martes, 29 de septiembre de 2015

Primera memoria



Dicen que una buena parte de lo que somos, pensamos y sentimos procede del mundo de nuestra infancia, ese territorio donde acuñamos mitos, atesoramos recuerdos y fraguamos ideales. En el caso de Matia, la protagonista de Primera memoria, de la barcelonesa Ana María Matute, sin duda es así. La época en que le ha tocado vivir el tránsito de la infancia a la pubertad es especialmente dura (el verano angustioso de 1936) y sus condiciones familiares tampoco son las más indicadas para cruzar esa frontera vital con calma: huérfana de madre, con un padre que se encuentra en el frente y teniendo que vivir en Son Lluch con su autoritaria abuela, su lánguida y amargada tía Emilia y su astuto y manipulador primo Borja. Este último personaje, dibujado con tintas muy cargadas desde el principio de la narración, actúa siempre como un bellaco: roba dinero a sus mayores, controla despóticamente a su preceptor (Lauro, un joven seminarista que tiene unas debilidades carnales que lo han convertido en el perrito faldero de Borja), trata con desdén ambiguo a Matia y, en fin, se convierte en el ángel negro de la novela, por su turbiedad, sus mentiras, su soberbia (es hijo de un coronel que está combatiendo del lado franquista en la península) y su clasismo (cuando se refiere a los pobres de la isla lo hace con altanería inusual para sus pocos años, que le lleva a considerar que esas gentes a las que califica de chusma “tendrán envidia, porque nosotros vivimos decentemente. Están podridos de rencor y de envidia. Nos colgarían a todos, si pudieran”)... Su antagonista moral y casi físico en la novela es Manuel, un muchacho que vive en “el declive” (la zona pobre) pero que muestra siempre en sus palabras y actos una majestad, un autocontrol y una actitud que subyugan a Matia. Más adelante, cuando queda al descubierto quién es en realidad su padre, todo parece que cobra sentido... Con esta novela iniciática, llena de espléndidas descripciones paisajísticas y pinturas psicológicas de alto nivel, la catalana Ana María Matute consiguió el premio Nadal de 1959 y una de sus obras más compactas y perfectas. Con sus adjetivos deliciosamente gráficos (nos habla del “frío verdoso” con el que se anuncia siempre el invierno), con sus adverbios de poderosa textura (de un loro que hay en la casa de Son Lluch se nos dice que era “desesperadamente azul”), con su sólida construcción novelesca (que se dibuja con movimientos hacia adelante y hacia atrás en el tiempo) y con sus frases de rotunda belleza lapidaria (“Casi nunca es azul el cielo”, piensa Matia en un momento de la obra), Ana María Matute demuestra que, como afirmó Francisco Umbral en su Diccionario de Literatura, ella era “la escritora de más calidad narrativa y singularidad” de su generación.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Ooparts



A las personas que no sienten curiosidad por el mundo de los misterios arqueológicos o que no conocen muchos detalles acerca de sus asombrosos meandros, el término “ooparts” les sonará a chino. Por tanto, convendrá que lo definamos de la forma más simple posible: un oopart en un objeto que, por su asombrosa textura, forma o utilidad, choca con su entorno de un modo flagrante y constituye una anomalía histórica sin explicación. Algo así como descubrir una tablet o unas gafas en un estrato del mesozoico. Los investigadores Juan José Sánchez-Oro (Madrid, 1970) y Chris Aubeck (Londres, 1971) acaban de publicar en el sello Luciérnaga un volumen donde se ofrece abundante información acerca de algunos de estos ooparts.
En la obra se realiza una selección muy cuidadosa de los más célebres, como por ejemplo ese perfecto ejemplar de trilobites que se conserva con una inesperada “huella de zapato” encima; el martillo que se encontró incrustado en una roca del Cretácico; el mapa de Piri Reis, donde aparece dibujada la costa de América antes de que Colón llegase allí; la imposible convivencia de huellas humanas y de dinosaurios en estratos antiguos fosilizados del río Paluxi (en los Estados Unidos); las inauditas figuras de Acámbaro, que representan a algunas especies de dinosaurios en una época en que los indígenas mexicanos ignoraban su existencia; las célebres calaveras de cristal que terminaría popularizando el cineasta Steven Spielberg en una de las aventuras de Indiana Jones; el complejo mecanismo de Antikythera, donde las ruedas dentadas se ensamblan entre sí de un modo enigmático y prodigioso; la losa sepulcral de Palenque (Yucatán), en la que parece contemplarse con nitidez a un astronauta subido en su nave... Los fenómenos extraños y los objetos inexplicables se ordenan y comentan con todo lujo de detalles en este libro.
Pero lo más sorprendente del asunto es que los autores, lejos de dejarse llevar por la típica parafernalia esotérica (que mancha y vuelve ridículos tantos volúmenes infumables de este género), van desmontando uno a uno todos los ooparts, encontrándoles en un 90% de los casos una explicación plausible con razones históricas, artísticas o científicas. No se trata, en absoluto, de negar la existencia de fenómenos u objetos inexplicables, sino de insistir en que para dar por bueno un oopart “deberíamos contar con pruebas de calidad. Lo contrario obliga a caminar siempre por el peligroso alambre de la pura especulación o la libre interpretación, donde acostumbran a pasear, también, muchos funambulistas de la verdad” (página 111).

