domingo, 30 de abril de 2017

Versos humanos



Lo dice el santanderino Gerardo Diego en una de las primeras páginas de este poemario: “Regresa el pájaro a la jaula”. O, dicho de un modo menos lírico y más prosaico: abandona las aventuras métricas y rítmicas que lo habían ocupado en los meses anteriores y retorna a un espacio donde se siente mucho más cómodo y donde fluye con mayor naturalidad. Menudean los sonetos (que siempre cinceló con especial fortuna y donde consiguió monumentos como “El ciprés de Silos”), se detiene en los romances y, en general, demuestra su elevada musculatura lírica en todas aquellas estrofas donde el clasicismo de la forma no está reñido con la innovación temática.
Creo que el mejor Gerardo Diego estuve siempre en el ámbito apolíneo, y que en él obtuvo sus logros más memorables. Sabe escribir música con sus versos. Sabe conformar poliedros rítmicos donde todo está medido, equilibrado, orquestado. Y luego espolvorea esas composiciones con destellos notables, como cuando nos define a una cigüeña llamándola Hada madrina de los campanarios o cuando fija la mejor descripción de una pequeña plaza de pueblo diciendo que su esencia consiste en soledad de once meses / soñando con las fiestas.
Otras veces, el cántabro se detiene en poemas como “Carnaval de Soria” (retrato espléndido del ambiente que se respira en esa celebración castellana, tanto en las calles como en el casino. El ritmo musical, logradísimo gracias al manejo de los octosílabos, se adelgaza en el tramo último con el paso a hexasílabos) o como el celebérrimo “Brindis” (el poema que firmaría cualquier profesor vocacional). Además, en este volumen se ocupó de dedicar textos a algunos de sus amigos más profundos, como José María de Cossío, José del Río o Juan Larrea.

Se ha dicho (y la crítica es desde luego admisible, y hasta rigurosa) que Gerardo Diego resulta fatigoso si se leen muchas páginas seguidas de sus composiciones. Es verdad. Pero si somos justos convendremos en que ningún sonetista resiste que se lean treinta o cuarenta poemas suyos de un tirón. Ni don Francisco de Quevedo. Ni Lope de Vega. Ni Miguel Hernández. Eso, evidentemente, no resta calidad al autor, sino que nos indica que debemos acercarnos a él con lentitud y en pequeñas dosis. Aconsejo actuar así con Gerardo Diego, quizá nuestro premio Cervantes más incomprendido.

viernes, 28 de abril de 2017

Te veo triste



Todos emprendemos, en mayor o menor medida, búsquedas. Pero la que tiene que ultimar la joven traductora Marta Sampiero es singularmente curiosa. Su padre, un escritor de cierta fama, acaba de fallecer; y deja indicado que su hija encuentre a una misteriosa mujer llamada Carmen Cabrera y que le comunique su muerte. Al principio, el desconcierto invade a la muchacha, pues ignora quién puede ser esa persona; pero después comienza a registrar las pertenencias de su padre en su casa de Zaragoza (carpetas, cajones, libros) y acaba encontrando diarios y cartas donde el nombre de Carmen sale a relucir. Por lo que parece, mantuvieron algún tipo de relación sentimental que se desarrolló en lugares como Varsovia o Dublín... pero Marta sigue sin encontrar a la enigmática dama.
Pero ese eje tibiamente detectivesco (que no he hecho sino esbozar y que desvela muy poco a los posibles lectores de la novela) no debe desviarnos de la auténtica esencia de este libro, que se mueve por caminos diferentes. “Hay búsquedas que no resultan fáciles. La de uno mismo suele ser complicada”, leemos en la página 14. Y en verdad que ahí sí que podemos detectar una pista clave para entender la obra. Marta fue una adolescente complicada, que no consiguió nunca sintonizar bien con su padre. Crecieron entre ellos demasiados muros y verdeció demasiada hiedra, hasta el punto de que se convirtieron en extraños el uno para el otro. Con el paso de los años, y con esa maduración lenta que produce en los espíritus y en los corazones, Marta ha entendido que fue injusta con Luis y que quizá su modo de compensar esos agravios sea acercarse hasta Carmen (forma vicaria de acercarse también a su padre) y mirarla a los ojos. Eso no eliminará el dolor que atesora en el alma (“El pasado necesita gomas de borrar. Muchas. Porque de lo contrario sería difícil asumir tantos errores, tantos empeños falsos, tanto disparate”), pero le servirá para descargarse de una parte de su tristeza.

