domingo, 31 de mayo de 2015

Elías de Buxton



Tiene toda la razón Christopher Paul Curtis cuando afirma, hacia el final de su libro, que escribir sobre la esclavitud de los negros norteamericanos es algo espantoso, y que el tema es francamente sobrecogedor “en especial para una novela escrita en primera persona” (p.362). Sí que lo es. Pero sin duda él ha resuelto el embrollo de una forma elegante y tierna en esta obra que, traducida en España por Alberto Jiménez Rioja, publica con acierto la editorial leonesa Everest.
En ella se nos relatan las aventuras de Elías Freeman, un niño que tiene algo que lo vuelve especial: él fue “el primer niño nacido libre en el Asentamiento Elgin” (p.31), una colonia de antiguos esclavos que se instalaron en Canadá, y que desde allí se convirtieron en un reclamo para que los negros que vivían más al sur, en Estados Unidos, lograsen la libertad y la dignidad. En estas páginas excelentes conoceremos al Predicador (un oscuro y enigmático personaje en el que los habitantes del poblado confían, aunque al final les pesará hacerlo), a Cúter (el mejor amigo de Elías, un chico alocado y lleno de fantasías), a Ma y Pa, los padres del protagonista (que tratan de enseñarle la forma correcta de actuar, aunque él no siempre se lo ponga fácil, con sus travesuras e inquietudes), al señor Leroy (un leñador de pocas palabras, que atesora una triste historia en su pasado) y a otros, que llenan la historia de momentos de humor y carcajadas, pero también de instantes de gran dignidad (como el episodio del señor Holton) y de enorme dramatismo (como el encuentro de Elías con unos esclavos que se saben condenados a muerte).

Un libro magnífico, escrito con brillantez, que ayudará a todos los lectores a comprender el bochorno de la esclavitud humana.

jueves, 28 de mayo de 2015

Vagamundo



Por un azar no buscado (hay azares buscados, como todo el mundo sabe), cayó en mis manos, justo una semana antes de que muriera el autor, el volumen de cuentos Vagamundo, del uruguayo Eduardo Galeano. Y tras leérmelo constato que hay en él algunas historias que me pillan lejos ambiental y temáticamente, pero que son muchas más las que tildaría de emocionantes y bien contadas. “Secreto a la caída de la tarde”, con la que se abre el tomo, por ejemplo, es uno de los relatos más tristes y más tiernos que he leído en mi vida: la historia de un niño cuyo hermano mayor, fallecido por el atropello de un camión, sigue recibiendo su visita de manera frecuente. La imagen del hermano es épica (se acerca montado en un caballo), pero a la vez íntima (le aconseja que se vaya del pueblo y que busque su destino y su futuro en otro lugar). Como es lógico, los adultos no creen en estas apariciones y etiquetan al niño de fantasioso y de mendaz. Pero no menos belleza puede encontrarse en otras narraciones, como en “El pequeño rey zaparrastroso” (un mendigo que mueve las manos en el aire, ensimismado, como si tocara la guitarra y que recibe de sus vecinos un regalo), en “Hombre que bebe solo” (el aislamiento de un borracho lacónico que se refugia en un bar cuyas ventanas son golpeadas por la lluvia), en “Noel” (una madre pobre que porta a su niño en brazos y que tiene que sufrir el desgarro de que la criatura muera sin poder hacer nada para salvarla), en “Tourist Guide” (un anciano de 97 años que recuerda cómo era su mundo y cómo es ahora, después del descubrimiento de petróleo y la llegada de las compañías extractoras)…
Pero los cuentos que más han logrado conmoverme son aquellos en los que Eduardo Galeano nos coloca frente a personas encarceladas, torturadas, heridas o maltrechas. Seres a quienes la Historia o la Pobreza han avasallado a su gusto, sin posibilidad de rebelión. Seres que se despiden con tristeza de sus amadas con una historia para que los recuerde (“Te cuento un cuento de Babalú”). Seres que lucharon contra una dictadura y que portan plomo en las entrañas (Una bala caliente”). Seres cuya piel se utiliza para apagar cigarrillos y cuyos genitales se encuentran conectados a un cable eléctrico (“La pasión”). Seres que se consumen en la cárcel, mientras su hijo les pregunta inútilmente cuándo podrán volver a estar juntos (“El deseo y el mundo”). Reconozco que con “El monstruo amigo mío” se me llenaron los ojos de lágrimas.