La parte final del tomo me ha parecido especialmente llamativa, porque muestra ejemplos de ooparts que, no siendo tan conocidos, desafían aún las explicaciones ofrecidas por el siglo XXI, como ese pilar de hierro de siete metros de altura que se yergue en las inmediaciones de Nueva Delhi desde hace mil años y que no presenta signo alguno de oxidación; o ese acero de Damasco cuya composición química ha sido un auténtico quebradero de cabeza para los especialistas durante centenares de años; o el misterioso vaso de Licurgo, que no ha sido explicado sino muy recientemente, gracias a la nanotecnología. ¿Cómo es posible que personas de hace siglos, con unos conocimientos técnicos que suponemos rudimentarios, pudieran concebir y llevar a la práctica esos objetos inigualables? Libros como éste nos ayudan a mantener la mente siempre abierta.

viernes, 25 de septiembre de 2015

La pasión



Anatole France, en el capítulo XVII de su casi olvidado libro El jardín de Epicuro, explicó que “si se mata la pasión, se mata con ella todo”. Y tan luminoso aserto es el que parece guiar la existencia de los personajes principales de esta obra: Henri, un chico pobre de baja estatura que, saliendo de un poblacho más bien insignificante de la Francia rural, termina sirviendo de camarero a Napoléon Bonaparte (que adora su habilidad para preparar el pollo y su escasa altura, y que le permite mirarlo desde arriba); y Villanelle, la hija de un barquero veneciano, que nace con los dedos de los pies unidos por una membrana (como los ánades), la cual se enamora de otra mujer y que acaba trabajando como prostituta con los soldados imperiales.
Sus dos historias, aparentemente tan distanciadas, acaban por unirse. Henri, después de haber sentido una enorme pasión acrítica por Bonaparte, similar a la que sintieron los demás franceses de su tiempo (“Estamos enamorados de él”, indica explícitamente en la página 20), comprende que su megalomanía los lleva de guerra en guerra, sin que nunca lleguen a nada, y acaba desertando de sus ejércitos durante la campaña de Rusia (en el año 1813). Villanelle, una vez entregado y perdido su corazón ante la dama de sus sueños (que está casada con un anticuario), contrae matrimonio con un hombre violento e indeseable, que la venderá al general Murat para que la use de “visitadora” con sus hombres. Ambos acabarán huyendo juntos, y cruzarán media Europa a pie, hasta llegar a Venecia, donde se refugian en la casa de los padres de Villanelle. Y será entonces cuando, inesperadamente, sus vidas alcancen su mayor grado de dolor y de peligro.
La novela contiene deliciosos episodios de humor (por ejemplo, cuando nos refiere entre las páginas 64 y 65 la curiosa historia teológica en virtud de la cual se sugiere que Dios violó a la Virgen, porque prácticamente no le dio opción para elegir. Y que por eso ella escucha hoy con más amor a las mujeres que a los hombres), pero también algunas frases donde brillan la filosofía (“Hablar de felicidad es como intentar atrapar el viento. Es mucho más fácil dejar que nos envuelva”, pág. 44), la psicología (“¿Importa con quién se pierde cuando uno pierde?”, pág. 68), la sociología (“Los vencedores pierden cuando se hartan de ganar”, pág.184), o donde se llega incluso al aforismo lírico (“La vida es un idioma extranjero”, pág.100).

Jeanette Winterson publicó La pasión en el año 1987, y ahora la editorial Lumen, dos décadas después, nos ofrece la obra en la traducción de Elena Rius, en un formato manejable y de hermosa presentación. Aceptemos la pauta central de la obra (“El hombre no puede existir sin pasión”, pág.107) y sumerjámonos en la lectura con todo nuestro entusiasmo.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Zarangollo de murcianos