En algunas ocasiones (en demasiadas, quizá) Fernando Sanmartín se abandona a unas estructuras de avance lento (“X es Y, X es Z, Z es W...”) que producen fatiga por acumulación. Pero en líneas generales su estilo es lírico y seductor, consiguiendo que la lectura sea muy gratificante. Esta publicación de Xordica es una deliciosa pieza narrativa a la que conviene aproximarse.

miércoles, 26 de abril de 2017

Todos mis futuros son contigo



Marwan es uno de esos nombres que, de súbito, comienzan a extenderse entre los lectores y prenden como la pólvora. Se constituyen en moda, en consigna, en lugar común. Desde hace unos meses, un significativo número de mis alumnos del instituto invocan su nombre, lo repiten, se prestan sus libros, lo elevan a los altares, lo convierten en santo y seña. Hay épocas en las que a Antonio Gala (o a Paulo Coelho, o a Carlos Ruiz Zafón) lo encontramos hasta en la sopa; y esto, en principio, no es ni bueno ni malo. Es un hecho sociológico.
Así que cuando apareció en el sello Planeta Todos mis futuros son contigo pensé que podría acercarme hasta el libro. Sobre todo porque una de mis consignas como lector siempre ha estado inspirada en el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega, cuando dice que a la hora de escribir encierra los preceptos bajo llave. A mí me ocurre igual a la hora de leer. No acepto aprioris, ni denigratorios ni encomiásticos. Leo y juzgo. Y el juicio no pretende, después, sentar cátedra. Es mi opinión. Nada más.
Veo desde el principio de la obra que Marwan bebe de lo cotidiano y que luego lo transmuta mediante una mirada lírica, especial (“Para mí la poesía siempre ha consistido en contar todo lo que acontece (las cosas normales, el día a día, los amores y desamores, un pensamiento, los deseos, cualquier cosa que pueda suceder) de un modo extraordinario”). Pero nunca pierde de vista que se dirige a lectores jóvenes y del siglo XXI. ¿Qué implica esa doble referencia? En primer lugar, que debe hablarles de los temas que les interesan (el amor, la soledad, la tristeza, las relaciones familiares, las rupturas, las posiciones ideológicas) desde la proximidad. El lector juvenil (que luego será lector adulto) necesita sentir que los libros le están diciendo algo que le interesa, que el autor es alguien que experimenta sus mismas sensaciones, que “otro corazón sintió lo mismo” (como se lee en la página 12). Y en segundo lugar, debe recibir esa comunicación en un lenguaje que lo invada, que lo seduzca, que lo impregne, que forme parte de su ámbito cultural, emocional, vital. La literatura de diccionario no genera afición lectora.
Marwan acudirá entonces a su espléndida imaginación de poeta popular (y de cantante popular, no lo olvidemos) para decir a sus jóvenes seguidores que “el amor es el único deporte en el que hay que empatar” (p.18), que “la compasión es solo una ciudad bombardeada” (p.75) o que para ser feliz debes seguir “el ejemplo de los locos necesarios” (p.180). Y con el objetivo de aproximarse más a sus lectores recurrirá a la polimetría, a los versos blancos y a la renovación del arsenal de imágenes que pueblan sus composiciones (“Si el corazón al que llamas está apagado y fuera de cobertura, / si tus sueños tienen banda ancha pero mal conexión, / si el otoño llama a cobro revertido...”).
El crítico “serio”, académico, puede sentir la tentación de etiquetar estos versos como populistas o facilones, pero no conviene olvidar dos detalles, con los que concluyo la reseña: el primero, que Marwan trae a sus páginas referencias de un centenar de autores, bien asimilados y bien escogidos (desde Séneca hasta Luis Alberto de Cuenca, pasando por Ángel González, Gil de Biedma, Nicanor Parra o Fernando Pessoa), lo que demuestra una cultura amplia y versátil, que lo aleja del cliché de “zagal-que-escribe-para-adolescentes”; el segundo, la escandalosa cifra de “críticos serios” que han errado secularmente en sus apreciaciones sobre sus contemporáneos (Ramón Gaya afirmando que Pablo Neruda era “mal poeta”, Núñez de Arce definiendo como “suspirillos germánicos” las rimas becquerianas y un kilométrico etcétera, que casi produce bochorno recordar).

Moraleja: no dejes que nadie lea por ti, ni que opine por ti. Nunca.

lunes, 24 de abril de 2017

Imagen



Tras unos primeros trabajos poéticos clásicos, canónicos, el cántabro Gerardo Diego se propuso en Imagen una aventura más arriesgada en el aspecto formal. O, como él mismo explicaba en el primer poema del libro, trató de “repudiar lo trillado / para ganar lo otro. / Y hozar gozoso el prado / con relinchos de potro”. En suma, se aprestó a ensayar procedimientos nuevos, para que sus versos circularan por caminos distintos y eso le permitiera comprobar qué resultados obtenía. Queda así tronzada la seriedad apolínea de El romancero de la novia y da paso a unas propuestas gráficas y conceptuales mucho más intrépidas.
Por ejemplo, introduce juegos semánticos y rítmicos de los que no está ausente el humor (“La luna en cuarto creciente / es como un huevo esplendente. / Todo el cielo se resiente / de su luz. / Los faroles en hilera / son estrellas de primera, / de segunda y de tercera / magnitud”, leemos en la composición titulada Nocturno funambulesco); o compone curiosas estrofas dedicadas a los signos del Zodíaco, llenas de rimas intrépidas y de alusiones mitológicas; o se deja llevar por delicias alígeras como la que rotula con el nombre de Apunte... Gerardo Diego se adentra por una línea arriesgada, en la que los lectores más convencionales pueden tener la sensación de que el poeta “se les ha ido”, se ha dejado embelesar por un arrebato dionisíaco, en el que extravía buena parte de su música, de su esencia. Pero lo cierto es que sigue encontrando imágenes de enorme poder intelectual (“El tiempo sabe a cloroformo”), ritmos juguetones que provocan sonrisas (“Los verbos irregulares / brincan como alegres escolares”) y perlas brillantes que siguen lanzándonos su luz entre la aparente hojarasca vanguardista...
Y en ocasiones ocurre también (negarlo resultaría absurdo) que el santanderino roza peligrosamente la ñoñería o el infantilismo lírico. Sirvan de ejemplo estos versos, que producen rubor incluso en un lector condescendiente: “Estribillo Estribillo Estribillo / El canto más perfecto es el canto del grillo / Paso a paso / se asciende hasta el Parnaso / Yo no quiero las alas de Pegaso”.

