viernes, 6 de noviembre de 2015

Los caciques



Siempre he sentido especial afecto por las obras de Carlos Arniches, al que me parece que la historia de la literatura ha tratado con un cierto desdén displicente por el “costumbrismo” de sus piezas y por su humorismo, que a veces incurre en lo pedestre. Pero no creo que nadie que haya leído o visto representada su obra La señorita de Trevélez pueda juzgarlo un autor menor o prescindible.
En febrero de 1920 se estrenó en el Teatro de la Comedia de Madrid una obra de título inequívoco (Los caciques), cuyo argumento se puede condensar en unas pocas líneas: dos personas que acuden al pequeño pueblo de Villalgancio y son confundidas con los inspectores de cuentas que deben evaluar la gestión del ayuntamiento. Don Acisclo, cacique y alcalde, opta por sobornar a los presuntos inspectores para poder seguir haciendo y deshaciendo a sus anchas en las arcas municipales. Ese marco teatral posibilita los golpes cómicos, que se aplican a las más variadas situaciones. Por ejemplo, cuando el alcalde manifiesta su voluntad dictatorial en materia política y espeta: “No hay más que dos partidos políticos, ¡dos!..., porque no quiero confusiones; el miista, que es el mío, y el otrista, que son toos los demás”. O cuando las fuerzas vivas del pueblo se apiñan contra los inspectores que habrán de revisar las cuentas de sus libros (“Unámonos y po­dremos hacer lo que nos dé la gana, que es para lo que se une todo el mundo”). O, en fin, en situaciones cómicas per se sin más intención que provocar la lisa carcajada en los oyentes, como cuando el rimbombante Cazorla se acerca hasta el hotel donde se hospedan los dos forasteros y le pregunta a uno de ellos: “¿Da usted su aquiescencia penetrativa?”. Cachazudo, Pepe replica en el mismo tono, mientras le señala una silla: “Obligérese rom­boideamente en ese adminículo arrellanatorio”.
Pero por debajo de esas escenas de humor late una situación terrible, la del más  crudo caciquismo, que controló y malbarató la vida española durante décadas. Carlos Arniches no deja que la hilaridad emborrone su denuncia, que emerge a la superficie en las palabras del médico del pueblo, otra víctima de don Acisclo y sus adláteres: “Treinta y cinco años, señor, me he pasado de médico titular, de médico rural, luchando siempre  contra el odioso caciquismo, contra un caciquismo bár­baro, agresivo, torturador; contra un caci­quismo que despoja, que aniquila, que envi­lece... y que vive agarrado a estos pueblos co­mo la hiedra a las ruinas... Yo he luchado heroicamente contra él con mi rebeldía, con mis predicaciones; porque yo, que la conoz­co, estoy seguro de que en esta iniquidad con­sentida a la política rural está el origen de la ruina de España”. Y no permitirá que la obra termine sin colocarle un broche de indignación y de acíbar que tuvo que congelar, seguro, las sonrisas de los espectadores con su carga de dinamita: “Los españoles no podremos gritar con alegría "¡Viva España!" hasta que hayamos matado para siempre a los caciques”.

Una pieza memorable, en muchos sentidos.

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