martes, 29 de septiembre de 2015

Primera memoria



Dicen que una buena parte de lo que somos, pensamos y sentimos procede del mundo de nuestra infancia, ese territorio donde acuñamos mitos, atesoramos recuerdos y fraguamos ideales. En el caso de Matia, la protagonista de Primera memoria, de la barcelonesa Ana María Matute, sin duda es así. La época en que le ha tocado vivir el tránsito de la infancia a la pubertad es especialmente dura (el verano angustioso de 1936) y sus condiciones familiares tampoco son las más indicadas para cruzar esa frontera vital con calma: huérfana de madre, con un padre que se encuentra en el frente y teniendo que vivir en Son Lluch con su autoritaria abuela, su lánguida y amargada tía Emilia y su astuto y manipulador primo Borja. Este último personaje, dibujado con tintas muy cargadas desde el principio de la narración, actúa siempre como un bellaco: roba dinero a sus mayores, controla despóticamente a su preceptor (Lauro, un joven seminarista que tiene unas debilidades carnales que lo han convertido en el perrito faldero de Borja), trata con desdén ambiguo a Matia y, en fin, se convierte en el ángel negro de la novela, por su turbiedad, sus mentiras, su soberbia (es hijo de un coronel que está combatiendo del lado franquista en la península) y su clasismo (cuando se refiere a los pobres de la isla lo hace con altanería inusual para sus pocos años, que le lleva a considerar que esas gentes a las que califica de chusma “tendrán envidia, porque nosotros vivimos decentemente. Están podridos de rencor y de envidia. Nos colgarían a todos, si pudieran”)... Su antagonista moral y casi físico en la novela es Manuel, un muchacho que vive en “el declive” (la zona pobre) pero que muestra siempre en sus palabras y actos una majestad, un autocontrol y una actitud que subyugan a Matia. Más adelante, cuando queda al descubierto quién es en realidad su padre, todo parece que cobra sentido... Con esta novela iniciática, llena de espléndidas descripciones paisajísticas y pinturas psicológicas de alto nivel, la catalana Ana María Matute consiguió el premio Nadal de 1959 y una de sus obras más compactas y perfectas. Con sus adjetivos deliciosamente gráficos (nos habla del “frío verdoso” con el que se anuncia siempre el invierno), con sus adverbios de poderosa textura (de un loro que hay en la casa de Son Lluch se nos dice que era “desesperadamente azul”), con su sólida construcción novelesca (que se dibuja con movimientos hacia adelante y hacia atrás en el tiempo) y con sus frases de rotunda belleza lapidaria (“Casi nunca es azul el cielo”, piensa Matia en un momento de la obra), Ana María Matute demuestra que, como afirmó Francisco Umbral en su Diccionario de Literatura, ella era “la escritora de más calidad narrativa y singularidad” de su generación.

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