Entre las virtudes y defectos que los habitantes de esta tierra atesoramos (y que Santiago Delgado acaba de detallar con ingenio, humor y buena prosa en su libro Zarangollo de murcianos) figura, en principalísimo lugar, la presbicia. Y es probable que de ahí deriven todos los demás elementos constituyentes nuestra idiosincrasia. Los murcianos somos, quiérase reconocer o no, présbites. Esto es: nos mostramos más bien renuentes a la hora de otorgar valía a lo que tenemos cerca, quizá porque nuestros ojos no son capaces de enfocarlo de manera adecuada. El autor nos dice en este libro que no valoramos a nuestros escritores hasta que son reconocidos fuera (y cita los casos de Luis Leante y Marta Zafrilla, ambos consagrados en 2007); que no nos enorgullecemos de nuestros inventores (Peral, De la Cierva); y que hasta incurrimos en la desidia de ignorar los pormenores de nuestra historia regional (¿cuántos murcianos podrían decir quiénes fueron El Ricotí, Ibn Jattab o Cristóbal Sánchez de Amoraga?). Pero no lo hace con acrimonia, ni con acento bilioso, sino con calma analítica, como si nos dijera: “Esto es lo que hay, y poco arreglo tiene el asunto”.
En todo caso, lo que resulta innegable es que este zarangollo secular que Santiago Delgado pone bajo la lente del microscopio (y que no se publica en nuestra región, sino con el sello andaluz Almuzara), admitía muchas formas de ser diseccionado; y él ha elegido, creo, la más inteligente: un acercamiento simpático, atrabiliario, subjetivo y envuelto con una prosa chispeante, donde no faltan las observaciones y anécdotas graciosas (acúdase, por ejemplo, al episodio de la página 36, en el que vemos cómo Dámaso Alonso comió en Murcia paparajotes, sin que nadie tuviera la precaución o la cortesía de avisarle de que la hoja no conviene ingerirla), pero donde tampoco siente rubor a la hora de proclamar ideas que puedan resultar incómodas, sobre todo en ciertas controversias entre murcianos y cartageneros (“Si los méritos históricos fuesen los preponderantes para ejercer derecho a capitalidad y proporcionar nombre a territorios, habría que trasladar la capitalidad de España a Atapuerca”, página 95).
Santiago Delgado, uno de los escritores más versátiles de nuestra literatura, opina sobre la cansera, sobre los poemas infamantes o burlescos que los habitantes de cada pueblo dedican a los del pueblo vecino, sobre el panocho y sobre mil temas más. No, desde luego, con la voluntad de ofrecer respuestas, que es tarea de soberbios, sino con la intención de disipar algunas nieblas (“Estamos aquí para cercar el enigma, no para resolverlo”, página 57). Y lo hace con una gracia extraordinaria y con una secuencia de “diapositivas históricas” que sorprenderán a algunos, agradarán a muchos y maravillarán a todos. Lean esta “Patafísica de los habitantes de la Región de Murcia” (así reza el subtítulo de la obra). Me agradecerán el consejo.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Aprender a irse



Bartleby era, como muchos de los lectores sabrán, un personaje literario de alta envergadura que, aquejado por una cierta displicencia vital, declinaba todo acceso de entusiasmo y pronunciaba, ante cada requerimiento que le lanzaban para que abandonase su abulia, una célebre sentencia: “Preferiría no hacerlo”. Y ése fue el seudónimo que eligió el poeta José Fernández de la Sota (Bilbao, 1960) para presentar su excelente obra Aprender a irse al XIV Premio Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”. El tomo se alzó con el codiciado trofeo lírico. Y la editorial Hiperión lo publicó con el número 548 de su excelente catálogo.
Pero que nadie se llame a engaño con la elección del seudónimo, porque Fernández de la Sota no nos entrega en estos poemas un manifiesto decaído, ni un manual de descreencias (como habría dicho mi profesor Pepe Perona), sino todo lo contrario: un haz de propuestas esperanzadoras, de desgarrones de luz, de músicas tejidas con palabras, de homenajes implícitos y explícitos a grandes poetas por los que siente devoción (Vicente Aleixandre, Ezra Pound, Pere Gimferrer, Juan Panero). Así los lectores nos encontramos con toda suerte de flexiones líricas: desde textos donde rinde un tributo de amor a sus padres (“Desde tus manos” o “Cuando ahincabas el paso”) hasta meditaciones acodado en el mostrador de un local nocturno (“Abando y barra”), pasando por deliciosos experimentos musicales, donde la levedad de las rimas barniza el poema de pentagramas invisibles (“Puente de metal”), o por evidentes intertextualidades, cuya paternidad el poeta no declara, pero que detectará cualquier conocedor de la poesía española del siglo XX.
Boris Vian, en un poemario que llevaba por título No quisiera morir y que también publicó la editorial Hiperión (en 2003), afirmaba con cierta sorna y con elegante sarcasmo que “los poetas son muy tontos: escriben para comenzar”. Y la frase, que es mucho más profunda de lo que en principio pudiera creerse, sirve sin duda para definir esta propuesta lírica de José Fernández de la Sota. La obra Aprender a irse es un memorándum autobiográfico donde el poeta nos hace entrega de sus meditaciones, sus ilusiones, sus ideas, sus filias y sus fobias; donde nos desnuda el alma con la limpieza con que sólo saben hacerlo los poetas de verdad; y donde nos demuestra que con ese viejo instrumento llamado “palabra” aún es posible construir palacios emocionales.

“En esta tierra debe estar pasando un oscuro milagro”, nos dice en una de las páginas del libro. Y es verdad. El milagro se llama autenticidad. El milagro se llama poesía. El milagro se llama un hombre que se coloca ante un papel y que no tiene rubor en desnudarse, decirse, pensar y comunicar. El milagro de la poesía es, siempre, que una voz consiga convertirse en Voz.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Los días frágiles



