sábado, 30 de abril de 2016

La señal que se espera



Enrique y Susana hospedan en su pazo gallego a un antiguo novio de Susana, el músico Luis, que acaba de salir de un sanatorio mental y que se encuentra en fase de reposo. Está obsesionado con la idea de que pronto sonará una música que le permitirá recordar la partitura que estaba elaborando justo antes de ser ingresado y que lo devolverá al mundo de la creación y de la fama. Julián, un profesor de filosofía que es amigo de Enrique, se deja caer también por allí para visitarlos durante unos días: su mujer lo acaba de dejar y necesita aire fresco para oxigenar sus ideas y reorganizar su vida. Los criados de la casa, por su parte, no dejan de asomarse al buzón porque esperan una carta que les informe de cómo se encuentra su sobrino, que hace años cruzó el océano Atlántico en busca de fortuna en América.
Todos esperamos, de un modo u otro, la llegada de una señal. Y en esa señal ciframos nuestra ilusión, el reducto de nuestras mejores esperanzas. Puede ser una señal amorosa, económica, familiar o de cualquier otro tipo; pero su esencia consiste en mantenernos esperanzados. Los protagonistas de esta pieza de Antonio Buero Vallejo también aguardan sus particulares alertas, y la enorme habilidad del dramaturgo de Guadalajara (quizá el más grande que hayan visto los escenarios españoles durante el siglo XX, por encima de García Lorca y de Arrabal) consiste en armonizar todas esas señales y articularlas en un drama de pasmosa intensidad, que va creciendo en cada secuencia.
Máxima efectividad escénica, máximo esplendor del lenguaje y de los símbolos, máxima carga emocional. Una obra menor de Buero (“menor” en el sentido de que no forma parte del grupo de las habitualmente señaladas como principales: Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad, El concierto de San Ovidio, etc) que alcanza impresionantes cotas de hondura psicológica.

Otros de los autores a quienes leer y releer de forma constante: siempre nos dan sorpresas.

jueves, 28 de abril de 2016

Matrimonio desigual



Se engañará quien comience la lectura de esta obra de George Bernard Shaw pensando que va a encontrarse con un texto sencillo, ingenioso y de fácil digestión. El fino humor británico del autor dublinés, desde luego, produce en ocasiones esa sensación. Y más cuando, como ocurre en Matrimonio desigual, parece que nos enfrentemos simplemente a un juego escénico entre una familia noble y una familia plebeya pero rica que quizá se unan a través del matrimonio de sus hijos.
En un lado del ring tenemos a Lord Summerhays, acompañado por su débil, maleducado y caprichoso hijo Bentley; en el otro, al empresario Tarleton y su rebelde, moderna y feminista hija Hypatia. Pero resulta que cuando Bentley e Hypatia se encuentran en el centro del cuadrilátero no surge la chispa del amor, ni tampoco del deseo, ni siquiera de la conveniencia. Hay frialdad, ironía y aun desdén (sobre todo por parte de la muchacha).
La situación adquiere nuevas dimensiones cuando se produce un asombroso accidente aéreo en la propiedad del viejo Tarleton y del aeroplano salen el atractivo Percival (amigo de Bentley) y la joven polaca Lina. Ambos removerán las aguas suscitando deseos amorosos en diferentes miembros de las familias. Comienzan entonces a aparecer antiguas historias, antiguas infidelidades, antiguas relaciones, que irán destapando el verdadero rostro de todos los protagonistas.

Una profunda reflexión sobre la hipocresía social, sobre los convencionalismos de los roles masculino y femenino, sobre el matrimonio… y hasta sobre la cultura. Como muestra de esto último anotaré un simple detalle. En un cierto instante de la obra Johnny Tarleton manifiesta su desdén por los escritores que, cómodamente instalados en su autoproclamado Olimpo espiritual, tildan de materialistas a quienes, como ellos, han construido el tejido industrial y comercial del país, que permite comer a todos. Y pronuncia esta frase para su padre: Me gusta un libro con argumento. A ti, te gusta uno que sólo contenga una idea que obsesiona sin cesar a su autor, como a un gato que persigue a su propia cola. Yo puedo soportar un poco eso, así como puedo soportar el espectáculo de ese gato durante dos minutos, digamos, cuando no tengo nada que hacer. Pero un hombre se harta pronto de esas cosas. El caso es que, para ti, el escritor es una especie de dios. Yo lo considero un hombre a quien pago por hacer algo para mí. Le pago para que me divierta y me aleje de mí mismo y me haga olvidar”. No serían pocas las personas que hoy en día firmaran esa misma declaración.

