miércoles, 19 de agosto de 2015

Un jardín olvidado



Llegar a la senectud y descubrir que nuestra vida ha sido una especie de cajón de sastre, donde hemos almacenado decepciones, sonrisas, triunfos, miradas, rencores y complicidades, es una sensación que han experimentado gran número de seres humanos. Y Jorge Luis Borges, en uno de sus libros prodigiosos, formuló de manera insuperable esta certidumbre diciendo que todo lo que un hombre ha ejecutado a lo largo de su vida constituye al final la imagen de su rostro.
Pero descubrir este hecho antes de haber cumplido los treinta años no es un logro frecuente, y quizá por eso el volumen Un jardín olvidado, de Luis Bagué Quílez (Palafrugell, 1978), es una obra madura y fue galardonada en 2007 con el XXII premio de poesía Hiperión, junto a Cara máscara, de Álvaro Tato.
Nuestra vida, en efecto, es siempre una especie de buhonería sentimental, un catálogo de grandes y pequeñas emociones que nos van conformando y nos marcan: las personas con las que tenemos la suerte o la desgracia de coincidir, los lugares mágicos o tenebrosos que visitamos, las casas que nos acogen, las acciones que nos es dado ejecutar. En suma, una batahola de seres y objetos que giran a nuestro alrededor, y que sólo los ojos de un poeta saben captar de forma plena y trasvasar al papel sin que por el camino se pierda un ápice de emoción o de verdad.
Luis Bagué, a pesar de su juventud, pertenece a la órbita de quienes miran con esos ojos especiales, pues dan un barniz lírico y extasiado a su contemplación. Sus pupilas se detienen en su entorno doméstico (la biblioteca, el álbum de fotos, las paredes de su habitación), pero también en los contornos de “la pequeña ciudad donde crecí” (los olmos, las campanas, los jardines, una feria de antigüedades). Y en todas esas fuentes busca la gota de oro, la melancolía y la destilación poética. En ocasiones, acude al culturalismo (esos poemas donde se inspira en dramas de Shakespeare, en poemas de Edgar Allan Poe o en canciones de Bob Dylan; o la grata imagen donde nos habla de “aquel Van Gogh azul que llaman cielo”, p.20); otras veces roza la filosofía o el aforismo, como cuando dice que “después de haber soñado el paraíso / ya no sirven los sueños”, p.34; o nos regala definiciones tan contundentes como atinadas, que dejan al lector con el ánimo suspenso y los ojos perdidos en el vacío (indica que las agujas del reloj son “burócratas terribles del destino”, p.52).

Luis Bagué, quien ya había cosechado antes de este libro algunos galardones de prestigio en el mundo de la poesía, como los premios Antonio Carvajal, el Ojo Crítico de RNE o el Joaquín Benito de Lucas, se afianzó con Un jardín olvidado como una de las voces más interesantes y sólidas del panorama lírico español.

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