Sabemos muchas cosas de Arthur Rimbaud, pero quizá no sepamos la más importante: quién fue. La Historia de la Literatura nos ha informado de sus versos, de su extraña derivación vital (que lo hizo abandonar el mundo de la poesía para dedicarse a extraños comercios ilícitos en África, rodeado de desiertos, rufianes, sol abrasador y armas) y de su influjo sobre los escritores que vinieron después, que se empaparon con sus propuestas rompedoras. Pero nos sigue quedando sin abrir la almendra última, el núcleo, lo que podría llamar el “misterio Rimbaud”: qué ráfagas de fuego cruzaron su alma, qué tensiones inauditas lo zarandearon, qué vértigos lo alzaron y lo hicieron caer, consumido por la crueldad de la gangrena (le fue extirpada una pierna en sus últimos meses, postrándolo —a él, precisamente a é, el viajero compulsivo— en su cama familiar, que odió desde la adolescencia).
El novelista francés Philippe Besson ha visto ahora publicada en español, con el sello Alianza Editorial, su obra “Los días frágiles” (traducción de Manuel Talens). Y conviene decir desde el principio que es una propuesta interesantísima y de agradable lectura, porque nos presenta sus últimos seis meses de vida (de mayo a noviembre de 1891) narrados por su hermana Isabelle, que lo atiende con enorme solicitud en su lecho de enfermo. A través de las páginas de su diario, Isabelle nos va explicando cómo Arthur fue siempre un chico difícil, malhablado, provocador, cínico e iconoclasta; y cómo esa actitud provocó el distanciamiento con su madre, una mujer áspera, religiosa y propensa al silencio y la frialdad. Ahora, Isabelle debe comportarse como hermana, confidente, enfermera e incluso lectora, para distraer su larga postración. Curiosamente, Rimbaud, alejado para siempre de los vaivenes de la lírica, odia que ella le lea versos (“Maldice cuando le propongo poesía. Me grita que se niega a escuchar semejantes pamplinas. La poesía lo exaspera, lo vuelve casi furioso. Supongo que al dar rienda suelta a una cólera así reacciona contra su pasado”, p.101).
Durante seis meses, Isabelle aguantará las iras y las confesiones de Arthur, escuchará sus lamentos, enjugará sus lágrimas, intentará menguar su ateísmo, le escuchará los mayores desgarros (como cuando le explica, entre las páginas 108 y 110, que todo lo que cuenta en su poema “El corazón torturado” ocurrió realmente: unos soldados lo violaron cuando tenía 16 años). Isabelle, estremecida pero fiel, sabe que debe dejar cumplida anotación de todo lo que su hermano le transmite ("Este diario, en el fondo, sólo sirve para eso: para conservar la huella de lo que fue en el momento de dejar este mundo. Quiero ser honrada, no omitir nada, conservar sus palabras exactas", p.172).

Amor, dulzura, laceraciones íntimas, recuerdos abruptos, desavenencias familiares, ajustes de cuentas, éxtasis vital. Todo cabe en este libro excelente, que gustará a los aficionados a la buena literatura.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Las voces de Setenil



En una antología de versos de Lope de Vega que se publicó hace un tercio de siglo (Poesías líricas, Espasa-Calpe, Madrid, 1984) aparece una de esas raras y hermosas afirmaciones que el Fénix de los Ingenios prodigaba de vez en cuando, y que anonadan por su lucidez: “A veces, los lugares son historias”. Y esa línea parece seguir Santa Cruz García Piqueras en su libro de relatos Las voces de Setenil, editado por el ayuntamiento de Molina de Segura, donde observamos el desarrollo de trece cuentos que se construyen alrededor de un mismo lugar (la fuente Setenil), en distintos instantes del tiempo (desde el año 8000 a.C. hasta la actualidad).
Llama la atención primeramente la perfección estilística que el autor logra en estas páginas, demostrando que no sólo es un avezado observador de su entorno sino también un fino y cuajado narrador, que sabe manejar los resortes del género y los manipula con solvencia y energía. Cada cuento de este volumen te mantiene absorto, y te instala sólida y creíblemente en el período histórico que pretende mostrar, de tal suerte que comenzaremos acompañando a la aspirante a curandera T’Enil, mientras sana a un cromañón de la tribu rival (I); nos compadeceremos de la amarga historia del tullido Arug, que ha de resignarse tanto a sus limitaciones físicas como a la pérdida del amor (II); seremos testigos de cómo el conde Todmir idea un plan para salvar su reino (V); nos indignaremos con la injusta expulsión de los moriscos, decretada por el débil rey Felipe III, manipulado por la codicia de sus hombres de confianza (VIII); sentiremos el calor de un incendio prodigiosamente contado, que asoló Molina en abril de 1780 (XI); asistiremos a la angustia de la joven María, una muchacha que se pondrá de parto en la Nochebuena de 1858, al mismo tiempo que se estrella un meteorito en la zona de Campotéjar (XII); o, en fin, concluiremos el volumen dejando que Santa Cruz García Piqueras elabore un relato final en primera persona, ambientado en los tiempos actuales (XIII).
Como nexo de unión de todas estas historias, espléndidamente contadas y deliciosamente aderezadas desde el punto de vista literario, está la fuente Setenil, un paraje perfumado por una maldición (puesta en marcha por el ibero Mandonio, asesinado en sus aguas), y que es, sucesivamente, refugio para enamorados, lugar de protección contra una epidemia de peste negra, y hasta inesperado paritorio. La mención constante de este lugar hilvana varias de las narraciones del libro, y aproxima la obra a la noción lata de ‘novela’.
Gran prosista, Santa Cruz García Piqueras.