martes, 26 de abril de 2016

Los huéspedes



Roberto Hernández, el gran protagonista de la última obra del novelista murciano Pedro Pujante, lo tiene clarísimo. Sabe que él y sus compañeros de aventura se encuentran atrapados sin aparente salida “en ningún lugar, en ningún tiempo. Huérfanos es la palabra que mejor resume nuestra condición. Huéspedes de un no-lugar” (p.128). Y hubiera sido difícil explicarlo, a pesar de las apariencias, con palabras más exactas.
Desde el momento en que llegó a sus manos una misteriosa invitación para asistir a un congreso de literatura secreta todo comenzó a teñirse con los colores del enigma: una fecha imprecisa para asistir a dicho evento, un lugar que no le sería comunicado hasta el último instante, unos compañeros a los que conocería en la mesa de reuniones... Todo demasiado nebuloso, pero quizá por eso mismo más atrayente. Siendo un escritor con escasa obra y con casi nula fama, Roberto queda hechizado con esa invitación y acepta asistir al congreso. A partir de entonces, las sorpresas se convertirán en una ceremonia continua, que desembocarán en un extraño pueblo cuyos habitantes son más extraños todavía. Entre ellos destaca la singular figura del doctor Faustino, un científico que les explica que ha conseguido clonar cuánticamente a seres humanos y que su gran objetivo (desbaratado por la muerte del protagonista) era hacerlo también con Paco Umbral, “el mejor escritor que jamás haya existido” (p.82). Anonadados por esta revelación, Roberto y sus compañeros acabarán por descubrir que se encuentran en el año 2211 y que el mundo ha cambiado mucho desde que ellos salieron de sus casas para venir a este congreso.

Pedro Pujante nos presenta en Los huéspedes una singular distopía en la que las paradojas temporales (muy bien resueltas desde el punto de vista narrativo), los análisis psicológicos (de extrema precisión y elegancia) y, sobre todo, el sentido del humor, se convierten en los grandes ejes vertebradores de la fabulación. El novelista murciano sabe muy bien a lo que juega, y va dosificando en sus páginas el lirismo, los diálogos coloquiales, las previsiones científicas o los cambios que experimentará la vida humana en los próximos siglos, hasta lograr una mezcla seductora y de fluida lección. En ocasiones, advertiremos la influencia de la película Mad Max; otras veces creeremos estar leyendo un cuento del mexicano Juan Rulfo, saboreando una página autobiográfica de Franz Kafka o asombrándonos con un plano del Show de Truman; y casi siempre estaremos tentados de imaginar que habitamos una pesadilla, de la que un despertador debería sacarnos antes de que nuestra sensatez o nuestro equilibrio emocional se vengan abajo. Pero nuestro autor (nadie que lo haya leído lo podrá dudar) es un novelista extremadamente habilidoso, el cual consigue que esas imágenes se vayan fundiendo y sucediendo entre sí para que, al final, los lectores emitamos tan sólo un juicio: “He leído una novela de Pedro Pujante”.

lunes, 25 de abril de 2016

El aldeano de París



Quien no disponga de una mirada inquieta y abierta a la maravilla absténgase de penetrar en este libro. Nada encontrará en él. Su belleza le resultará opaca; su fama, incomprensible; su hondura, impenetrable. Eso no quiere decir, como es natural, que sea un mal lector o que carezca de sensibilidad o finura, sino algo mucho más sencillo: que debe orientar sus ojos hacia otro tipo de libros, más adecuados a su gusto. Lo que el francés Louis Aragon le ofrece en estas páginas (que ahora traduce Vanesa García Cazorla para el sello Errata naturae) es un menú que parecerá hermético o excesivamente especiado a un buen número de lectores convencionales, de los que buscan en los libros un argumento seductor, unos personajes sólidos y de largo trazado o un final donde la sorpresa y la contundencia se alíen para dejarte con la boca (literaria) abierta.
Propongo un juego (más serio de lo que parece) a mis amables lectores. Lean con calma este fragmento que aparece entre las páginas 47 y 48: “Durante un año no he mordisqueado sino cabellos de helecho. He conocido cabellos de resina, cabellos de topacio, cabellos de histeria. Rubio como la histeria, rubio como el cielo, rubio como el cansancio, rubio como el beso. En la paleta de los rubios yo incluiría la elegancia de los automóviles, el olor de la esparceta, el silencio de la mañana, las perplejidades de la espera, los estragos de una caricia. ¡Cuán rubio es el rumor de la lluvia, cuán rubio es el canto de los espejos!”. Y ahora, una vez saboreadas estas líneas, viene la gran pregunta: ¿Le parecen a usted un prodigio literario o una tontería? ¿Algo que merezca la pena haber conocido o un párrafo abstruso en cuyo sentido no consigue penetrar? En el caso de que se afilie al primer grupo, este libro está destinado a usted; en el caso de que engrose el segundo bloque, absténgase de continuar, porque tropezará una y cien veces con secuencias de parecida índole.

