peripecias de la Tuerta y el Legionario, donde la pobreza, el amor, el lirismo, la fatalidad y la mezquindad se alían para inundar de emociones el ánimo del lector.
Por méritos propios, José Cubero Luna se ha convertido en uno de los autores de referencia de la editorial MurciaLibro, que seguramente continuará ofreciendo al público sus siguientes obras. Los lectores, desde luego, estamos encantados con esa perspectiva.

jueves, 26 de abril de 2018

La hermana pequeña




Laura se fue desde Huesca a Madrid por una causa (apartarse de la nueva mujer de su padre) y con un objetivo (convertirse en actriz). Pero en la capital sigue encontrándose con nuevos motivos de zozobra: un hombre al que ama, pero que prefiere abandonarla para irse a América a cumplir sus propios sueños; una pensión de medio pelo, en la que malvive rodeada de lo indispensable; un chico que la ronda (Gonzalo), pero con el que no transige en formalizar la relación… Y, por si todos esos ingredientes no resultaran lo suficientemente perturbadores o desasosegantes, recibe una carta de su hermana pequeña donde le anuncia que, fallecidos el padre y la madre, se desplaza a Madrid para empezar una nueva vida. Eso, como intuye Laura, la obligará a ejercer de madre, hermana, cuidadora, aclimatadora y consoladora. Demasiados compromisos para quien sólo anhela la libertad.
Con el paso del tiempo, las sorpresas se irán abatiendo sobre ambas hermanas: personas que retornan de un modo inesperado y que formulan propuestas más bien inaceptables; ambientes que sofocan y terminan por hartar; amores y desamores, que atraviesan sus almas con inusitada fiereza… Y, por fin, un final lánguido o esperanzador (según quiera interpretarse), donde ambas redescubren sus lazos y la fortaleza íntima que atesoraban, quizá sin saberlo.
Un texto que Carmen Martín Gaite redactó pensando en la actriz Lali Soldevila pero que durante años no pasó de ser un proyecto que almacenaba polvo en un cajón, hasta que Anagrama decidió ofrecerlo a los lectores españoles.

martes, 24 de abril de 2018

El librero de la Atlántida




Sentía curiosidad, desde hace algunos años, por sumergirme en alguna novela de Manuel Pimentel, pero reconozco que nunca había activado el resorte de salir a buscarla premeditadamente en una librería. Me ocurre con algunos autores y no tiene más explicación. Es así y he aprendido a aceptar esa especie de “expectación surrealista”, como si confiase en que el azar obrara el milagro del encuentro. Por fin, adquirido el volumen El librero de la Atlántida, he podido cumplir con él la ceremonia de la lectura.
En síntesis, diré que me ha resultado entretenida, pero que no creo que se trate de un volumen valioso desde el punto de vista literario. La idea de que los restos de la Atlántida se encuentren en Andalucía, arrasados por una crecida marítima que convirtió la floreciente ciudad en una ciénaga y, posteriormente, en una zona sepultada de tierra, es sugerente; y Pimentel aporta numerosas referencias del mundo arqueológico, literario y cultural que parecen darle un aire de credibilidad a su tesis. Además, construye una trama solvente, donde la acción se desarrolla en dos planos (presente y pasado) y observamos en ambos una serie de elementos de intriga, de amor, de ambición y de misterio bien organizados. Hasta ahí, sin problema.
Pero el panorama se enturbia bastante cuando la obra es juzgada desde el punto de vista estético: los diálogos resultan muchas veces forzados o incluso pedantes (discursos llenos de referencias eruditas que desde luego sirven para informar al lector pero que no resultan creíbles en boca de los personajes), la construcción de las escenas es manifiestamente mejorable y, sobre todo, incurre en anonadantes fallos: disparatada utilización de algunos verbos (“infrinja” por “inflija”), mal uso de las preposiciones (“sentados en una mesa”), frecuentes galicismos (“operación a firmar”, “partido a jugar”), expresiones erróneas (“El despertador tocó a arrebato”), desconocimiento de la conjugación de los imperativos (“No dañadla con vuestros golpes”) e incluso algún “detrás tuya” que abofetea las pupilas de los lectores. En ese plano se cabecea afirmativamente menos veces y se traga saliva muchas más.
Ignoro si en el futuro volveré a bucear en otra de sus novelas. Si lo hago, tengo clarísimo que en el caso de encontrar en las primeras páginas una barbaridad del tipo de las arriba indicadas no me molestaré en seguir leyendo.