martes, 15 de septiembre de 2015

Sin camino



En ocasiones, una primera novela no parece una novela inicial, y me da la impresión de que ése es el caso de Sin camino, del yeclano José Luis Castillo-Puche. Tiene de primera novela, eso sí, el caudal autobiográfico que la nutre, y también un notorio clasicismo en la forma. Pero poco más. Ni sus atrevimientos argumentales, ni su profundidad psicológica, ni la riqueza inusitada de sus símbolos, ni el firmísimo pulso con el que está escrita revelan la juventud ni la bisoñez de su compositor.
Dicho en pocas palabras, podríamos resumir que la obra trata de un seminarista llamado Enrique, que va perdiendo poco a poco las energías de su vocación religiosa, y que tras sufrir una época tormentosa de dudas y de asechanzas intelectuales y sensuales, se acaba rindiendo y abandona el seminario. Es, pues, como en su día indicaron con acierto los profesores Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco, una “maduración de la disidencia”; o como escribió en el prólogo en propio novelista, “una especie de alegato generacional frente al fallo de la educación eclesiástica y al fraude, la cobardía y el engaño de tantas conductas dentro del seminario [...]; una especie de acta de acusación contra la hipocresía, la ruina moral y la rutina que se vivían, sin fe auténtica, sin verdadera entrega y sin verdadero amor, en los seminarios”.
Pero es que la podredumbre falsaria que respira dentro de aquellos muros no es su único problema, porque desde el mundo exterior las cosas no se le plantean con mejor cara: su madre le escribe enfervorizadas misivas donde le hace saber que un hijo sacerdote sería la bendición de su ancianidad; su primo Alfredo no para de susurrarle que Isabel (la chica de la que estaba enamorado antes de su ingreso en Comillas) sigue suspirando por sus huesos; y hay una muchacha llamada Inés que atrae, cada vez con mayor intensidad, las miradas del joven. No es extraño que, con este manojo de presiones, el zarandeado espíritu juvenil de Enrique siga exclamando que “está harto de fingir y de luchar”.
El túnel por el que avanza Enrique se le va volviendo claustrofóbico conforme circula por él, aunque cuando entró en el mundo de la religión pensaba que todo iba a ser luz espaciosa en su interior.

Una novela estupenda sobre torturas interiores, sobre erosiones de la fe (resulta imposible no relacionarla con Pepita Jiménez, de Juan Valera) y sobre el modo en que un joven debe elegir entre dos líneas de fuerza que tiran de él. Admirable.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Ávidas pretensiones



Desde que el maravilloso Eduardo Mendoza dio el intrépido salto que lo adentraba en el mundo de la narrativa de humor (sin apartarse ni un milímetro de la calidad literaria) no había tenido ocasión de leer a ningún otro escritor español que abordara el mismo proceso con tan excelentes resultados como los que ha obtenido el donostiarra Fernando Aramburu con Ávidas pretensiones, que le sirvió para que un jurado compuesto por José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer, Elena Ramírez, Carme Riera y el propio Eduardo Mendoza le concedieran  el premio Biblioteca Breve 2014, convocado por la mítica editorial Seix Barral.
El cuadro que nos dibuja Aramburu en sus páginas es, simplemente, descacharrante: un variopinto grupo de poetas han sido convocados por José Manuel Agüero en un convento situado en Morilla del Pinar para celebrar allí unas Jornadas Poéticas. Cargado cada uno de ellos con sus rencores, sus fobias, sus excentricidades, sus frustraciones, sus envidias, sus vanaglorias, sus publicaciones y sus mezquindades, va instalándose en la habitación que le corresponde: un poeta ciego y de edad avanzada, que viene acompañado por una bellísima y juvenil admiradora, que le sirve de lazarillo dentro y fuera de la cama; una poeta histérica y que tiende a la depresión endógena desde que su hija murió en un atentado; un catedrático infuloso que pronuncia la conferencia de apertura en medio del desdén general; dos poetas lesbianas que reivindican su sexualidad de forma explícita y que provocan el escándalo en la pequeña población rural donde se instalan; un poeta que, tras ingerir por boutade unos hongos silvestres, se pasa todas las jornadas con una diarrea descomunal, que lo mantiene alejado del resto de sus compañeros; una poeta que, despechada por no haber sido incluida en la antología de autores que prepara otro de los asistentes, le provoca destrozos tremebundos en el ordenador y hasta en su ropa; un vate jovencito que pierde dos dientes por defender el honor de una de sus compañeras...
Pero aparte de sus hilarantes personajes y de sus fantásticas secuencias narrativas (recomiendo detenerse especialmente en una de ellas: cuando Susana y Conchita, las dos poetas lesbianas que mencionaba antes, se dedican a calentar a unos mozarrones del pueblo para conseguir que las inviten a comer y beber, con la esperanza de organizar luego una orgía con ambas), conviene que se resalte el aspecto literario de la obra, porque Aramburu ha inyectado casi en cada página citas encubiertas de otros autores, anécdotas que los aficionados a los libros identifican con nitidez, ironías estimables, parodias que valen su peso en oro y recursos retóricos que provocan admiración y sonrisas (un ejemplo bastará: nos dice que el poeta Tadeo Balboa “vocalizaba como un exprimidor de limones” y que leía sus versos “con la misma gracia, encanto e intensidad que la tapa de un ataúd”).

