domingo, 24 de julio de 2016

Correspondencia



Al vallisoletano Francisco Umbral le gustaba decir, con una mezcla de admiración y de estupor, que del genio se aprovechan hasta las migajas: fragmentos inéditos, piezas inconclusas, variantes textuales, obras de juventud arrumbadas en cajones o viejas carpetas… y epistolarios. Pero el caso que nos ocupa hoy (la mastodóntica correspondencia de Benito Pérez Galdós) adquiere matices distintos, porque supone un aprovechamiento glorioso, que viene a iluminar muchísimos aspectos literarios, sentimentales y hasta religiosos del egregio novelista. El volumen, que se extiende más allá de las mil páginas y que incorpora centenares de notas, ha sido preparado por los profesores Alan E. Smith, María Ángeles Rodríguez Sánchez y Laurie Lomask, encargándose la editorial Cátedra, en su Bibliotheca Avrea, de ponerlo en las librerías.
Resumir las innumerables direcciones de este tomo es una tarea condenada al fracaso, además de una impertinencia. Lo mejor es sumergirse en su oceánica belleza y descubrir todos sus pormenores: las consultas del escritor canario a Ramón de Mesonero Romanos sobre detalles ambientales, históricos o antropológicos que le permitan mejorar sus futuras obras; los análisis que efectúa sobre piezas literarias ajenas (como esas observaciones sobre La regenta que llenan la carta 74, absolutamente antológica); sus convicciones religiosas, en las que resulta tan contundente como falto de provocación o jactancia (“Carezco de fe, carezco de ella en absoluto. He procurado poseerme de ella y no lo he podido conseguir”, carta 16); sus flaquezas humanas, demasiado humanas, que lo llevan a considerar las críticas negativas como confabulaciones orquestadas o analfabetas; o su falta de aptitudes para las profecías (cuando la joven actriz María Guerrero abandona en 1894 la compañía teatral en la que se encuentra y decide formar la suya, Benito Pérez Galdós es tajante: “La Guerrero se va. Está loca y va de seguro a su perdición”, carta 296).
Mención aparte habría que dedicar a los dos veneros epistolares que el mejor novelista español del siglo XIX dedica a sus amantes Concha Morell y Teodosia Gandarias. Frente a la primera mantiene una actitud más quejumbrosa, lamentando la irregularidad de sus envíos, sus coqueteos durante las giras teatrales o sus súplicas para que se vean con más frecuencia (peticiones que Galdós desoye casi siempre, por encontrarse enfrascado en cualquiera de sus libros); frente a la segunda, en cambio, el tono es mucho más dulce, más extasiado, más lleno de ternura: la compara con Dios, le traslada hasta las confidencias más delicadas que nacen de su espíritu, se declara su esclavo y la enjoya con los atributos disparatados y ridículos que todo enamorado entenderá a la perfección: “Mi cielito, mi encanto, mi paz, mi alegría, mi ensueño, mi realidad, mi quitapenas, mi zozobra cuando no recibo la carta a tiempo, mi consuelo, mi norma, mi consultora, mi guía, mi maestra, mi compañía, mi goce, mi estudio, mi bien muy amado y mi centro magnético” (carta 725).

La fascinante personalidad del laborioso escritor isleño se muestra en estos 1170 documentos con una frescura y una espontaneidad admirables, donde descubrimos desde su humildad hasta su soberbia, desde sus dolores de muelas hasta sus tribulaciones económicas, desde sus cartas de recomendación hasta sus napoleónicos gustos sexuales (“No te bañes hasta que no nos veamos”, le escribe a Concha en la carta 271). Un volumen que ayuda a entender mejor la figura del genial novelista.

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