domingo, 22 de abril de 2018

Cartas (1604-1633)



La correspondencia de una persona nos permite conocer, muchas veces, aspectos íntimos de ella que no se vierten en su faceta pública y que pueden llegar a ser sumamente reveladores.  Y cuando esa persona es Lope de Vega Carpio, el más famoso dramaturgo de la historia de España, la publicación de dichas líneas ya adquiere rango de auténtico acontecimiento. La editorial Cátedra, de la mano de Antonio Carreño, acaba de poner en manos de los lectores el grueso volumen Cartas (1604-1633), en el que se reúnen, anotan y explican más de trescientas misivas del Fénix de los Ingenios, la mayor parte de las cuales están dirigidas al duque de Sessa.
En el apartado de los juicios literarios, Lope se muestra tan sincero como contundente: elogia hiperbólicamente a Francisco de Quevedo, desdeña la valía del Manco de Lepanto (“Ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote”, carta 1), pone reparos a dramaturgos como Aristófanes (“Yo no le hallo tan gracioso como la Antigüedad le celebra. Débense de haber resfriado los donaires con el mucho tiempo que ha que los dijo”, carta 16) y, sobre todo, se ensaña contra Góngora, cuyas Soledades juzga como “un cuaderno de versos desiguales y consonantes erráticas” (carta 75), y al que no tiene problemas en dirigirse con estas palabras durísimas: “Homero y Virgilio fueron poetas heroicos; Horacio y Píndaro, líricos; Juvenal y Marcial, satíricos; Terencio y Plauto, cómicos; vuesa merced y Merlín Cocaio, ridículos” (carta 83).
En el apartado de sus peripecias vitales descubrimos detalles tan curiosos como que Lope fue asaltado por unos desconocidos en diciembre de 1611, salvándose de la muerte de puro milagro (carta 52); que fue acusado de hereje a finales de 1616 y tuvo que defenderse minuciosa y enérgicamente (carta 138); que sufrió un grave robo en su domicilio en agosto de 1617 (carta 215); o que necesita con cierta urgencia una sotana nueva, porque la actual ya está muy raída (carta 245).
Pero las anotaciones más impactantes (también las más bochornosas) son aquellas en las que Lope se obstina en prosternarse ante el duque, como si fuera un felpudo. Una y otra vez le repite en sus cartas que está a su entera disposición y que es su esclavo, pero en ocasiones trasciende los límites retóricos e incurre en afirmaciones tan aparatosas como cuando reconoce que se disciplina todas las noches para que Dios bendiga al duque (carta 37) o incluso que “si mi sangre fuese necesaria a un caballo de vuestra excelencia, no dudaría sacármela toda” (carta 13).
Una obra indispensable para adentrarse en el pensamiento y en la vida del potro más gallardo del teatro español de todos los tiempos.

viernes, 20 de abril de 2018

EP (Poemas de Salinger)




El peruano Roberto Valdivia (Lima, 1995) acaba de ver publicada en el sello Liliputienses su obra EP (Poemas de Salinger), que contiene todos los elementos esperables en un libro de autor tan joven: intrepidez en la forma, autobiografismo (real o ficticio), modernidad temática… Nos explicará, por ejemplo, que su habitación “será el gran hermano / yo instalé las cámaras”, que desea escribir “poemas que no se parezcan a absolutamente nada”, que está contemplando una nube que se parece a Freddy Mercury, que acaricia junto a su amada la idea de elaborar “una lista larga de escenas de películas clásicas que hemos perdido mientras nos besábamos” o que a veces siente que se le va a caer la cabeza y que tendrá que recogerla “como un niño de cuatro años intentando recoger sus canicas del suelo antes que acaben de rebotar”.
Es decir, que aquí parece estar habitando un poeta potencialmente interesante.
Pero (y el “pero” también hay que indicarlo, porque es justo) aún deberá pulir ciertas carencias gramaticales y ortográficas, que emborronan sus líneas. Acudir a la fórmula “en base a” (p.20); anotar que “mi cabeza no tiene porque vestirme” (p.25); equivocar manejos verbales (“pensé que si tú estarías a mi costado”, p.53); o, en fin, referirse a “nieztche” (p.39) o “sartre y simone beauvier” (p.58), constituyen chirridos demasiado aparatosos para ser aceptados como rupturas vanguardistas.
En todo caso, es evidente que Liliputienses ha realizado una apuesta literaria, y eso siempre resulta un hecho admirable en el mundo cultural que nos rodea, tan conservador y tan centrado en las figuras consagradas. Es un detalle que les honra.