¿Retrato de las estulticias, bobadas y felonías de muchos poetas españoles, que resultan fácilmente reconocibles, aunque los nombres y algunos de los rasgos hayan sido manipulados con habilidad y cortesía? No cabe duda. Pero ante todo nos encontramos ante una espléndida novela, donde el animus jocandi se convierte en principio rector y donde los lectores, conocedores del mundillo lírico o ajenos a él, disfrutarán como enanos con la excelente trama que Fernando Aramburu ha preparado para ellos. Aplauso puesto en pie.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Diario del Nautilus



Recuerdo que la primera vez que leí las páginas de Diario del Nautilus (allá por 1992, más o menos) me sorprendió el cuidado extremo que aquel muchacho de Úbeda ponía en cada adjetivo, en cada sustantivo, en el ritmo de cada frase, en la elección de las citas literarias. Y me sorprendió, fundamentalmente, porque aquellas hojas estaban destinadas a aparecer, no en la editorial Planeta, ni en el suplemento de libros de ABC, ni en sitios similares, sino en un simple periódico de Granada. Muy poca gente (casi nadie, en realidad) se habría impuesto a sí mismo tales molestias estilísticas para un escaparate tan modesto. Pero es que Antonio Muñoz Molina, desde el principio de su trayectoria, fue consciente de que la perfección literaria hay que labrársela cuidando al milímetro cada párrafo que vaya a aparecer sobre tu firma.
Por eso, los artículos de Diario del Nautilus son tan hermosos, tan elegantes, tan esféricos, tan marmóreos. Carecen de fisuras y puntos débiles. A veces nos habla de muchachas francesas que quieren ser fecundadas con el semen que dejó congelado su marido muerto; de la osadía que desplegó Julio Iglesias a la hora de versionar el mítico tema de la película Casablanca (y contra quien pide represalias: “Al fin y al cabo, dicen , las villas con piscina de Miami Beach son extremadamente vulnerables desde el mar”, p.20); de la triste amnesia que desbarató la mente de María Teresa León, pareja de Rafael Alberti, durante sus últimos tiempos; del desgarro que ha sentido al enterarse de la muerte de Julio Cortázar; de las maravillas sin fin que pueden pregonarse del Ulises de James Joyce... En el fondo, el tema no deja de ser en estos escritos un aspecto más bien secundario, porque lo importante es, siempre, el primor formal, rítmico, que Antonio Muñoz Molina se obstina en imprimir a cada frase.
Y luego, como sustrato, las erudiciones literarias del autor jienense, siempre oportunas y expresadas con tino y humildad: Poe, Quevedo, Cocteau, Neruda, García Lorca, Mary Shelley, Verne, Bécquer, Homero, Defoe, Cunqueiro, Aub, Cervantes, Borges, Góngora, Lovecraft...

El genio estaba ya presente desde sus primeros libros.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Diccionario de Literatura



Es evidente que a Paco Umbral no iban a encargarle (ni él hubiera redactado) un diccionario normal, académico, riguroso, objetivo, aséptico. Resulta evidente que los encargos no los desdeñaba (varias veces escribió que la mejor literatura era la de encargo), pero desde luego los coloreaba siempre con los tintes que él consideraba oportunos. Así que adentrarse en este Diccionario de Literatura supone admitir como punto de partida la arbitrariedad, el tono iconoclasta, los juicios subjetivos, las crueldades y hasta las salvajadas. Como es natural, no se va a estar de acuerdo con el escritor vallisoletano en todas sus afirmaciones, pero se las puede leer sabiendo que proceden de alguien que ha leído mucho, ha conocido en persona a casi todos los diseccionados y alcanza en ocasiones “un juicio exacto y asesino”, como me parece que él decía de Juan Ramón Jiménez en otro libro suyo.
En medio de toda esta selva de improperios, puñaladas traperas, ironías más bien sangrantes, desprecios y algún que otro elogio (son minoría, como los que tributa a Miguel Delibes, Fernán-Gómez, García Márquez, José Hierro o Martín Prieto), Umbral construye un territorio de ciénaga en el que pocos sobreviven y que, además, no era ni siquiera estable: tan pronto consideraba a Camilo José Cela uno de sus maestros como despotricaba de él; tan pronto juzgaba a Juan Manuel de Prada como la gran esperanza blanca de la estilística española como lo zahería unos años después con saña virulenta...
Extractar lo más interesante del volumen es tarea también arbitraria, porque cada persona que lea el libro tendrá sus particulares intereses y, por tanto, sus particulares focos de atracción. Ensayaré, pues, mi propio resumen alrededor de algunos nombres propios: Carlos Barral (“Poeta malo que lo sabía y bebía para olvidarlo. Prosista infame que no acierta un solo adjetivo”), Jorge Luis Borges (“Maestro absoluto y siempre”), Ramón Eugenio de Goicoechea (“Se dice que intentó suicidarse arrojándose al paso de una procesión”)... o el punto triste que le brota cuando, hablando de la forma en que su hijo quería a Manu Leguineche, escribe: “No cito jamás a un ser sagrado y fugaz que hoy he citado aquí por él” (p.143). Se refiere a su hijo, muerto terriblemente cuando todavía era un “soldadito rubio” que daba luz a su vida, y al que dedica Mortal y rosa, uno de los libros más estremecedores de la literatura española reciente.

