sábado, 10 de octubre de 2015

Muerte de un viajante



“¡Yo no soy un don nadie! ¡Soy Willy Loman!”. Con esas palabras se enfrenta (o se camufla) el viajante otoñal que protagoniza esta pieza de Arthur Miller a su hijo Biff, que pretende abrirle los ojos ante la realidad de su existencia: que tras varias décadas sirviendo a su empresa con fervor, devorando miles y miles de kilómetros en su coche, sonriendo a todos, ilusionándose con la posibilidad de llegar a ser socio y esperando mejoras de sueldo, ahora es un anciano al que le han retirado la confianza, que sobrevive de las comisiones y del que todos quieren desembarazarse como sea. Pero él se niega a aceptarlo. Se aferra a la ilusión de que tiene centenares de amigos y clientes en varios estados del país y que si muriese el funeral sería todo un espectáculo de lágrimas y gratitud. Él es alguien importante. Alguien querido. No es un fracasado.
Los tres seres que forman su familia inmediata son Linda (su abnegada mujer, que lo protege y cuida con una entrega casi religiosa), su hijo Happy (que vive en la casa con ellos y que adora a su hermano) y Biff (antigua promesa deportiva a la que las cosas no le fueron como su padre soñaba, y que ha terminado por convertirse en un muchacho sin un trabajo estable y con un comportamiento social más que discutible).
Willy Loman soñó con que su hijo Biff llegase a ser un ídolo deportivo con un sueldo astronómico y a ello subordinó todo: le reía siempre las gracias cuando éste faltaba a clase en el instituto o parodiaba a sus profesores; tildaba de chiquilladas sus pequeños hurtos; o despreciaba a su sobrino Bernard porque era un empollón, en lugar de ser un atleta como su retoño… Ahora, muchos años después, Biff es un fracasado con motas de rencor (“Nunca he llegado a ninguna parte porque me llenaste tanto la cabeza de pájaros que no puedo aceptar órdenes de nadie”); Willy Loman reconoce ante su jefe que no tiene dónde caerse muerto (“He trabajado treinta y seis años para esta empresa, Howard, ¡y ahora no puedo pagar mi seguro! No puedes comerte la naranja y tirar la piel”); y Linda se mantiene en medio de esta tempestad, ocultando que sabe cosas para no amargar a su esposo, aunque se las exponga con claridad a sus hijos (“Viaja más de mil kilómetros, y cuando llega a su destino nadie le conoce, nadie le da la bien­venida. ¿Y qué pasa por la cabeza de un hombre que recorre mil kilómetros sin ganar un centavo? ¿Por qué no habría de hablar consigo mismo? ¿Por qué no? ¡Tiene que recurrir a Charley, pe­dirle prestados cincuenta dólares a la semana y fingir delante de mí que eso es lo que ha ganado! ¿Hasta cuándo podrá seguir así? ¿Hasta cuándo? ¿Comprendéis qué es lo que estoy esperando aquí sentada? ¿Y me decís que no tiene carácter? ¿Un hombre que no ha dejado de trabajar un solo día por vosotros? ¿Cuándo le van a poner una meda­lla por eso? ¿Es ésta la recompensa?”).
Un oscuro secreto del pasado, que solamente conocen Willy y su hijo Biff y que no comentan jamás con nadie, empaña sus relaciones desde la adolescencia.
Pocas obras teatrales me han conmocionado en mi vida como esta pieza de Arthur Miller, que ya he leído tres o cuatro veces y que he visto en su versión cinematográfica otras tantas.

Para no perdérsela.

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