miércoles, 18 de abril de 2018

Monte Sinaí




Ser quebradizos forma parte de la condición humana. Francisco Umbral escribió una vez que, dada la multimillonaria cifra de nuestras células, nervios, conexiones neuronales, hormonas, órganos y vasos sanguíneos, lo sorprendente era estar sano. Tenía, desde luego, razón. Y como los peajes hay que aceptarlos con la resignación mansa de la inteligencia, he aquí que el escritor José Luis Sampedro nos ofrece en las páginas de este Monte Sinaí su experiencia en el mundo hospitalario norteamericano, en el que tuvo que buscar auxilio cuando sus problemas cardíacos comenzaron a dar síntomas de que el final pudiera estar próximo.
Acompañado por su hija y puesto en manos de los doctores del centro, el novelista barcelonés nos va detallando la crónica de su estancia, que comenzó de forma atropellada (“Tan pronto estaba tapado como semidesnudo, yacente como incorporado, en mi cama o rodando hacia un electro o un ecocardiograma”) pero que luego, en los momentos de silencio y de pausa, le permitió rememorar su niñez y realizar un inevitable balance de todo lo que llevaba vivido.
Tras una lectura de José de Sigüenza, en la que este pensador divide la vida en diez setenarios, Sampedro trata de localizar los puntos de inflexión que han ido marcando las etapas de su propia existencia y llega a la conclusión de que su paso por el Monte Sinaí abrirá sin duda la última, evidencia que no le provoca ningún desánimo, sino una aceptación estoica.
Salpicado de interesantes ideas sobre las relaciones humanas, sobre religión (“La misma idea de ‘pecado’ es falsa en su origen: si Dios existe, pensar que el hombre puede ofenderle es rebajarle mucho a Él y sobrevalorar demasiado al hombre”) y sobre el sentido de la lucha (“Ya he escrito las novelas que llevaba dentro y he viajado a todos mis orígenes […]. Y cuando mi vida me parece cumplida y rematada, ¿para qué la libertad? ¿para qué la vida misma?”), este breve texto, donde narración, reflexión y recapitulación se mezclan inextricablemente, adquiere un delicado valor como testimonio prefinal del autor de La sonrisa etrusca. Una lectura sin duda aconsejable.

lunes, 16 de abril de 2018

Eclipse




Alexander Cleave era un joven que soñaba fervorosamente con ser actor y que se casó con Leah, hija del dueño de un hotel. Al cabo de los años, las circunstancias de su vivir se han alterado mucho: la relación con su esposa se ha deteriorado; la hija que han tenido en común (Cass) muestra una personalidad compleja, con algunos desequilibrios psíquicos (le provocan miedo todas las cosas del mundo, salvo “la pasta de dientes, las escaleras y los pájaros”); y su carrera teatral, que se ha desarrollado con éxito durante mucho tiempo, se encuentra ahora en franco declive, después de que incluso tuviese crisis de llanto y lagunas de memoria en escena.
Para poner orden en su cabeza y tratar de retomar el control de sus últimos años, Cleave vuelve a la vieja casa de su madre, donde busca el silencio, la soledad, los paisajes de su infancia y el bastón reconfortante del whisky.
Pero no le resultará tan sencillo: las visitas y llamadas de su esposa, la presencia en la casa del administrador Quirke y de su hija Lily y la sensación de que los fantasmas de aquel viejo caserón intentan decirle algo cercarán el ánimo y los días del desmoronado actor. Él, que pretendía recomponerse a solas, se siente agredido por tantas presencias y tantas interrupciones (“Encuentras un rincón tranquilo donde aposentarte en paz, y al momento ya los tienes ahí, apelotonados a tu alrededor con sus gorros de cotillón, soplándote sus matasuegras a la cara e insistiendo en que te levantes y te unas a la farra. Estoy harto de todos”).
Lírica, inquietante, neblinosa, con rememoraciones minuciosas y un toque final desgarrador en el que se produce la muerte de uno de los personajes principales, la novela de John Banville (que traduce Damià Alou para el sello Alfaguara) nos presenta aquí los mejores ingredientes de la prosa del celebrado autor irlandés, uno de los más exitosos del panorama internacional.