En síntesis, un experimento coyuntural y con algunos altibajos, del que Gerardo Diego salió airoso porque era un magnífico poeta.

sábado, 22 de abril de 2017

Sopa de fauno



Cuando se termina de leer este libro surge una gran pregunta en la mente del lector: ¿qué es Sopa de fauno? ¿La obra que permanece en silencio sobre la mesa, junto a un paquete de cigarrillos? ¿El original inédito que revisa en el borde de un acantilado el lector de una editorial? ¿Ese volumen ajado que reposa esperando manos redentoras en una consulta médica? ¿La novela que planea escribir un escritor novel? ¿El tomo que lee por las noches el taciturno empleado de una gasolinera? ¿Una extraña pieza esotérica redactada por Óscar del Prado? ¿El título que elige un cuentista para encabezar los ocho textos que envía a un concurso de la editorial Satélite? Sin ánimo de desconcertar a los lectores de esta reseña, conviene responder de inmediato: “Sí”.
Pero, sobre todo, lo que Sopa de fauno nos ofrece es un espectáculo de gran literatura, donde se combinan unas atinadas ilustraciones de Lola Castillo, una bonita edición por parte de Adeshoras y, como plato principal del menú, diez espléndidos relatos de Diego Prado (Mahón, 1970), autor que aparece aquí por segunda o tercera vez, si no me falla la memoria. En ellos descubrimos sorpresas argumentales, brillantes despliegues estilísticos, humor y neurosis, que se combinan siempre en la dosis justa: el actor que logra un singular trabajo en la casa de una familia tan rica como extravagante (“Planta de interior”); el albañil italiano que no consigue encontrar una colocación estable en los Estados Unidos y que recibe, de súbito, una oferta laboral y sensual de lo más tentadora (“El infierno bajo la nieve”); la aparición de una figura femenina que transporta un mensaje para dos amigos a quienes la vida ha mantenido separados durante mucho tiempo (“Ella aguarda”); la turbación que experimenta el protagonista de un viaje en coche por Extremadura cuando entra en la consulta de una doctora (“Un viaje familiar”); los desconcertantes sonidos que emergen de un frigorífico (“El oráculo de hielo”); los sofisticados juegos eróticos a los que se entrega una pareja, y su relación con el mundo de los espejos (“El rostro deshabitado”)...
El escritor menorquín ha vuelto a conseguir lo que muy pocos logran pero todos envidian: un fantástico libro de relatos. Son legión quienes, huérfanos de talento para conseguirlo, camuflan su inoperancia con fatigosas promociones en las revistas especializadas, estridencias snobs en las redes sociales, fotos de estudio y titulares gamberros o provocadores en periódicos de toda laya. Pero Diego Prado es mucho más que todo eso: es un escritor de raza, un narrador musculoso de ideas sorprendentes, que desarrolla siempre con solidez, sin tener que recurrir a extravagancias, propuestas estructurales rompedoras y otras hierbas (alucinógenas) de las que tanto abundan en el mundo mentiroso de “lo moderno”. Diego Prado piensa, organiza y relata. Al viejo estilo. Con la solvencia de quien ha leído mucho y ha aprendido los resortes sabios de la narración. Así, lo que en otras manos más inexpertas o ansiosas se convertiría en material de segunda, adquiere en él categoría de hallazgo y condición de joya.

Apunten su nombre, apunten el título de este libro y salgan hacia su librería de confianza para pedirlo. Se van a enterar de lo que es bueno.

