jueves, 1 de diciembre de 2016

Cuaderno de notas



Dicen que del genio hay que aprovechar hasta las migajas, porque incluso de sus líneas suprimidas o menores podemos obtener belleza literaria. Y eso justifica, según opinan muchos, que nos sintamos impulsados a abalanzarnos con fervor casi religioso sobre sus cartas, borradores, variantes desechadas e incluso textos arrojados directamente al cubo de la basura, para conocer hasta los pormenores menos significativos de nuestro ídolo: sus gustos sexuales, sus fobias cromáticas o sus apetencias gastronómicas. 
Entre los años 1891 y 1904, el escritor ruso Antón Chéjov fue anotando en diversos cuadernos todo tipo de apuntes (desde sus lecturas hasta apellidos que se inventaba o le hacían gracia; desde anécdotas de viaje hasta reflexiones filosóficas; desde perfiles de personajes que utilizaría en futuras obras hasta fruslerías sobre las mujeres) y, en el año 2010, un acuerdo entre las editoriales La Compañía (Argentina) y Páginas de Espuma (España) lanzó al mercado hispanohablante un volumen donde se ofrecía una selección de estas caudalosas notas del genio de Taganrog. 
¿Y qué es lo que encontramos en este volumen? Pues, fundamentalmente, un inmenso caudal de líneas banales, que carecen de todo interés literario. Líneas en las que Chéjov realiza anodinas observaciones de viaje, anota tratamientos médicos, enumera las horas de sus comidas y cenas, registra nombres propios que ya no nos dicen nada, esclafa banalidades buenistas de una ingenuidad sonrojante (“Cuando los ricos den a los pobres todo lo que les sobra, no existirán ladrones”, p.43) o se deja llevar por una misoginia sorprendentemente zafia (“Las mujeres asimilan rápidamente las lenguas: hay mucho espacio vacío en sus cabezas”, p.61). Pero también encontramos, para equilibrar la balanza, con reflexiones tintadas de un sólido espíritu ético (“Ahora la gente se vuela la tapa de los sesos porque está harta de la vida o por razones semejantes; en otra época, por haber malgastado dinero del erario público”, p.24), con aforismos de gran finura psicológica (“Sólo cuando es infeliz el hombre abre los ojos”, p.159), con simpáticas normas de etiqueta que trascienden lo culinario (“La buena educación no consiste en no manchar el mantel con salsa, sino en aparentar que uno no ha visto nada cuando otro hace algo así”, p.57), con pinceladas de un humorismo surrealista o hiperbólico (“El suelo es tan rico que si uno planta aquí un limonero, un año más tarde brota un coche”, p.142) e incluso algún apunte que Camilo José Cela no hubiera desdeñado para incluirlo en su Oficio de tinieblas 5:  “Cuando sea rico, haré todo lo posible para tener un harén de gordas desnudas, todas con las nalgas pintadas de verde”, p.181). 
En suma, un tomo heterogéneo, desigual y por momentos irritante, que sólo conviene recomendar a los enamorados profundos del malogrado Antón Chéjov, que sabrán disculpar sus zonas de sombra o los bostezos inevitables que les asaltarán en algunas de las páginas.

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