sábado, 14 de abril de 2018

Ventana de emergencias



Hace años que leo con admiración y con aplauso a Ángel Manuel Gómez Espada (Murcia, 1972), sobre todo en el ámbito de la poesía, así que mientras espero la aparición de su trabajo Postales en un cajón de galletas (premio Dionisia García del año 2014. ¿Ninguna editorial se ofrece para publicarla?) he tenido el placer de devorar las páginas de Ventana de emergencias, que acaba de salir bajo el sello Huerga & Fierro.
Allí, después de prorrumpir en una irónica invocación inversa (“No vengas, Inspiración, esta mañana”), el escritor medita en profundidad, analiza el mundo que nos rodea, percibe sus ignominias, rescata su belleza, alza el dedo y toma la palabra para formular sus preguntas o para comunicarnos sus conclusiones. ¿Por qué nos dejamos engañar creyendo que la vida es todo aquello que nos vomitan los informativos de televisión, con su macabra urgencia dirigida? ¿Por qué nos creemos su panoplia de mentiras interesadas? ¿Por qué no comprendemos que estar aturdidos es el primer paso de estar controlados? A veces, basta con apartar los ojos de la “realidad” que nos quieren imponer para que ésta quede anulada (“No hay fronteras / cuando cerramos los ojos”). El silencio o la pasividad de las víctimas posibilita que los más brutos, los más ineptos o los más miserables se alcen con la victoria y perturben el mundo con sus miasmas. Por eso hay que mantener una actitud vigilante ante los mezquinos y, sobre todo, ante los idiotas, porque “tus dudas les conceden el poder”.
Los ciudadanos normales y corrientes (usted o yo) representamos para el Poder lo que san Sebastián para los arqueros romanos: un blanco cómodo que no ofrece movilidad ni resistencia. Así que sus representantes invierten enormes dosis de dinero y propaganda para hacernos creer que las cosas funcionan bien y que no deben ser alteradas. Un miedo sabiamente manipulado nos ha convertido en residuos: “Lo dicen las estadísticas: /el noventa y nueve por ciento somos spam. / Bienvenido al nuevo orden mundial. / Bienvenido a su bandeja de indeseados”.
Recurriendo al humor, al análisis lúcido y exhaustivo, a la mirada limpia de prejuicios, a la disidencia del observador inteligente, el poeta nos deja bien claro en estas páginas magistrales que conviene mantener la mente despierta y, sobre todo, un dedo siempre enarbolado: el índice (para preguntar) o el medio (para disentir). Cuando los dos estén enhiestos sabremos que hemos conseguido nuestros objetivos.