jueves, 20 de abril de 2017

Cartas inéditas



Gracias a la recopilación de Sergio Fernández Larraín, puedo leer estas Cartas inéditas, de Miguel de Unamuno (Rodas, Madrid, 1972), donde advierto la complejidad terriblemente contradictoria de este vasco universal y terruñero. A veces, Unamuno incurre en discursos que sorprenden por su insensibilidad (en la carta del 3 de mayo de 1896, comenta la hidrocefalia de su hijo, de la cual parece que sólo la muerte lo sacará; y luego, tras colocar un punto y aparte, sigue hablando de sus publicaciones, y de asuntos filológicos); pero la mayor parte de las ocasiones, sus asertos son agudos y exactos. Como la mejor muestra nos la ofrecen sus propias palabras, dejaré algunas de las citas que he subrayado en el tomo: “No hay nada que más sostenga en el mundo, después del cariño a una mujer, que el propósito de llevar a cabo alguna obra de fin impersonal y desinteresado”. “La ciencia es propiedad colectiva y el egoísmo debe quedar para tratantes de bacalao”. “Hoy creo que lo que hace falta es al publicar una nueva edición de una obra se debe hacerlo corregida y disminuida”. “El buen tono es la seriedad del burro: ir a dormirse a la Ópera”. “Si en mí consistiera ya se estaban quemando todas las obras de Calderón de la Barca, eterno desconocedor del corazón humano, gongorino inaguantable, teólogo echado a perder, sofista, inflador de gaita”. “Yo soy antidemócrata, creo que el pueblo es pueblo y no puede dar ni quitar patentes de talento. Estimo en más la opinión de cuatro inteligentes que el aplauso de todo un pueblo de profanos”. “El cura y el soldado son hermanos, los dos soportes de un mundo que se va, demasiado lentamente por desgracia”. “¡Qué verdad la de que se riega con sangre la fortuna y que debajo del proceso industrial hay un festín de antropofagia”. “Mientras haya ejércitos no habrá civilización”. “Ciencia que no tienda a filosofía no merece atención”. “La ciencia se está convirtiendo en superstición, el microbio va a ser una entidad teológica. ‘La ciencia dice...’”. “Comprendo que se coleccionen cosas naturalmente limitadas, como insectos, o históricamente limitadas, como monedas árabes, pero no objetos que se fabrican para coleccionistas. Eso de coleccionar tarjetas que se hacen para colecciones no me parece serio”. “Malo es leer libros para escribir sobre ellos (...). De entre todas las profesiones la peor es la de lector”. “El que piensa por su cuenta es progresivo, piense como pensare, y el que piensa por otros, es regresivo, así repita las mayores novedades”.

Un intelectual, sin duda, lleno de singularidades, admirable y odioso casi en las mismas proporciones. Sé que seguiré leyéndolo en los años venideros.

martes, 18 de abril de 2017

La espalda del círculo



Reconozco que, cuando comencé las primeras páginas de La espalda del círculo, de Alfonso Vallejo, una sensación de intriga teatral y de complacencia lectora me fue ganando con rapidez. Estaba en el embarcadero, junto a la hermosa Helga, dispuesto a subir con ella al “Río de la Caoba”. Luego llegó Coburn y se fue desarrollando entre ellos un diálogo fascinante, en el que quedaba claro que ambos tenían la misma misión: descubrir a bordo del barco fluvial si el nuevo jefe de la muchacha, Klausner, es en realidad Frank Stender, al que quieren identificar y eliminar.
Pero este punto de partida, que prometía una acción magnética y un desarrollo dramático lleno de interés, se fue diluyendo lentamente: diálogos que giraban en direcciones confusas o que se volvían repetitivos, personajes innecesarios e incluso patéticos (como la voz del capitán del barco), figuras que quedaban como de cartón piedra (el camarero Moltke) y, en general, una sensación de desperdicio temático que me resultaba irritante. Lo que podía haber sido una pieza densa sobre la culpa, sobre el amor o sobre el perdón se malbarata en un fuego pirotécnico de mediana intensidad.

Una pena.

domingo, 16 de abril de 2017

A cada cual, lo suyo



Los pueblos pequeños tienden a constituirse en unidades claustrofóbicas, en las que sus integrantes se ven sometidos a una estrecha vigilancia (física, emocional y hasta espiritual) por parte de sus convecinos. La historia que nos traslada en esta novela el italiano Leonardo Sciascia contiene muchos ingredientes de esas atmósferas asfixiantes.
Nos encontramos en un diminuto pueblo de Sicilia, en el año 1964. Después de haber recibido un anónimo amenazándole de muerte, el farmacéutico Manno aparece asesinado junto a su amigo el doctor Roscio, que participa con él en una jornada de caza. ¿Qué justifica este brutal crimen? ¿Qué actuaciones pudieran provocar este horrendo suceso? Las habladurías comienzan a dispararse casi de inmediato, y todos acarician la posibilidad de que el farmacéutico tuviera una aventura galante con una mujer casada, cuyo esposo se ha vengado. Pero entre los vecinos se encuentra el profesor Laurana, que ha comenzado a elaborar sus hipótesis sobre el crimen y que ha comenzado una ronda de pesquisas acerca del caso (“Su curiosidad era puramente humana, intelectual, que no podía ni debía confundirse con la de quienes, a sueldo de la sociedad, del Estado, capturan y entregan a la venganza de la ley a aquellos que la transgreden o violan”, p.119). Un recorte de prensa que proviene de L’Osservatore Romano, la actitud cada vez más sospechosa del abogado Rosello, la exultante sensualidad de la viuda del farmacéutico y el ritmo creciente de las murmuraciones populares le irá llevando en una dirección tan inequívoca como peligrosa.