Porque Louis Aragon presenta en El aldeano de París una visión de la realidad francesa, de sus paisajes, de sus gentes, de sus costumbres, de sus rincones, de sus peculiaridades, pero lo hace con una prosa que se zambulle de forma continua y libre en las aguas de la imaginación, de las metáforas y de las sinestesias. Nos habla de conserjes locuaces que se dejan invitar a un orujo y que a cambio comentan jugosos detalles sobre los inquilinos a quienes trata; nos describe locales donde se venden preciosas variedades de bastones, de todo precio y condición; nos pide que lo acompañemos al café Petit Grillon, donde se solía reunir con sus amigos para beber, jugar y charlar de lo divino y sobre todo de lo humano; nos muestra carteles donde quedan anotados los precios de las entradas para asistir a las funciones del Théâtre Moderne; nos sitúa con la misma eficacia ante discursos de estatuas, prostitutas, columnas de estilo Luis XVI, farolas de gas, vasos de whisky o tritones tocados con algas verdes, quizá porque muy pronto descubrió que “no hay conocimiento sino de lo concreto” (p.241), y que la mirada que busca ángulos diferentes tiene mayores posibilidades de aprehender la realidad en su nivel más profundo. París bien vale un libro de Louis Aragon.

viernes, 22 de abril de 2016

Diario de Golondrina



El sorprendente argumento de Diario de Golondrina, de Amélie Nothomb (que traduce Sergi Pàmies para Anagrama), es difícil de sintetizar en unas pocas líneas. Digamos que nos habla de un mensajero motorizado que, tras haber sufrido un desengaño amoroso y haber tenido un accidente mientras trabajaba, es despedido por la empresa. A partir de ese instante comienza a escuchar de forma obsesiva los últimos discos de Radiohead y es captado por un ruso que le ofrece trabajar como asesino a sueldo. Dueño de una frialdad y de un pulso sin duda excepcionales, comienza a cumplir sus encargos con tanta pulcritud como eficacia.
Un día le ordenan asesinar a un ministro y hacerse con su maletín. Ejecuta la acción pero queda fatalmente encandilado con la joven hija del ministro. La ha matado, como al resto de la familia, pero no ha podido evitar quedarse con su imagen... y con su diario, que comienza a leer y que lo trastorna.
¿Problema que me he encontrado con esta novela? Pues el más importante de todos es que no me creo muchos detalles del desarrollo de la acción, ni (y he aquí lo peor) al personaje protagonista. No me resulta creíble que sea enrolado en una organización criminal de un modo tan sencillo; no me creo su cambio “lírico” después de leer las páginas escritas por la hija del ministro; no me creo su actitud suicida durante las últimas veinte hojas de la novela. Con esas fallas, el libro se me viene abajo.
Me gusta el lenguaje de Nothomb y me gusta su voluntad de construir algo que no sea lo de siempre, pero no me convence la construcción novelística de esta pieza. Por ahora tengo frente a esta autora más reticencias que aplausos.

miércoles, 20 de abril de 2016

El padre de Blancanieves



Si un grano de arena se introduce en una ostra, puede que se termine convirtiendo en una hermosa perla; si el mismo grano penetra en un ojo, lo más probable es que cause una irritación o una herida. El grano de arena de esta espléndida historia que nos propone Belén Gopegui se llama Carlos Javier, es ecuatoriano y ha perdido su empleo como repartidor porque una clienta insatisfecha ha telefoneado al supermercado quejándose de su evidente falta de profesionalidad. A partir de ese momento, el inmigrante se presenta en la casa de Manuela y le hace ver que está en deuda con él, y que no la dejará en paz hasta que le consiga un nuevo trabajo.
Este escenario de pesadilla (que se detalla en la contraportada del tomo) no es, pese a las apariencias, la médula espinal de la obra. Que nadie aborde la lectura de esta novela pensando en un argumento kafkiano o psicótico. El hecho de que Carlos Javier se introduzca en el confortable universo de Manuela, Enrique y sus hijos, y lo perturbe, no es más que el inicio del auténtico nudo psicológico del volumen: la constatación de que estamos sumergidos en unos modos de vida (no sólo burgueses, no reduzcamos la lectura) que pueden quedar vulnerados con asombrosa facilidad. Julio Cortázar, en su relato “El perseguidor”, explicaba por la boca de su protagonista lo fácil que resulta hundir un dedo en la normalidad y comprobar que tiene textura de gelatina. Manuela, profesora de instituto, tras vislumbrar los mundos alternativos que se encuentran refugiados en los pliegues del mundo aparente, revisará su vida y su sistema de pensamiento.
En este orden de cosas, Carlos Javier es simplemente un ruido y una excusa. Un ruido, porque él no es el auténtico problema, sino sólo su manifestación exterior; y una excusa porque, en el fondo, no hablamos de un hecho puntual, aislado y aislable, sino de una dirección errónea, que salpica de falsedades nuestro entorno y nos etiqueta como culpables (o al menos como inconscientes).