Un libro terrible, durísimo y necesario, con el que Galeano coloca ante los ojos de los lectores una realidad tan amarga como real.

martes, 26 de mayo de 2015

Los intereses creados



Jacinto Benavente, aunque obtuvo en 1922 el premio Nobel de Literatura, nunca ha sido autor demasiado leído en España. Pero hay que reconocer que, incluso aceptando los prejuicios que sobre él se formulaban y se formulan (que escribía para la alta sociedad, que sus temas son ñoños, que ha resistido mal el paso del tiempo), algunas de sus obras teatrales siguen suscitando hoy en día una lectura placentera. Es el caso de Los intereses creados, donde la pareja formada por Leandro y Crispín llega a una ciudad en la que, pobres y perseguidos por la justicia, buscan la forma de instalarse y medrar. Crispín, el sirviente, idea una estrategia donde la picaresca y la cara dura se alían: fingir que son personajes de elevada alcurnia a quienes se debe servir con prontitud y magnanimidad, sin la menor vacilación. Dada la facundia del criado, caen en la trampa los personajes más variopintos (un hostelero, un poeta, un capitán...), quienes se verán poco a poco enredados en una trama donde las deudas crecen, el humo es más denso y la dificultad de salir del embrollo es mayor.
Por fin, una posibilidad también muy castellana se presenta ante los ojos de los dos aventureros: la hermosa hija de Polichinela, futura receptora de una gran cantidad de dinero. Si consiguen su mano para Leandro, todas las asfixias de tipo económico se disiparán como por arte de magia. Pero se unen de pronto varios elementos en una cadena indisoluble: la reticencia de Polichinela, la suspicacia de otros protagonistas y el corazón de Leandro, que se ha enamorado verdaderamente de la bella Silvia y que se niega a jugarle una mala pasada ofreciéndole un matrimonio fraudulento.

La lectura nos deja como enseñanza que el dinero está en el fondo de todas las acciones de los personajes (¿de todos los seres humanos?), creando vínculos, generando obligaciones y provocando actos. Arlequín, que no paga lo que come y bebe, lamenta con enorme cinismo: “¡Todo ha de ser moneda contante en el mundo!”; Sirena, que adopta una actitud similar, afirmará: “¿Es que ya no se paga más que con dinero? ¿Es que ya sólo se estima el dinero en el mundo?”... Todos viven fusionados a esa realidad económica, que los determina de un modo férreo. En ese contexto, al menos Polichinela tiene la ingrata coherencia de admitirlo: “Yo pienso que sin dinero no hay cosa que valga ni se estime en el mundo”. Agridulce.

domingo, 24 de mayo de 2015

La posada de Manhuiol



Se llamaba Ion Luca Caragiale y su nombre y su obra no son demasiado famosos en nuestro país. Si acudimos a la Wikipedia veremos que nos explica con todo lujo de detalles los pormenores de su vida y de su producción literaria, así como que fue elegido miembro de la Academia Rumana a título póstumo o que el pueblo donde nació (Haimanale) hoy lleva su nombre. Pero siempre es mucho más interesante, en el caso de los escritores, acercarse hasta los libros que escribieron y conocer de primera mano (de primer ojo) su estilo, su temática, sus logros. Por suerte, la editorial Traspiés acaba de facilitarnos ese acceso con la publicación del volumen de relatos La posada de Manhuiol, que traducen Elena Borrás y Enrique Nogueras.
Se trata de una docena de narraciones no muy extensas (salvo la que cierra el tomo, más voluminosa) en las que el fabulador rumano apuesta por escenificar historias sencillas protagonizadas por personajes comunes, y todo eso salpimentado con frecuentes dosis de humor (un humor nada alambicado ni sutil, sino cercano y explícito). Unas veces buscará Caragiale sus ambientaciones en lugares que parecen tocados por la magia, aunque haya que tomarse ésta con distancia irónica (“La posada de Manhuiol”); otras veces nos situará en el vagón de un tren donde viaja, junto a un pasajero aburrido, una dama que transporta a un insoportable chucho (“Bùbico”); o nos mostrará a un cronista de sociedad que, guiado por la inexperiencia o la moderación, acaba enfadando a todos los protagonistas de sus escritos (“High-Life”); o pone ante nosotros a un personaje llamado Anghelache que, después de mantener una curiosa teoría sobre el trabajo de los funcionarios (opina que la culpa de su condición laxa o corrupta hay que buscarla siempre en aquellos inspectores que no cumplen su función, vigilándolos convenientemente), termina abocándose a una situación penosa; o nos desliza un crudo cuento sobre la venganza, donde los protagonistas son un judío miedoso y un antiguo empleado pendenciero que tuvo y que juró tomarse la revancha por haber sido despedido (“Un cirio de Pascua”); o nos hará reír de forma abierta cuando veamos cómo la República de Ploiesti sobrevive durante quince horas, hasta que las fuerzas gubernamentales depusieron por la fuerza a su presidente, que se había proclamado «sobre una mesa de picar salchichas» (p.78).
En el extremo negativo podríamos situar las historias que no pasan de ser chistes alargados, con poca sal y con poca enjundia (“La cadena de las debilidades”, “Qué calor” o “Ion”). Y en el positivo, a no dudarlo, la narración “Kir Ianulea”, en la que vemos cómo el diablo Anghiuta es enviado a la Tierra por el emperador de los infiernos con una delicada pero trascendente misión: permanecer allí durante diez años bajo apariencia humana y descubrir si es verdad que las mujeres dan a los hombres tan mala vida como ellos aseguran. La forma en que cumple su trabajo es tan peculiar y efectiva que, cuando regresa a las moradas infernales, tiene muchas cosas que contar a su superior.