jueves, 12 de abril de 2018

Órbita




Me zambullo en los relatos de Órbita, de Miguel Serrano Larraz, que llevaba un tiempo queriendo leer y que no me han defraudado, ni mucho menos. Curiosamente, siendo yo un lector tan cortazariano, los que menos interés me han producido son los dos donde más se advierte la influencia del argentino: “Shaman’s Blues” y “Estrategia del aplauso” (sobre todo este último, donde me parece que el pastiche resulta un poco excesivo). Ese detalle, en todo caso, no disminuye el valor de esta obra, que me parece notable. Miguel Serrano sabe controlar los mecanismos narrativos, el ritmo del relato y la alternancia de voces, que pone al servicio de unos argumentos muy llamativos: un adolescente con superdotación intelectual que está convencido de que cierto divulgador científico de gran renombre escribe solamente para comunicarse con él (“Órbita”); un estudiante que muere a los veintidós años por un comportamiento estúpido y que se reencarna en un elemento insospechado (“Perspectivas”); una curiosa colección de cartas que un chica va recibiendo de forma anónima en su buzón (“Y sólo del amor queda el veneno”); un excéntrico matemático que descubre la prueba de la existencia de Dios y que ve peligrar su vida a partir de entonces (“Y así sucesivamente”); etc.
Poderosos, solventes y bien desarrollados, los relatos de Órbita ofrecen a los lectores un prisma heptagonal al que difícilmente se aproximarán sin aplauso y del que guardarán un buen recuerdo. Lo distinto, cuando está impregnado de calidad, se transforma en memorable.

martes, 10 de abril de 2018

Del tiempo y la memoria




Me regalo por primavera la relectura del volumen Del tiempo y la memoria, cuyo autor es Francisco Sánchez Bautista (Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 1986). Es un libro típico de don Francisco; o sea, cuidado exquisitamente en su contenido y en sus formas. Yo creo que Sánchez Bautista es un genio de las letras, un meticuloso y dotadísimo orfebre cuya obra, si no ha trascendido más fuera de las fronteras regionales, es porque Murcia ha sido durante demasiado tiempo un cero a la izquierda en materia cultural. Se me ocurren los nombres de muchas medianías que, publicando en Madrid o Barcelona y no llegándole a las corvas a don Francisco, han sido galardonados con más adjetivos elogiosos que él. Una grave injusticia, sin duda.
Hay en este tomo (que me gusta entero) un grupo de poemas sencillamente magníficos: “Inútil búsqueda en el tiempo”, “El deshabitado”, “Lázaro calla”, etc. El homenaje que le dedica a Quevedo entre las páginas 127 y 129, en cambio, se me ha hecho un poco fatigoso. Es el único “desfallecimiento” que aprecio en un tomo admirable.
“¿Será el tiempo volver al sitio donde / uno fue niño y nadie le recuerda?”. “Al mundo (...) le falto casi yo”. “Hay un sabor a tierra en cuanto digo”. “Vivir ajeno al tiempo es lo que pido / y es el don que los dioses me han negado. / La memoria me tiene esclavizado / y el impasible tiempo sometido”. “Vivir es navegar un mar de daños”. “Me estimula la duda, ella me guía”. “Los que hoy somos aún supervivientes”. “En pulpa acaba lo que en flor empieza”.

domingo, 8 de abril de 2018

Los "paseados" con Lorca




Después de haber leído algunos trabajos de Ian Gibson (bastantes trabajos, en realidad) dedicados a la memoria de Federico García Lorca, sabía perfectamente que fue fusilado en agosto de 1936 junto a un maestro y dos banderilleros; y que con ellos fue enterrado en el barranco de Víznar, en medio de un secretismo cuyos detalles nunca han sido del todo aclarados. Forzando la memoria, acudían a mi mente el nombre del maestro (Dióscoro Galindo) y el apellido de uno de los dos anarquistas taurinos (Galadí), pero poco más. Así que descubrir el volumen Los “paseados” con Lorca, de Francisco Vigueras y leérmelo, todo ha sido uno.
Me he enterado en sus páginas de que don Dióscoro perdió una pierna cuando se le enredó la capa al bajar de un tranvía y éste le atrapó la extremidad contra los raíles, teniendo finalmente que amputársela para evitar la temida gangrena. Y que cambió varias veces de destino como maestro. Y que se preocupaba mucho por enseñar a leer y escribir a sus alumnos, casi todos provenientes de familias desfavorecidas. Y que varios años después de haber sido fusilado las autoridades franquistas continuaban la farsa de abrirle un expediente de depuración para apartarlo de la docencia.
Y he descubierto también que los dos banderilleros (Francisco Galadí y Joaquín Arcollas) era activos sindicalistas vinculados a la CNT, y que se dedicaron a vigilar al comandante José Valdés, quien luego sería máximo representante de la represión fascista en la provincia de Granada, para detectar en él movimientos golpistas previos al 18 de julio de 1936.
Un nutrido caudal de fotografías de descendientes y testigos de aquellos hechos completa un volumen lleno de interés, que se cierra con una exposición y un análisis muy amplios de la interminable polémica protagonizada por la familia Lorca, refractaria a que se busquen y exhumen los restos de Federico.