“Esta historia no trata tanto de lo que no se ve como de lo que, viéndose, no se mira”. Son palabras que leemos en la página55 de esta novela, donde se nos trasladan algunos de los más hondos, lúcidos, reflexivos y espeluznantes análisis que se hayan hecho jamás de la burguesía (el caravaqueño Miguel Espinosa habría disfrutado mucho con la lectura de esta propuesta de Belén Gopegui). Y de eso, en fin, se trata: de darnos cuenta de que una simple piedra nos puede romper el cristal tras el que tan confortablemente estamos instalados, y por el que nos sentimos protegidos. Cuando la primera grieta aparece en él, un escalofrío nos recorre la espalda y comprendemos con desolación y horror que ha comenzado el fin del mundo.

lunes, 18 de abril de 2016

Andarás perdido por el mundo



Una sugestión poderosa me ha abordado a la conclusión de casi todas las historias de este libro: he sentido al autor, Óscar Esquivias, sentado frente a mí contándomelas, mientras a su espalda ardían los troncos en una chimenea. No lo sabría explicar con mejores palabras. Era eso. Simplemente eso. Un silencio de casa de campo y un fabulador creando su discurso con lentitud y eficacia, rodeado por el crepitar de las llamas. No es la primera vez que me ocurre con sus libros. En ocasiones aparecen en sus relatos una actriz famosa a la que se retrata durante sus primeros tiempos en Hollywood (como Greta Garbo en “La casa de las mimosas”) o un músico célebre que ultima un experimento macabro (Hector Berlioz en “El arpa eólica”), pero en la inmensa mayoría de las ocasiones el protagonismo recae sobre seres discretos, de los que se nos brinda un segmento vital. Y digo bien: un segmento, una porción acotada cuyo principio y cuyo final no se rigen por el capricho o la convención de la sorpresa. Chéjov, indiscutiblemente, le gana a Cortázar.
En estos catorce universos se nos propone conocer a un buen caudal de náufragos, que se mantienen asidos a su tabla mientras los bambolean las olas de la fe, el alcohol, la desesperanza, el odio, la zozobra o la tristeza, y que no tienen más ansia que encontrar una respuesta, una luz o una certidumbre.
Pero volvamos si quieren al inicio y formulemos esta recensión de una manera convencional, más fama que cronopia: el escritor Óscar Esquivias (Burgos, 1972) acaba de publicar en Ediciones del Viento una colección muy notable de relatos con el título de Andarás perdido por el mundo, donde consolida su fulgurante trayectoria con catorce narraciones donde reflexiona sobre la identidad sexual, la aceptación del yo, la condición extranjera que todos enarbolamos o sufrimos en algún momento de nuestras vidas, el candor a veces doloroso de la infancia, la enajenación mental o la supervivencia azarosa de los desarraigados. En algunas de estas propuestas se ampara en las dimensiones logarítmicas del microrrelato (“Curso de natación”) y en otras, por el contrario, se intuye que podría haber elongado el discurso hasta una edificación cercana a lo novelístico (“La última víctima de Trafalgar”). Pero en todas se aprecia la misma exquisitez verbal, la misma elegancia prosística, que los vuelve textos magnéticos, imposibles de abandonar o de definir con adjetivos que no se adentren en lo hiperbólico.

O mejor no. Mejor elegimos la vía emocional, huérfana de corsés y de miriñaques, y lo decimos como nos pide el cuerpo: qué pedazo de libros se acaba de marcar el cabrón de Óscar Esquivias. Qué bueno es, el jodío. La madre que lo parió.

sábado, 16 de abril de 2016

El Eco



Hay autores a quienes se puede leer con ciertas “distracciones ambientales” (música de fondo, ruidos exteriores), pero en el caso de Henry James me parece que no es así. Cualquier elemento que perturbe la concentración máxima da al traste con la aprehensión pura del texto. Y no estoy hablando de una obra que sea en extremo compleja desde el punto de vista estructural o impenetrable desde el punto de vista estilístico. En modo alguno. Se trata más bien de una suerte especial de música, que requiere silencio absoluto para que los ojos y el cerebro estén ocupados únicamente en la historia que nos está contando, con sus matices psicológicos y sus movimientos argumentales. Cada palabra, cada cláusula, cada comparación parecen colocadas de un modo milimétrico para que no pueda pasarse sobre ellas de forma distraída o bostezante.
En la novela El Eco ocurre a mi entender de igual modo. Henry James bucea de un modo tan sutil pero tan inquebrantable por las almas de sus protagonistas que los lectores tenemos que realizar un importante esfuerzo para no perdernos los matices de su análisis, los peldaños de su indagación. El argumento es muy fácil seguirlo. Lo haría incluso un adolescente que abriese las páginas de la obra. Pero empaparse de sus mil agudezas y finuras ya es harina de otro costal. Ahí se debe comprometer toda la atención.
Lo que nos cuenta es, en síntesis, sumamente sencillo: el duelo invisible que mantienen el periodista Flack y el rico heredero Probert alrededor de la bella y dulce Francina Dosson, quien se decide sin excesivo entusiasmo por el segundo gracias a las presiones de su hermana, que lo ve como un partido más razonable. Esta pugna entre los dos muchachos, invisible y aceitada por las convenciones sociales y el fair play, se quiebra de modo escandaloso cuando George Flack utiliza los comentarios íntimos que le ha suministrado Francina sobre algunos miembros de la familia Probert y los publica inesperadamente en el periódico El Eco, del que es corresponsal.
Una novela sobre la etiqueta, la hipocresía y los usos sociales de la burguesía, cuyo único fallo es, en mi opinión, que el final ha sido resuelto con brusquedad y demasiada prisa. Todo el detallismo y la lentitud psicológica que Henry James utiliza magistralmente durante la obra se precipitan hacia el vértigo en el momento más inoportuno, introduciendo celeridad y hasta algunas pinceladas de humor donde quizá otros matices hubieran sido más adecuados.