Sí que parece cierto lo que resume Mircea A. Diaconu en el interesante escrito con el que se cierra el volumen de Traspiés: que Ion Luca Caragiale entiende la literatura como «un pretexto para el ejercicio hedonista del autor y eventualmente del lector» (p.171).

jueves, 21 de mayo de 2015

El camino de Sherlock



Francisco Méndez es un chico con un índice de inteligencia muy superior al de las demás personas (salta los 150 de CI) y que tiene múltiples curiosidades: el ajedrez, la astronomía, la paleontología, la física, las matemáticas... El ambiente en que se mueve no es, desde luego, el más fácil: su madre lo presiona para que “brille” en alguna actividad que los demás reconozcan y aplaudan; sus compañeros de colegio lo detestan por sus aires de empollón; y de las chicas mejor ni hablamos.
Un día se le pide (más bien se le exige, porque sus compañeros quieren salir beneficiados del viaje que los patrocinadores pagan a toda la clase del ganador) que participe en un concurso televisivo para demostrar su talento; y Fran accede. Pero elige un tema que deja a todo el mundo asombrado: las novelas de Sherlock Holmes, que ha leído y releído con auténtico fervor. Cinco concursantes optan al premio con temas tan variopintos como Homero, los viajes de Colón, el fútbol, las arañas... y las novelas de Sherlock.
Antes de que empiece el certamen, los ojos de Fran se fijan súbitamente en Violeta Martis, “una de esas bellezas naturales que no requieren ningún realce” (p.55) y constata que su número de pulsaciones aumenta. Quizá ha descubierto por fin el amor.
Pero el verdadero interés de la narración explota cuando en la ciudad comienzan a producirse asesinatos sin conexión aparente entre sí; y Fran decide, con la ayuda de su mejor amigo (el inevitable Watson), estudiar estos crímenes y tratar de encontrar al culpable.

Una novela estupenda, escrita por Andrea Ferrari, que obtuvo el premio Jaén de narrativa juvenil y que fomenta el amor a la lectura, además de consolidar las relaciones humanas. Está publicada en la editorial Alfaguara, dentro de su serie roja.

martes, 19 de mayo de 2015

Un artista del billar



Descubrir a un prosista excelente es siempre un gozo, y a mí desde luego me ha ocurrido con Gonzalo Hidalgo Bayal (Cáceres, 1950). La primera persona que me habló de él, como de tantos otros escritores, fue mi amigo Pepe Colomer. Y la primera lectura que abordé suya fueron estos relatos que Alcancía publicó en 2004 bajo el título de Un artista del billar. Son apenas dos historias y cuarenta páginas, pero resultaron suficientes para enamorarme de la escritura de este extremeño (como en su día me enamoré de la elegancia formal de Francisco Ayala por su cuento “El hechizado”).
En la primera (“Un artista del billar”) nos desgrana la humillación que un pobre novato inflige al mejor billarista de un local cuando, después de haber sido vapuleado por éste, dedica el siguiente año de su vida a perfeccionar su forma de jugar y vuelve dispuesto a tomarse la revancha. Lo que no esperaba era el modo en que las circunstancias alterarían su existencia a partir de ese instante.
En la segunda (“El reloj de oro”) nos enteramos de que acaba de ser asesinado Castro, el dueño de una taberna, y que nadie atina con el posible autor del crimen. Los policías andan desconcertados; y los parroquianos, estupefactos. Pero todo dará un vuelco cuando el poeta (un muchacho cuyas portentosas habilidades para narrar historias son proverbiales en el barrio) se anime a ofrecer un resumen de los hechos ante los oídos asombrados del narrador.