Cuando era joven me gustaba mucho Paco Umbral, me apuntaba sus boutades y le tributaba una admiración devota. Luego me pasó con Risto Mejide y con los capítulos televisivos del doctor House; ahora que he brincado el ecuador de mi vida (como lector y como ser humano) me siento mucho más distante de las borderías, los tajos inmisericordes, las prepotencias y demás basuras. Pero sigo leyendo y releyendo a Umbral porque entiendo que se trata de un maestro del idioma, una alfaguara de creatividad, un géiser de adjetivos y metáforas. No lo admiro ya personalmente, pero qué le vamos a hacer. Nadie es perfecto.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Geografías



Continúo con las relecturas de mis libros de juventud. Ahora retorno a las bellas y tristes Geografías de Mario Benedetti, un breve, hermoso, decantado librito donde el espléndido poeta uruguayo nos suministra reflexiones sabias y serenas sobre los oleajes anímicos del exilio, sobre las ilusiones que debemos mantener a salvo de la erosión de los días y sobre el amor como coraza, esqueleto o salvoconducto. En medio, salpicando todas las páginas, nos encontramos con los versos más dispares: en algunos brilla el humor (“Quiero morir de siesta”); en otros se nos facilita una sentencia de inequívoco espíritu filosófico (“Nacer es un atajo / que conduce hasta el azar”); en otros lamenta que el mundo actual nos haya eliminado los matices y las variaciones (“Nos suspendieron el derecho a la tibieza”), nos desliza interrogantes que estremecen la piel (“¿Recordaremos siempre no olvidar?”), nos invita a un gozoso carpe diem continuo (“Vamos a reponer lo mucho que perdimos / vamos a aprovechar lo poco que nos queda”), nos obliga a reflexionar sobre la mendacidad de algunas hipérboles (“Hay tanto siempre que no llega nunca”) o, en fin, nos devuelve la dignidad intacta de la que no debemos abdicar indicándonos que “todos estamos rotos pero enteros”.
Adoro la obra lírica de Mario Benedetti, incluso cuando me doy cuenta de que la intervención de Joan Manuel Serrat mejoró textos como “La buena tiniebla”, que se convirtió en la canción “Una mujer desnuda y en lo oscuro”, superior al poema.

Es más: creo que adorar a Benedetti es una obligación estética.

sábado, 5 de septiembre de 2015

El viejo y el mar



Nunca me ha gustado mucho Ernest Hemingway, para qué voy a decir otra cosa. No pertenece, ni de lejos, al grupo de mis escritores más amados. Lo intenté con Fiesta y me aburrí. Lo intenté con Al otro lado del río y entre los árboles y me volvió a defraudar. Así que lo puse entre paréntesis. Pero El viejo y el mar sí que me resultó una lectura agradable, desde el principio. Por eso la traigo aquí.
“Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”. No sé a ustedes, pero a mí siempre me ha parecido que éste es un comienzo como de fábula infantil o de apólogo oriental. Con apenas dos docenas de palabras nos informa de una enorme cantidad de datos que luego irán cobrando importancia en la novela: la vejez del protagonista, su profesión, su soledad, su localización geográfica, su largo fracaso en la pesca... Nuestro protagonista se llama (pronto lo descubriremos) Santiago. No se antoja un nombre casual. Santiago el Mayor (quizá lo recuerden ustedes) fue un famoso pescador de la Biblia. Lo menciona san Marcos, lo menciona san Lucas. Fue uno de los primeros en recibir el llamamiento de Jesús para que se convirtiera a la nueva fe. Su nombre ha quedado como sinónimo de pescador, junto al de Pedro. Y no será la única referencia al mundo cristiano, en un libro que está plagado de ellas (cuando el viejo está a punto de desfallecer, en su lucha contra los tiburones que lo acosan, Hemingway nos dice que soltó un “ay” y luego anota: “No hay equivalente para esta exclamación. Quizá sea tan sólo un ruido, como el que pueda emitir un hombre, de forma involuntaria, mientras siente unos clavos atravesar sus manos y penetrar en la madera”. Está aludiendo, como es obvio, a Jesús de Nazaret, al ser clavado a la cruz).
El pobre viejo, que en opinión de quienes le rodean está salao (o sea, que tiene el gafe), decide salir solo con su barca, adentrarse en el océano y tratar de pescar sin ayudas al Gran Pez que los haga comprender su error. Se trata, por tanto, de una lucha de honor, de un combate metafórico, de un reto que Santiago afronta como un ejercicio de pundonor. Poco importa en estas páginas que capture o no al animal, sino el proceso, el duelo, el diálogo entre ambos. En mi edición de la obra el pez pica el anzuelo en la página 47 y muere en la página 111. Es decir, un total de 64 páginas de persecución: son muchas, si tenemos en cuenta que el libro tiene 130. Es obviamente más interesante el proceso que el final. El viejo tiene la ilusión de capturar a ese pez. Es su objetivo de vida. Y finalmente, cuando lo logra, carece de importancia que los demás lo ensalcen o lo consideren un héroe o un superhombre. Él ha cumplido su misión. Es lo que pretendía.
En este libro se nos habla de la importancia de tener una meta y de luchar para conseguirla. Con coraje, con ideales, con honor.