jueves, 14 de abril de 2016

Cada noche, cada noche



En los años que llevo leyendo sus libros, que ya son muchos, no recuerdo jamás haber experimentado la sensación de que Lola López Mondéjar se dejase llevar por la facilidad o por la complacencia. Al contrario, se ha exigido subir en cada obra un peldaño más arriba por el camino de la indagación psicoanalítica, del texto exigente, de la prosa exacta. Después de Mi amor desgraciado (2010) y de La primera vez que no te quiero (2013), que tenían mucha más arquitectura de novelas, publica ahora en el sello Siruela su texto Cada noche, cada noche, en el que circula por caminos más difíciles de etiquetar y donde se aproxima al mito de Lolita en unos términos muy interesantes: Dolores Schiller, la narradora, es una mujer que afronta a sus 57 años un grave problema de salud que la lleva a considerar muy seriamente la posibilidad del suicidio asistido, que desea ultimar en Suiza. Pero antes de abalanzarse por esa tortuosa opción necesita arrojar luz sobre una duda que la corroe: ¿fue su madre, Dolores Haze, la niña que sirvió como nínfula para satisfacer los deseos eróticos del depravado Humbert en la novela Lolita, de Vladimir Nabokov? ¿Proviene de una mujer que fue usada como objeto sexual por un pervertido, que la forzó durante dos años y que, además, ha merecido una extraña indulgencia intelectual después de su infamia? Gracias a las indicaciones que le desliza la princesa  Zolstowski, Dolores Schiller se entera de que Humbert sigue vivo. Y sin vacilar se desplaza hasta la localidad de Montreux, con el objeto de mantener varias entrevistas con el anciano, que le permitan reconstruir todo lo que pasó hace muchos años entre su madre y él.
Cuanto ocurre desde que comienzan a verse y a dialogar Dolores Schiller y el anciano pederasta tendrá que descubrirlo cada lector, pero conviene advertir a quienes decidan sumergirse en las páginas de este libro que la autora no les ofrecerá un texto de fácil intelección, sino unos párrafos profundos y exigentes, unos diálogos donde la mente tiene que esforzarse y donde conocer en profundidad la novela de Nabokov se antoja un requisito casi imprescindible para entender los matices y meandros intelectuales que Lola López Mondéjar le lanzará en sus páginas.
Se encontrará allí con historias de mujeres víctimas de abusos, quebrantadas por la enfermedad, preteridas por los varones que las rodean, silenciadas bajo la losa de mármol de los clichés. Y se le pedirá un esfuerzo enorme para rasgar el velo de los prejuicios y adentrarse en una zona anímica y social pantanosa por la que no resulta agradable deslizar los ojos y la mente.

Absténgase, pues, los lectores cómodos y quienes buscan en los libros jardines de Versalles. Lo que Lola López Mondéjar les pone delante es, como se lee en el inicio de La divina comedia, una selva oscura, en la que hay que penetrar con machete, tragando saliva y dispuestos a enfrentarse a las peores alimañas: las que los seres humanos llevamos dentro.