Leonardo Sciascia, traducido por Juan Manuel Salmerón para el sello Tusquets, construye en estas páginas un relato sencillo pero cenagoso, donde muchas de las miserias del ser humano afloran a la superficie con inquietante velocidad. Un texto seductor de un novelista maravilloso.

viernes, 14 de abril de 2017

Una hora sin televisión



Patricia y Eduardo forman un matrimonio que, aunque se prolonga desde hace dieciocho años, naufragó hace tiempo. Él, publicista y mujeriego, le ha sido infiel a su esposa en múltiples ocasiones; ella, concertista de piano que no ha logrado ser feliz en su hogar ni ha obtenido el éxito en su trabajo, está a punto de explotar de tristeza y amargura. Hoy es su aniversario y la mujer, aunque se sienta abatida porque él ha olvidado la fecha, le propone resarcirla con un regalo especial: concederle una hora de conversación sin que esté encendida la tele.
Eduardo se sirve un whisky y accede... Y entonces se produce la gran sorpresa: Patricia le comunica que quiere abandonar el hogar, que está enamorada de otro hombre (un empresario de Boston) y que quiere irse con él para iniciar una nueva vida. Burlón, prepotente y sabedor de su influjo sobre ella, Eduardo se mostrará cáustico: no cree ni una sola palabra de las que le está diciendo. Es una fantasía más, tan absurda como su pretensión de convertirse en una pianista reconocida. Pero cuando ella insiste, el marido no aceptará tan fácilmente su posible condición de cornudo: se mostrará seductor para engatusarla; le pedirá que se acueste una última vez con él; la agredirá físicamente; la amenazará con un arma; insistirá en que recurrirá al suicidio con pastillas... Todo le vale para construir su oposición. Incluso dudar de la misteriosa existencia del hombre de Boston.
Con este análisis de las relaciones de pareja, Jaime Salom nos ofrece una agria disección del matrimonio, de las servidumbres y flaquezas humanas y de los mecanismos (a veces sutiles, a veces nauseabundos) que pueden ser empleados para hacer daño a la persona que más cerca tenemos, y de quien detentamos (y el verbo es exacto) la posesión.

Breve, contundente y con un final que podrá ser entendido de distintas formas, para mayor enriquecimiento de la pieza, Una hora sin televisión, se lee en una hora pero necesita muchísimo más tiempo para ser pensada y digerida.

miércoles, 12 de abril de 2017

La muerte del cisne



Nuestro destino es siempre (y aunque resulte perogrullesco conviene recordarlo) un enigma. Podemos concebir la ilusión de que resultará halagüeño o lamentar anticipadamente su rumbo aciago, pero un giro imprevisto, un punto de inflexión, modificará o perturbará, si así lo quieren las circunstancias, su coda. Es lo que ocurre al monarca Luis II de Baviera, otrora hermoso y respetado, amigo y protector de Richard Wagner, quien en la actualidad de la novela se encuentra recluido en el castillo de Berg. Las ventanas sufren la ignominia de los barrotes y el propio aspecto físico del rey (maltratado por los kilos, perdida buena parte de su dentadura y con el cabello descuidado) se amolda a una imagen de decadencia que los médicos han perfeccionado dictaminándole un cuadro clínico de paranoia.
Por su bien (y para no estorbar en los intereses sucesorios de su tío, el príncipe Luitpold), se ha convertido en un prisionero. Pero él no está dispuesto a acatar con rabia esta situación. Al contrario. Para convencer a sus carceleros del error en que viven el monarca decide comportarse con impecable dignidad, aunque sus desvaríos resulten a la postre demasiado notables como para ser ignorados: habla solo y gesticula con furia; se dirige en voz alta a Dios (“¡Escucha, mi mayor deseo es ser extinguido! ¡Escúchame, Señor, yo clamo por la aniquilación!”, p.37); no tiene ningún problema en recordar sus inclinaciones homosexuales, de las que manifiesta su voluntad de apartarse (“Con mis enormes, abominables pecados estoy completamente solo, o sólo tengo a Dios por testigo, y desde luego a quienes han sido mis compañeros en tan perverso juego... Por lo demás, prométome con toda seriedad que a partir de ahora he de oponer resistencia a las inclinaciones diabólicas”, p.42); e incluso hace partícipe a uno de sus consejeros de ciertas ideas políticas que resultan cuando menos paradójicas en sus labios (“La república es la forma del Estado hacia la que marcha nuestra época [...]. Los monarcas somos propiamente anacronismos andantes”, p.63).
Abandonado por Wagner, incomprendido por sus amantes y reconfortado por la única amistad cierta de la emperatriz austríaca Elisabeth, Luis II sabe que los cisnes deben morir en un escenario adecuado, de belleza terrible. Y toma una decisión.