sábado, 7 de abril de 2018

Lisboa




Leo los relatos contenidos en el breve tomo Lisboa, que Javier Morales Ortiz vio publicados por la Editora Regional de Extremadura, y no me parece que sean excesivamente notables. En el ámbito del lenguaje anotaré que el autor ignora la diferencia entre “espirar” y “expirar” (y digo que ignora porque el error se comete dos o tres veces en el tomo, lo cual elimina la posibilidad del lapsus), y que tampoco parece tener muy claro el uso correcto de algunas preposiciones (nos habla de una persona “sentada en una de las mesas”, en la página 41). Este tipo de chirridos podrían quedar contrarrestados con adjetivaciones fulgurantes o con una sintaxis espectacular, pero no he logrado ejemplos para aducir.
¿Y qué ocurre con las historias que cuenta? Pues que al terminar la última línea te preguntas a dónde nos lleva, realmente, el autor. No hay “sorpresa final” al estilo Cortázar, pero tampoco hay “brillo durante” al estilo Chéjov. Son unas propuestas, según mi parecer, con mejor planteamiento que resolución; y en las que quizá se abusa del cliché de la mujer infiel (o al menos coqueteando con la infidelidad): Laura, en “Todo lo que sé de William Faulkner”; Sara, en “Reiki”; Ruth, en “Fecundación”; etc.
No obstante, si vuelvo a encontrarme con algún libro de Javier Morales estoy convencido de que me sumergiré en él. Algo en su textura narrativa me dice que por aquí hay madera, aunque en este volumen concreto no lo haya terminado de concretar.

viernes, 6 de abril de 2018

Un señor muy respetable




Me acerco hasta una novela del egipcio Naguib Mahfuz, del que todo lo que he leído me ha parecido interesante: se trata de Un señor muy respetable, que me traduce con amabilidad María Luisa Prieto (Plaza & Janés, Barcelona, 1994). Cuenta la historia de un pobre muchacho que se obsesiona con el escalafón burocrático y que convierte su existencia en un absurdo maratón extenuante, en el que renuncia a todo (amor, felicidad) con tal de ir subiendo en las gradas administrativas. Al final, con ironía bastante cruel, termina fracasando “vitalmente”, pero también “burocráticamente”.
Mahfuz se ha reído (quizá con ternura, quizá con conmiseración) de este pobre engañado, de este desnortado esencial. Me ha parecido una narración estupenda, dignísima, de estilo sobrio y exquisito, resuelta con innegable talento. Quizá me tendría que ocupar con más frecuencia de este narrador.
“Toda la vida puede resumirse en dos palabras: hola y adiós”. “Odiaba los sermones que incitaban a la indolencia, los consideraba una blasfemia contra Dios”. “Uno se siente relativamente seguro porque cree que la muerte es lógica, que opera sobre la base de premisas y conclusiones, pero muchas veces la muerte nos sorprende sin avisar, como un terremoto”. “La felicidad existe, pero el camino no siempre es llano”. “Hasta ahora había creído que las personas sabias eran felices”. “Uno comete errores tan a menudo como respira”.