Si no la han leído aún, prueben. Creo que les convencerá.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Creación y memoria



De los grandes estudiosos de la poesía española (y sin duda el catedrático Francisco Javier Díez de Revenga figura en esa primera línea excelente) siempre cabe esperar volúmenes que enriquezcan nuestro conocimiento. Es lo que ocurre con Creación y memoria, una colección de escritos de José García Nieto y Gerardo Diego donde los dos poetas (ambos miembros de la Real Academia Española y ganadores del premio Cervantes) se observan el uno al otro, se analizan, se comentan y se elogian. Las dos fundaciones que llevan sus nombres colaboran en este tomo, que publica el sello Anthropos y que brilla por las descomunales erudiciones, siempre sorprendentes y crecientes, del editor... Leemos en estas páginas cómo Gerardo Diego constata que “una constante floración de revistas irrumpe por todos los jardines poéticos de España” (p.3), y entre ellas destaca la célebre Garcilaso, cuyo director es José García Nieto, quien fulge por “la diplomacia, el buen gusto y el equilibrio conjugador” (p.4). De ahí que se le pueda considerar con justicia como “nieto de Garcilaso” (p.6), “dueño de una seria elegancia” (p.7) que lo convierte en un “perfecto poeta” (p.22)... Por su parte, el ovetense aplaude como “acertadísima” (p.30) la elección de Gerardo Diego como académico y considera que en el panorama de la lírica nacional hay “pocos poetas tan necesarios, tan naturales” (p.37), porque resulta evidente que “entronca rigurosamente con esa serie de escritores que dan seriedad y fortaleza a nuestras letras” (p.41). En todo momento muestra su más rendida admiración personal y literaria por “el humano, el divino, el creacionista, el clásico, el libérrimo, el sumiso, el absoluto, el terrenal, el testigo, el delirante Gerardo Diego” (p.43), a quien considera “gloria ya de nuestro siglo” (p.51), porque a su condición de poeta excelso une la de “prosista inigualable” (p.62)... Esta rica colección de escritos se completa con un cuidado epistolario (que ocupa casi treinta páginas del volumen), con unos poemas (sólo dos de Gerardo Diego, por una docena del ovetense) y con dieciséis fotografías delicadamente escogidas donde se puede ver a ambos escritores en el Café Gijón, en una recepción de Adonais o en congresos de poesía... En suma, un volumen francamente curioso e interesante, donde podemos sentirnos más cerca de estos dos magníficos poetas gracias a la labor investigadora y unificadora del profesor Francisco Javier Díez de Revenga, uno de los ensayistas más laboriosos y eficaces del panorama nacional.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Confesiones de un bribón



Nos lo dice el personaje protagonista en la página 7, con un desparpajo rayano en la petulancia: “Voy a ver si puedo escribir algo acerca de mí mismo. Mi vida ha sido bastante singular”. Y desde luego no exagera ni siquiera un punto. No es que haya matado a nadie, o incurrido en viajes desaforados, o participado en acciones de gran trascendencia social, pero Francis, el inquieto hijo del doctor Turner, sí que ha tenido una existencia de lo más atrafagada. Él mismo abordará la tarea de resumirla en la página 94, cuando está a punto de cambiar de estado civil: “Apenas contaba veinticinco años y ya había tratado de ganarme la vida como médico, como caricaturista, como pintor de retratos, productor de cuadros antiguos, secretario de una institución y ahora, con el auxilio de Alicia, estaba a punto de ver cómo me iba en la vida de casado”. No se le puede pedir mucho más, desde luego, a un joven que roza el cuarto de siglo, y eso que se le han olvidado añadir algunos pequeños detalles (como su estancia en prisión o su actitud chantajista frente a su cuñado, del que se aprovecha vergonzosamente a causa de su avaricia) y que todavía no está en condiciones de aventurar otros que vendrán en los meses posteriores, como su conversión forzosa en falsificador de moneda o su pericia a la hora de huir de la justicia utilizando diligencias y disfraces. No, desde luego la vida de Francis puede ser definida de mil modos, salvo con el adjetivo “aburrida”. Y Wilkie Collins consigue que esa condición animada, versátil, bullente, se traslade a su prosa, manteniendo en todo momento la atención de los lectores, a quienes somete a un continuo bombardeo de sorpresas. Veremos casas llenas de trampillas ocultas; veremos a personajes que se disfrazan para pasar inadvertidos y espiar a otros; veremos fugas espectaculares; veremos nombres falsos para encubrir identidades que conviene preservar del conocimiento de la policía; veremos sirvientas que no se moderan a la hora de ingerir alcohol para calmar sus nervios; veremos bodas de condición casi clandestina... Y por fin, cuando veamos a los dos protagonistas al final de la obra, unidos por un vínculo asombroso a muchísima distancia de sus lugares de nacimiento, tendremos que conformarnos con la fórmula conceptista o burlona que Francis Turner elige para no seguirnos contando más detalles de su vida: “He dejado de ser una persona interesante, soy un hombre respetable” (p.223). Una novela llena de aventuras, picaresca y humor, que lleva el sello indeleble de Wilkie Collins.