Klaus Mann, segundo hijo de Thomas Mann, nos muestra en estas exquisitas páginas (que traduce Norberto Silvetti para la editorial Sur) unas maneras líricas y novelísticas de primer orden, que merecen el aplauso del lector.

lunes, 10 de abril de 2017

La última jugada de José Fouché / La visita



El poder. El Poder. La vieja, turbia, imparable fascinación que ejerce sobre los seres humanos. Los tentáculos gelatinosos pero firmes con los que atenaza a sus víctimas. En este volumen que edita Francisco Gutiérrez Carbajo para el sello Cátedra, la madrileña Carmen Resino nos ofrece dos piezas teatrales en las que reflexiona, certera y hondamente, sobre los matices de esa pulsión universal.
En la primera de ellas nos sitúa en la Francia de principios del siglo XIX, en una época turbulenta que ha visto sucederse los horrores del Antiguo Régimen, los desmanes sangrientos de la Revolución, los costosos sueños imperiales napoleónicos y la confusión de un tiempo que oscila titubeante entre monarquía y república. En medio de ese marasmo se erige en protagonista José Fouché, un personaje acomodaticio que ha sabido sobrevivir a todos los vaivenes y que no se ha ahogado en ningún río, ni de agua ni de sangre (“He sido, por tanto, el único que ha servido al país por encima de banderías, mientras que los demás solo lo han hecho a una causa”, p.121). Esa actitud camaleónica le permite situarse en un punto estratégico de enorme interés: aquél que lo convierte en pieza clave para coronar al candidato Luis XVIII como nuevo soberano galo. En la negociación que se establece entonces, en ese embriagador juego del poder (“¿Existe otro más apasionante?”, p.151), Foulché utilizará sus cartas con una endiablada habilidad. Sabe que tiene enemigos que lo odian a muerte (María Teresa de Borbón), rivales que lo ven como un enojoso obstáculo para sus intereses (Talleyrand) y nobles que requieren su concurso a pesar de sentir asco por él (el barón de Vitrolles); pero es época de astucias, de pactos y de componendas, y todos se suman a la danza.
En la segunda obra del volumen seguimos en Francia, pero ha pasado algo más de un siglo. Las botas nazis han irrumpido en las calles de París y la población, humillada y ofendida, no consigue recuperarse de ese bochorno histórico. En las primeras horas del verano de 1940, el edificio de la Ópera recibe una visita por completo inesperada: el Führer se acerca hasta allí con varios de sus ayudantes (entre ellos, Albert Speer) para visitar fuera de horario sus instalaciones. Un guía que habla alemán les sirve como cicerone, pero los jerarcas nazis ignoran que ese hombre en apariencia inofensivo y que se comporta con una educación esmerada, casi servil, lleva escondida en el bolsillo una pistola.
Sirviéndose de estos dos impresionantes decorados, Carmen Resino traslada a sus lectores hasta el epicentro de una reflexión capital, con tantas derivaciones como cuadros escénicos: ¿cómo logra el poder amedrentarnos con tanta rapidez y tanta eficacia? ¿Cómo consigue convertirnos en marionetas huérfanas de vigor y de rebeldía? ¿De qué mecanismos se vale para marcar a casi todas las personas con el hierro del pánico y la obediencia?
José Fouché y Adolf Hitler (pero también sus contrafiguras Luis XVIII y el guía de la Ópera) se convierten aquí en símbolos turbios, que nos recuerdan que los seres humanos camuflamos en nuestro interior un arsenal de claroscuros y que las circunstancias pueden hacer que nos desviemos hacia la luz o hacia las tinieblas. Carmen Resino nos sirve esta lección en dos piezas dramáticas de intensa belleza terrible, que conviene leer y meditar.

sábado, 8 de abril de 2017

Heterodoxia



Vuelvo una vez más a Ernesto Sábato, que me maravilló y me sigue todavía maravillando con las reflexiones contenidas en Heterodoxia, volumen breve y densísimo, con ideas geniales y genialmente expresadas. Dice que la lengua no se corrompe, sino que se transforma; que hombre y mujer son diferentes en su esencia; que la admiración por la ciencia es directamente proporcional a la incomprensión que genera; que el chauvinismo es la vanidad multiplicicada por varios millones; y mil cosas más que no cabe disfrutar sino leyendo sus palabras exactas. En síntesis, un libro “bíblico” al que se puede acudir de continuo para extraer ideas. Así lo hice allá por la mitad de la década de los 80 (cuánto tiempo ha pasado, don Ernesto, qué viejos nos hacemos los dos, usted dentro de la muerte y yo aún dentro de la vida); y hoy repito la experiencia.

