viernes, 4 de diciembre de 2015

Los perezosos



Resulta muy complicado que cuatro manos y dos cerebros sean capaces de trabajar de forma coordinada para hilvanar una novela y que ésta, al final, se mantenga en pie con galanura. Los ingleses Charles Dickens y Wilkie Collins (que fueron grandes amigos y grandes narradores) lo intentaron más de una vez con resultados dispares. Uno de esos proyectos fue la novela que hoy traigo a la página. La titularon The lazy tour of two idle apprentices, aunque la traducción castellana más común ha sido Los perezosos, como ésta que facilita Jordi Gubern para el sello catalán Ediciones B. En síntesis, nos cuenta cómo dos jóvenes holgazanes deciden acometer un viaje sumamente anómalo, en el cual “no tenían intención de dirigirse a ningún sitio en particular, no querían ver nada, no querían conocer nada, no querían aprender nada, no querían hacer nada. Lo único que querían era permanecer ociosos” (p.18). Desde el punto de vista racional, lo más razonable hubiera sido, habida cuenta de su vagancia congénita, mantenerse quietecitos en sus casas; pero un raro impulso los lanza a los caminos... Y en ese deambular van a verse envueltos en algunas aventuras de difícil resumen: escalan una montaña en medio de la niebla, con el consiguiente riesgo de partirse la crisma (de hecho, mister Idle sufre un aparatoso esguince de tobillo a causa de una caída); escuchan la historia de un muchacho que, de un modo fortuito, tiene que hospedarse en una pensión donde lo colocan junto a un cadáver (que luego no es tal, porque acaba reponiéndose de su estado de muerte aparente); visitan un sanatorio mental, donde observan con estupor a un tipo que evalúa muy concentrado el entramado de hilos de una estera; etc. Como es lógico suponer, este molde de “viaje entretenido” era el único capaz de recibir las aportaciones de dos narradores distintos, sin que la estructura se resintiese. Con todo, el resultado es sólo medianamente aceptable. Lo mejor, sin duda, los capítulos donde se observa la huella de Wilkie Collins, que tiende más a la narración pura, sin divagaciones filosóficas que distraigan a los lectores. Y, por encima de cualquier otro aspecto, los fogonazos de humor que se advierten aquí y allá, y que convierten la obra en una apuesta distraída y sonriente. Sirva un único ejemplo para ilustrar tal afirmación: entre las páginas 115 y 123 podemos encontrar la hilarante secuencia en la que mister Idle nos detalla los tres momentos de su vida en que pagó “el error de haber pretendido ser activo” (119): cuando estudió aplicadamente y le dieron un premio (lo que le sirvió para convertirse en un marginado entre sus compañeros); cuando tuvo la ocurrencia de realizar una actividad deportiva y el sudor, al enfriarse, lo hizo tener fiebre; y cuando optó por elegir un oficio adecuado a sus aptitudes (“Dado que la Iglesia no le interesaba, seleccionó adecuadamente la segunda mejor profesión para un holgazán en Inglaterra: la abogacía”, pp.119-120). Un libro que, sin ser brillante, aportará ratos muy amenos a quienes lo frecuenten.

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