martes, 12 de abril de 2016

Gamiani o Dos noches de pasión



Provocar es un ejercicio que requiere muchas condiciones. No se trata sólo de ofender con palabras gruesas o con imágenes empapadas de grosería. Se trata de lanzar las pullas con puntería, con estilo y hasta con cierta gracia criminal. Cada uno a su particular manera, lo hicieron escritores como Borges, Umbral, Baroja o Cela. Y es, desde luego, lo que hace Alfred de Musset en las páginas de esta obrita que publica el sello Irreverentes y que tiene a tres personajes como ejes: Alcides (un hombre hambriento de sexo), la condesa Gamiani (experta en los ardides amorosos, centrados en su última etapa en las fricciones tribádicas) y la virginal Fanny (que aún no ha accedido al mundo del deleite, pero que muy pronto será ampliamente instruida por los anteriores).
La auténtica narración comienza cuando la condesa atrapa a Fanny con sus quelíceros amorosos, sin que la muchacha sea consciente del territorio al que está siendo conducida (“Hacían una pareja deliciosa de voluptuo­sidad, de gracia, de lúbrico abandono y tímido pudor. Podría decirse que había caído un ángel en los brazos de una bacante ebria”). A partir de entonces, y salpicando las abundantes y explícitas escenas de sexo, los protagonistas de la acción irán contándose cómo fueron sus primeras experiencias en el mundo del placer: en el caso de Alcides se vio sometido a una ensoñación sacrílega donde aparecían religiosas, símbolos sagrados y hasta algunos demonios (“Una monja desnuda, arrodillada, con la mirada dulcemente perdida como en éxtasis, recibía con mística unción la blanca hostia que le ofrecía en la punta de su tremendo hisopo un gran diablo con báculo y con mitra episcopal caída sobre una oreja”); la veterana Gamiani confiesa que su iniciación lésbica tuvo lugar con la madre superiora de un convento en el que fue acogida, quien le dijo que su primera experiencia sexual había sido con un orangután, prisionero en una jaula y que asomaba por entre los barrotes su miembro enhiesto, de tal suerte que la muchacha fue muy pronto “bestializada, desdoncellada y orangutanada”. Ella misma, la condesa Gamiani, tras ingresar en un convento y participar en sus prolijas orgías nocturnas, fue poseída por un asno.
Como se puede observar (ejem, quiero decir “leer”), el novelista galo no duda a la hora de ponerse estupendo y de cargar sus cañones literarios con toda la pólvora y metralla que cabe en su alma (en la suya y en la del cañón), hasta el extremo de que incluso los lectores menos melindrosos advertirán que muchas de las imágenes han sido elegidas brutal y ostentosamente con el fin de ofender.
Absténgase, por tanto, las personas sensibles. Saldrán heridas del combate.

domingo, 10 de abril de 2016

Huye sin mirar atrás



Es difícil escribir una buena novela juvenil, porque son numerosos los escollos que hay que evitar: el paternalismo, la gracieta, la moralina, el lenguaje ñoño, la estructura facilona, los clichés. Pero al caravaqueño Luis Leante lo que realmente le cuesta mucho trabajo es escribir mal. No hay forma. No le sale. De ahí que piezas como Huye sin mirar atrás no sólo sean espléndidas, sino que reciban el aplauso de críticos tan exigentes como Rosa Durán, Robert Saladrigas o Care Santos quienes, reunidos como jurado, le han otorgado el prestigioso premio Edebé del año 2016.
Si nos acercamos al aspecto argumental, la novela es muy sencilla: su protagonista es Enrique, un chico problemático cuyo padre era policía y murió en acto de servicio. Todos los traumas y duelos sin cerrar que se amontonan en su corazón lo han convertido en un muchacho rebelde, que se lleva fatal con su madre, que ha suspendido dos cursos, que tiene mala fama entre sus profesores y que descarga toda la adrenalina que puede practicando judo. Su vida, que no lleva camino de cambiar en los próximos años, entrará en una nueva fase cuando aparezca por su casa Carlos, un hombre atlético que se dedica a los negocios y que le ha alquilado a la madre una habitación durante quince días. Los problemas surgirán cuando Enrique descubra que el misterioso huésped no se llama Carlos y que tampoco se dedica a los negocios, sino que esconde una identidad y unas motivaciones mucho más inquietantes.
Descendiendo a un nivel más profundo, comprendemos que estamos ante una bildungsroman (y perdón por la pedantería) de soberbia factura, una bellísima novela de aprendizaje en la que todos los personajes descubren nuevas facetas de sí mismos, evolucionan y alcanzan un mayor grado de madurez. Y no hablo solamente de los protagonistas de menor edad, como Enrique o Teisa, sino también de los adultos: Héctor descubrirá que es posible luchar contra los fantasmas, y que las empresas que parecen insignificantes, arriesgadas o quijotescas pueden ser llevadas a buen puerto si perseveramos con fe; la madre de Enrique comprenderá que una vida no tiene por qué quedar resquebrajada después de un golpe traumático, sino que lo importante es sobreponerse, mirar hacia el futuro y descubrir la luz allí donde nos está esperando; Martín es la demostración viva de que quien busca un nuevo principio, lejos de su pasado, puede encontrar la felicidad... Todos los personajes de esta novela se enfrentan a sus particulares monstruos y han de combatir contra ellos para superar sus lágrimas y alzarse vencedores en la batalla. El universo (lo lamento, Coelho) no conspira para que nuestros sueños se cumplan: somos nosotros quienes debemos buscar la victoria a base de perseverancia, entusiasmo y coraje.