Queden apuntadas aquí, para disfrute general y para excitar el ánimo lector de los amables visitantes de esta reseña, algunas de sus frases: “El espíritu no es rectilíneo sino dialéctico y paradojal (...). El hombre va de la realidad a lo descabellado, centrífugamente. La mujer, de lo descabellado a la realidad, centrípetamente”. “Es trágico y siniestro que el fanatismo y la mala fe difundan el sofisma “o comunista o fascista”. Parece que inevitablemente hubiese que ser —de uno o del otro lado— partidario del terror, la venganza, la opresión, la calumnia, la duplicidad y el servilismo que caracterizan a todos los regímenes totalitarios”. “Madurar es envejecer, ensuciarse las manos, volverse sensato, aburguesarse, entrar en el juego de las conveniencias y de la razón; en suma, transformarse en un cochino”. “CASTICISMO.- Según se sabe, consiste en escribir como si viviéramos cuatrocientos años atrás en Talavera de la Reina. Hay muchas maneras de impedir la comunicación entre los hombres. Esta es la más apreciada por los profesores de gramática”. “Ni Shakespeare, ni Cervantes, ni Dante, ni Montaigne pudieron gozar de los beneficios de un Diccionario de la Academia. Eso explica la muchedumbre de errores que afean sus obras y que muchos manuales tienen la precaución de señalarnos. Tal vez con el deseo de que no se repitan”. “No es que me repugne lo extenso: me repugna lo extendido, que no es lo mismo”. “En el hombre el sexo es un apéndice, no sólo desde el punto de vista anatómico, sino también fisiológica y psicológicamente: está hacia fuera, hacia el mundo, es centrífugo. En la mujer está hacia dentro, hacia el seno mismo de la especie, hacia el misterio primordial. En el hombre el semen sale, es proyectado hacia fuera, como su pensamiento hacia el Universo; en la mujer, entra. Esa proyección masculina implica separación, escisión, desvinculación del hombre respecto a su simiente. En la mujer, al contrario, implica unión, fusión. Cuando el acto carnal termina para el hombre, para la hembra empieza. En cierto modo, la mujer es toda sexo”. “El Yo aspira a comunicarse con otro Yo, con alguien igualmente libre, con una conciencia similar a la suya. Sólo de esa manera puede escapar a la soledad y a la locura... De todos los intentos, el más poderoso es el del amor”. “No se debe elegir el tema de una novela o de un drama: es el tema quien lo elige a uno. No se debe escribir si un tema no acosa, persigue, y presiona, a veces durante años, desde las más misteriosas regiones del ser”. “El amor ansía lo absoluto, causa por la cual todos los grandes amores son trágicos y de alguna manera terminan con la muerte”.

jueves, 6 de abril de 2017

Laluna.com

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Otra vez la luna como presencia determinante en una novela de Care Santos, que fue galardonada con el prestigioso premio Edebé. Se trata de Laluna.com, que tiene como protagonistas a tres adolescentes muy singulares: Cristina, bellísima y escultural, aunque un poquito sosa en su capacidad comunicativa; Amador, un lector voraz, tímido y campeón de ajedrez; y Cira, excelente escritora, lenguaraz... y dueña de una nariz anormalmente grande. 
El eje argumental de la novela es muy sencillo: Amador, primo de Cira, está enamorado de la atractiva Cristina; y como no sabe de qué manera atraerla, le pide ayuda a su prima, porque las dos chicas pertenecen al mismo equipo de amantes del deporte de riesgo. El muchacho, por desgracia, ignora que Cira está también enamorada de él, pero jamás se ha atrevido a comentarle esa pasión a causa de su repelente apéndice nasal. Curiosamente, no se niega a prestarle su auxilio, sino todo lo contrario: comienza a escribir correos electrónicos donde, utilizando el nombre de Cristina, se dirige a Amador para ir consolidando sus relaciones. Obnubilado por su sentido del humor, su dulzura y su prosa, el chico cae rendido a sus pies... 
Pero entonces se genera un problema en el corazón de las dos muchachas: Cristina, porque sabe que Amador no está enamorado en realidad de ella, sino de la imagen que se ha formado tras leer unos correos que no son suyos; Cira, porque está ayudando a que su primo se aleje de ella, para arrojarse en los brazos de una chica vacía pero espectacular, con la que ella no puede competir físicamente... 
No es necesario ser una persona muy versada en literatura para descubrir que Care Santos está rindiendo aquí un homenaje a Cyrano de Bergerac. Pero no lo hace de un modo plano o aburrido, sino que pone en funcionamiento todos los mecanismos textuales imaginables (dejar que hablen en primera persona todos los personajes, aportar conversaciones de correo electrónico, introducir digresiones sobre narices o sobre la luna, etc), que convierten esta novela en una pieza en continuo movimiento, muy fresca, muy sincopada, llena de humor (la secuencia donde se sustituye la famosa amorosa del balcón por un telefonillo de portero automático es tan atinada como ingeniosa) y donde, sobre todo, la escritora catalana muestra un profundo conocimiento de los adolescentes, sus sentimientos, sus modos de hablar y su forma de ver la vida.