martes, 3 de abril de 2018

El Robinson urbano




Afirma una vieja sentencia popular que lo que se va a ser se va siendo, lo cual equivale a expresar con sencillez admirable algo que los genetistas y Aristóteles no ignoran: que la semilla ya contiene en potencia al árbol. Por ese motivo, viajar por las páginas de El Robinson urbano supone acceder a un territorio en el que ya podemos ir intuyendo algunos de los rasgos estilísticos que con el paso de los años se irían aquilatando y formarían la actual prosa de Antonio Muñoz Molina. Como es lógico, estos mecanismos aún no se encuentran del todo en su plenitud (estamos ante los textos periodísticos que el escritor de Úbeda escribió y publicó entre los veintiséis y los veintisiete años en la prensa granadina), y en ocasiones se aprecia en ellos alguna zona gris, un cambio de rasante demasiado brusco o un enfoque narrativo mejorable. Pero también están las metáforas espléndidas, los usos anonadantes de los adjetivos, el ritmo sintáctico. Percutiendo por todos los rincones de este libro nos encontramos a Robinson, y a Apolodoro, y a María Alaminos, y los libros, y el alcohol, y las noches que empapan la Alhambra, y el rumor de los paseos al amanecer, y el intrincado laberinto del Albayzín. Está el deambular sin rumbo por una ciudad pequeña, ambigua, que te envuelve “en un amor plural, una pasión de espejos y poligamias visuales”; está la pereza sublime que asalta al protagonista a las once de la mañana, “que es la mejor hora del día para no hacer nada”; están los seres que sufren “el asedio inhóspito de la realidad” y que practican “el minoritario placer de no ir a ninguna parte”; están los tristes borrachos que “acumulan trienios de taberna” y aquellos que con singular clarividencia “están arrepentidos de su porvenir”; y, sobre todo, están las criaturas erráticas que desgastan las calles y que “llevan escrita en la frente una señal de ceniza, y su sola presencia desgarra las normas de la realidad y de la luz del día, abriendo en las calles fosos de locura y túneles de soledad”…
El Robinson urbano constituye una de esas primeras obras que ya contienen insinuado el perfume de la plenitud, y eso las convierte en documentos de bella factura.

domingo, 1 de abril de 2018

Everest. Porque está ahí




La mítica expedición que George Mallory y Andrew Irvine protagonizaron en 1924 para intentar coronar la cima del monte Everest ha dado lugar a miles de interpretaciones, opiniones y anécdotas a lo largo de los últimos noventa años. Unas, más centradas en los aspectos técnicos o científicos; otras, en los aspectos deportivos; otras, en los misteriosos y aun esotéricos; y otras, en fin, en los puramente literarios. ¿Llegaron (o llegó al menos uno de los dos) a la cumbre, convirtiéndose así en el primer ser humano del que se tiene constancia que lo haya logrado?
Ion Berasategi (Legazpi, 1969) es el autor de la última experiencia novelística centrada en esos personajes, que se titula Everest. Porque está ahí y que obtuvo el premio Desnivel de literatura en 2017. Pero la novela, lejos de constreñirse a narrarnos aquella espectacular aventura, plantea una arquitectura mucho más sugerente, mostrándonos dos historias paralelas. Por un lado, los sucesos de 1924, en los cuales varía el nombre de los personajes e introduce tantos datos históricos como imaginativos; del otro lado, el proyecto que inician en 2013 dos escaladores de amplia experiencia para conseguir llegar también al techo del mundo. Elegantemente astuto, Ion Berasategi introduce en ambas un elemento curioso, que las dota de tanto exotismo como justicia: una mujer. En la expedición de 1924, y sin que los escrupulosos miembros del British Mountain Committee sean informados, se admite a Anne-Lise Edwards, hija del maestro de Darjeeling y dotada de tanta energía física como fuerza de voluntad: camina al ritmo de los varones, destripa animales sin aparente asco, soporta los rigores del frío como sus compañeros y no teme a las inclemencias meteorológicas. En la expedición de 2013 la sorpresa será Pema, de quien se nos explica en la página 43 que era “una preciosa mujer con unos rasgos tibetanos muy marcados: sus ojos, de párpados ocultos, eran negros como el basalto, igual que su largo cabello. Su nariz era redonda, simétrica, perfecta. Y sus mejillas, cuarteadas por el frío viento del norte, presentaban un color rojo muy seductor”. Como añadido tierno, a esta última expedición se une también un enorme perro vagabundo, bonachón y fiel, al que los escaladores Kurdo y Karpov bautizan con el nombre de Do-khy…
Con un estilo narrativo sólido, Berasategi nos va ofreciendo en esta fascinante novela multitud de paisajes, descripciones técnicas, detalles culturales y emociones, que te consiguen mantener atrapado hasta el final… incluso para saber cómo termina la partida de ajedrez que Karpov mantiene por teléfono con el cubano Boris Dimitri.