En mi libro La voz de los otros, publicado en 2006, escribí que Luis Leante tenía todas las condiciones para publicar en un sello de la categoría y prestigio de Alfaguara, y pocos meses después (2007) ganó el premio de novela que lo llevó hasta allí. Aventuraré ahora otra hipótesis desde esta página, con la ilusión de cosechar el mismo éxito predictivo: creo que el premio Nacional de Literatura no tardará en llegar a sus manos. Pocas personas lo merecen más que él en nuestro país. Lean Huye sin mirar atrás y quedarán convencidos.

viernes, 8 de abril de 2016

Diga treinta y tres



Las personas que, por nuestro trabajo, estamos obligados a tratar con una gran cantidad de personas (profesores, periodistas, abogados) atesoramos un buen caudal de anécdotas que revelan lo mejor y lo peor del espíritu humano: su ingenio, su estupidez, su sensibilidad, su estulticia. José Ignacio de Arana, que es doctor en Medicina y que ejerce como profesor de Pediatría en la universidad Complutense, ha tratado durante su larga trayectoria profesional a miles de pacientes y, como complemento de su trabajo en hospitales, consultas y atención domiciliaria, ha tenido la curiosidad de ir anotando un buen número de anécdotas relacionadas con su trabajo. Uno de sus frutos (que se titula Diga treinta y tres y que está publicado en la editorial Espasa) es memorable. El tomo lleva el subtítulo de “Las anécdotas más divertidas de las consultas médicas”, pero la verdad es que también quedan anotadas otras que bordean las fronteras de la tragedia (cuando habla del maltrato infantil entre las páginas 154 y 158, por citar un solo ejemplo).
Pero esta obra contiene, sobre todo, episodios propicios para la sonrisa y aun la carcajada, por la variedad e hilaridad de los acontecimientos que nos cuenta: aquel paciente que se puso a eructar aplicadamente ante el médico para que éste apreciara la intensidad y el vigor de sus flatulencias (p.38); la nota que le escribió Napoleón Bonaparte a Josefina, al volver de una batalla, con el fin de que la dama estuviera dispuesta para otros combates más eróticos (“Llego en tres días; no te laves”, p.56); el espasmo vaginal que sufrió una criada cuando fue sorprendida por su señora, mientras yacía con el esposo de ésta (p.144); etc.
Pero es que además aprendemos en este tomo algunas nociones básicas de Historia de la Medicina (como que el invento del estetoscopio se debió al pudor que asaltó a Teófilo Laennec cuando tuvo que auscultar a una dama; o la explicación científica de por qué los médicos nos piden que digamos “Treinta y tres” cuando nos colocan el fonendoscopio en el pecho).

En suma, estamos ante un libro agradable, sonriente y curioso, que podemos completar con otros del mismo autor, que inciden en temas similares (como sus espléndidas Historias curiosas de la Medicina) y que revelan la gracia de un fino observador y de un estilista elegante. Absténganse personas sin sentido del humor e hipocondríacos extremos.

miércoles, 6 de abril de 2016

La biblioteca de los libros perdidos



Sabemos que una de las máximas del buen lector, del lector fervoroso, es que ama los libros, y los frecuenta, y necesita tenerlos a escasa distancia de sus ojos y de sus manos; pero el crítico Stuart Kelly ha ido, si cabe, un poco más allá, y ha extendido su devoción y su análisis al conjunto de obras que jamás salieron de la pluma de sus autores, o a aquéllas a las que el azar, la ofuscación o la malicia privó de futuro. O dicho con pocas palabras: ha realizado una aproximación seria y detallada a las obras literarias que no existen, porque fueron quemadas, porque el novelista las perdió o porque el poeta decidió finalmente que no quería plasmarlas en el papel. Stuart Kelly es consciente de que “la historia entera de la literatura era también la historia de la pérdida de la literatura” (p.19), y que su intento de hablarnos de los libros que por ahora no existen (aunque algunos puedan aparecer en el futuro) es “un epitafio y una estela, una biblioteca hipotética y una elegía a lo que podría haber sido” (p.23).
¿Qué escándalos u oscuras revelaciones contenían las Memorias de lord Byron, para que fueran quemadas por su albacea, Thomas Moore? ¿Qué extraño ímpetu religioso motivó que Nikolai Gógol destruyera la 2ª y la 3ª partes de su obra Almas muertas, y que luego se dejara literalmente morir de hambre? ¿Cuál era el argumento de los Trabajos de amor ganados, de William Shakespeare, a los que engulló la sombra? Docenas de ejemplos de ese calibre pueblan las páginas de este volumen interesantísimo, que se lee en algunos tramos como una auténtica novela de misterio, que contiene notables informaciones históricas, biográficas y psicológicas, y que nos habla (sin someterse jamás a los dictámenes de la prosa plúmbea) de las debilidades, flaquezas, manías, traiciones, mezquindades y rarezas de algunos de los escritores más famosos de todos los tiempos.
La única lástima para un lector español es que se adentre tan poco en la historia de nuestros escritores: tan sólo Miguel de Cervantes merece la atención de Kelly, que podría haber extendido la nómina a algunas piezas perdidas de Lope de Vega, al ordenador portátil en el que Juan Manuel de Prada extravió una novela en avanzado estado de gestación y a otras curiosas noticias de nuestras letras.