martes, 4 de abril de 2017

El pianista



Decía Pascual Duarte que hay personas a quienes el Destino ha ordenado marchar por senderos suaves y otras que, por desgracia, son impulsadas hacia trochas abruptas, acribilladas por el sol o maltratadas por la gelidez del aire. Albert Rosell pertenece a quienes nutren el segundo bloque. Fue un joven y prometedor pianista que, animado por el deseo de vivir de y para la música, encaminó sus pasos hacia París en los meses previos a la guerra española de 1936.
Allí se encontró con un hervidero de ideas políticas y artísticas que estaban llamadas a revolucionar el panorama europeo, y en el cual se sumergió con tanta curiosidad como desconcierto. Para su desgracia, antes de poder afianzarse en ese mundo tuvo lugar la sublevación castrense en España; y Rosell decidió que la postura ética más razonable consistía en volver y ponerse del lado de la legalidad republicana. Tras eso llegaron la derrota, la cárcel (seis años), la entereza hidalga de quien pasa hambre y sigue pensando en su piano; y, por fin, una vejez zarandeada por la ignominia, en la que trabaja amenizando espectáculos de travestismo en una sala barcelonesa, durante los primeros años de la democracia.
Ahora se encuentra en el poder la generación que tiene entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años, “los que supieron dejar de ser franquistas a tiempo y los que supieron ser antifranquistas en su justa medida o a su justo tiempo” (p.162). Y los viejos supervivientes de aquellas luchas oxidadas observan su entorno y notan el acíbar lento de la impotencia. Ventura e Irene, en la página 207, verbalizan en un breve diálogo esa situación: “—¿Era esto lo que esperábamos? / —No. Pero no está tan mal. / —Una mierda”.
Asistimos, por tanto, a una narración melancólica, reflexiva y amarga, en la cual quedan registrados los pliegues del fracaso, la languidez de las derrotas y los estragos vitales y espirituales de aquella generación malherida por la ignominia. Manuel Vázquez Montalbán, brillante siempre en sus formulaciones novelísticas, construye en El pianista una pieza narrativa magistral en la que el orden de las secuencias adquiere una significación poderosa: los hechos están contados al revés. Primero vemos al pianista, anciano y desmadejado sobre las teclas, entre el humo de la sala Capablanca (antes conocida como Casbah), interpretando a Mompou entre la indiferencia del público; luego lo vemos, jovencísimo, en el París de los años 30, realizando los planes luminosos que ya sabemos que jamás se cumplirán; y, por fin, viajamos con él en un vehículo para cruzar la frontera y sumarse a las fuerzas leales a la República, que lograrán derrotar —ay— al fascismo...

Conocer el final de un chiste emborrona buena parte de su comicidad, pero disponer de los detalles postreros de un fracaso lo transforma, retrospectivamente, en una llorosa tragedia, a la que asistimos paralizados y tristes. Excelente Manuel Vázquez Montalbán y oportuna recuperación editorial del sello Cátedra, que a través de José Colmeiro nos permite volver a disfrutar y sufrir con esta novela.

domingo, 2 de abril de 2017

Cuentos suspensivos



El sello La Fea Burguesía, que nació de la confluencia entre los editores Paco Marín y Fernando Fernández y el escritor Paco López Mengual, prosigue en su ambicioso camino de consolidación en el mundo de las letras. Y llega a su volumen número 13 (rotulado en el lomo como 12 porque hubo un tomo inicial 0) con la obra Cuentos suspensivos, del narrador madrileño Antonio Parra Sanz, crítico, cuentista y novelista, además de organizador de eventos culturales relacionados con la novela negra y con el mundo de la lectura.
Quienes frecuentamos sus obras desde hace tiempo encontramos en las páginas de este nuevo libro dos alegrías complementarias: la primera, volver a disfrutar con relatos que ya conocíamos, pero que nos siguen maravillando con su humor, la riqueza de su vocabulario, su ritmo espléndido, sus protagonistas inolvidables y sus finales calculados con pericia; la segunda, ampliar nuestra admiración por Antonio gracias a los nuevos textos que completan el libro. En el primer bloque tenemos al tierno exboxeador que se obstina en recuperar migajas de su gloria pretérita para impresionar a la Karenina, una prostituta que se incorpora al club de alterne donde trabaja como portero (“El sueño de Tántalo”), a la mujer que cocina atroz y primorosamente para su marido (“Delicatessen”) o a los policías Carmona y Palazuelos, que investigan la extraña muerte por cremación de un personaje de la calle (“Ícaro”).
Por lo que respecta a los nuevos relatos, otra sorpresa aguarda a sus lectores: Antonio Parra diversifica su oferta y suministra cuentos de extensión parecida a los ya mencionados pero también microficciones, lo que sirve para enriquecer la visión que tenemos de su talento narrativo. Una docena de éstas últimas sirve para demostrar su pulso en el terreno corto. En suma, recibimos un gran arco temático y estilístico, donde el autor nos traslada a pueblecitos pontevedreses taladrados por la lluvia y por la superstición (“La tormenta”), a celebraciones eucarísticas salpicadas por la actualidad más putrefacta (“Ite missa est”) o a situaciones donde el humor y el horror conforman una masa compacta (“Inevitables golosas”).

Antonio Parra Sanz ha conseguido, obra tras obra, aquilatar un modo narrativo que ya resulta inconfundible en el panorama regional y que es admirado por un número creciente de lectores. Si ustedes asocian su nombre con la obtención del más reciente premio Libro Murciano del Año por su novela La mano de Midas, amplíen el ámbito de su curiosidad y acérquense hasta sus cuentos. En pocas voces narrativas podrán encontrar tanta calidad y tanto disfrute.