Pero independientemente de esas observaciones (que ni siquiera llegan a ser quejas, porque la Gran Literatura carece siempre de nacionalidad y hasta de idioma) lo cierto es que La biblioteca de los libros perdidos (publicada por la editorial Paidós gracias a la traducción de Miguel Candel y Marta Pino) se erige como la obra deliciosa y enciclopédica de alguien que refresca nuestro amor por los libros, alma de tinta de la Humanidad.

lunes, 4 de abril de 2016

El hombre del salto



Imaginen a un hombre que, cubierto de polvo y vidrios, tambaleante y confuso, emerge de las ruinas del World Trade Center. Ese hombre se llama Keith y lleva en la mano un maletín que no es suyo. Sus pasos, sin que él lo planee de forma consciente, lo encaminan hacia la casa de Lianne. Ella es su esposa, aunque lo cierto es que llevan algún tiempo separados. Al abrirle la puerta, la mujer comprende que debe dejarlo pasar; y que debe dejar también que se quede durante un tiempo. Sus ojos reflejan el horror, la estupefacción, el abismo. Justin, el hijo del matrimonio, no se encuentra allí en esos momentos y ha podido librarse del espectáculo abominable del 11-S. Durante unos días eternos, lagunosos, descentrados, Keith estudia su vida (es jugador profesional de póker), los tibios escombros de su matrimonio, su propio pasmo. Y comprende que debe volver a la normalidad ejecutando actos que regulen sus horas.
La primera decisión consiste en devolver el maletín a su auténtica dueña, quien resulta ser (lo lee en el interior) una tal Florence Givens, una mujer también zarandeada por la irrupción del terrorismo islámico. Cuando Keith acude a su casa y le entrega el maletín se inicia una terapia de desahogo, comunicación y finalmente sexo, que a ambos los sorprende. Y como telón de fondo para esta y otras historias del libro, la figura enigmática de David Janiak, el Hombre del Salto, una especie de showman apocalíptico o desquiciado que colorea de tragedia la tragedia y que sirve de metáfora para su tiempo.
Don DeLillo, escritor nacido en 1936 y famoso tanto por sus novelas como por sus ensayos, está considerado uno de los baluartes más firmes de la actual narrativa norteamericana, y ha intentado en esta obra dar su aproximación a la tragedia nacional que supuso el ataque terrorista islámico a las famosas Torres Gemelas. Así, las referencias a “los aviones” y a “las torres” son constantes en boca de todos los personajes de la novela, que se mueven entre el desconcierto, el pavor y la necesidad de entender, al menos en sus líneas generales, lo que les está pasando.

Un mundo que se desmorona es difícil de describir, y por eso el lenguaje de esta novela (y los dibujos psicológicos que trata de presentar) se mueve por los cauces de lo inefable. Si la experiencia amorosa y la experiencia no admiten traducción a palabras, algo similar puede pregonarse de la experiencia cataclísmica. Una obra para la reflexión.

sábado, 2 de abril de 2016

La gaviota



Cuatro prodigiosas figuras centran la columna vertebral de La gaviota, de Antón Chéjov: la primera es Irina Arkádina, una actriz de 43 años y fama pretérita, que actualmente vive más apartada del mundillo escénico, instalada en el olimpo de las leyendas vivas; la segunda es su hijo, el temperamental Konstantin Treplev, joven de 25 que se obstina en escribir unas obras de teatro que no provocan sino la burla entre sus allegados, por lo innovador de su textura; la tercera es Nina, una muchacha ingenua que terminará abandonando su confortable vida para lanzarse a la aventura de convertirse en actriz, un experimento que le deparará más amarguras que éxitos; la cuarta es Trigorin, un dramaturgo que es respetado cada día más por los críticos y por los espectadores… 
Como se puede ver, el juego de las cuatro personalidades no puede ser más explosivo: una actriz que se retira y una que empieza; un dramaturgo que fracasa y otro que triunfa. Con esa ardua combinación de caracteres, Antón Chéjov nos llevará de la mano hasta una zona de conflictos muy agria, en la que chirrían entre sí los egos y brotan inquinas, envidias y malas vibraciones, que consiguen despertar en ellos a las bestias que nos esforzamos siempre en esconder en nuestro interior para que no salgan con demasiada virulencia a la superficie. Sutil y profundo, como siempre, el dramaturgo de Taganrog nos coloca ante una serie de movimientos escénicos en apariencia muy sencillos, pero que revelan su carga emocional y simbólica en estratos más profundos, allí donde el alma humana no dispone de disfraces con los que poderse camuflar. El argentino Julio Cortázar lamentaba en uno de sus libros la ruina de toda existencia con palabras que sin duda hubiera firmado el ruso: “Es la conclusión inevitable, haber querido tanto de la vida, buscarle todo su sentido, y descubrir que vamos derecho a un montón de fósforos quemados” (Libro de Manuel).
Los personajes de Antón Chéjov se aproximan a esa certidumbre desde las laderas aparentemente enfrentadas (pero en el fondo complementarias) del triunfo y del fracaso, porque ambos accidentes vitales se acaban resumiendo en la nada triste del apagamiento.