Con un rico dominio del vocabulario (que no llega a la pedantería en ningún momento), con una sintaxis compleja y transparente, con unas pinceladas de análisis psicológico, Gonzalo Hidalgo Bayal nos entrega en estas pocas páginas la demostración de que los grandes, los grandes de verdad, son sublimes párrafo a párrafo. “Calidad de página”, como escribió Julián Marías hace años. Si no han descubierto aún a este prosista, háganse un favor cuanto antes.

domingo, 17 de mayo de 2015

Click



Esta novela que publicó la editorial Candaya y que hoy recupero para el Librario (Click) fue redactada por el narrador murciano Javier Moreno. Su protagonista es un curioso personaje llamado Quisque Serezádez, náufrago vital y auténtico electroimán metafísico que, en la línea de un Horacio Oliveira cortazariano, circula por la existencia como lo haría un electrón obediente a las leyes de la física cuántica: girando, aproximándose a sus semejantes, rechazándolos, manteniendo siempre posturas estroboscópicas. Ónfalos de un mundo vertiginoso, Quisque guardará un equilibrio dinámico entre su jefe Acisclo (que dirige la estrafalaria revista “Zienzia”) y varias mujeres trascendentes: desde aquella Mercedes infantil que lo perturbó hasta las actuales Inga (modelo, casada con un hombre que viaja mucho), Sónica (una desgarrada periodista que murió en el Congo porque se negó a ponerse un antiestético chaleco antibalas), Mymmi Ladoncella (una peculiar actriz porno que no acepta la penetración vaginal pero que repleta sus horas con escenas anales y bucales de primoroso detallismo), Carolina (esposa de Acisclo y amante esporádica de Quisque) o Vivianna (una quinceañera venida de Colombia que une a la extrema voluptuosidad de sus bailes una innegable malicia, que le terminará ocasionando problemas al protagonista).

En ese torbellino de emociones se engarzan también las matemáticas (de las cuales ha cursado estudios Javier Moreno), las cartas astrales (la de Quisque Serezádez se nos comenta con amplitud), las parodias que tienen como ejes a George Bush y Saddam Hussein (pp.89-97) y un buen caudal de sorpresas en la secuencia final de la obra, que depara más de un asombro. La pericia de Javier Moreno no deja lugar a dudas. Construye con muchos elementos heterogéneos y aparentemente inarmónicos una narración sólida, de solvente textura y sostenido equilibrio, que se lee con creciente curiosidad y que incluye proyectos de vida ideales (“Nacer en un fragmento de ópera, morir en un vals y vivir en un bolero”, p.145), lirismos de poderosa fortaleza (“El orden alfabético de la ausencia”, p.57) y fragmentos narrativos de vigorosa escritura. No convendría que dejásemos escapar la ocasión de conocer de primera mano las páginas de esta novela, donde se encierra el germen de un escritor-submarino: se mueve con la misma fiabilidad sobre la línea del agua que bajo ella. Y ese síntoma es bueno. Francamente bueno.

jueves, 14 de mayo de 2015

La leyenda del Santo Bebedor



Andreas Kartak fue un minero polaco que, buscando mejorar su fortuna, se estableció hace años en Francia. Tras unas peripecias nebulosas, donde la mala suerte y un crimen se aliaron para hundirlo, ha acabado siendo un clochard que sobrevive, alcoholizado y sin trabajo, bajo los puentes del río Sena. Pero cuando la novela se inicia recibe una inesperada visita: un atildado caballero se acerca hasta él y le tiende doscientos francos como ayuda. El clochard se muestra más bien renuente a la aceptación de ese auxilio, con argumentos tan sólidos como elegantemente expresados (“No puedo aceptar el dinero que me ofrece, y ello por varias razones; en primer lugar, porque no tengo el placer de conocerle; en segundo lugar, porque no sé cómo ni cuándo podría devolvérselo; y, en tercer lugar, porque usted tampoco tiene la posibilidad de reclamármelo, al carecer yo de domicilio fijo. Casi a diario me establezco bajo un puente diferente de este río. A pesar de todo ello, y aun careciendo de domicilio fijo, como ya le he dicho, soy un hombre de honor”, p.22). Pero el caballero le dice que puede devolver el dinero el domingo que desee, acercándole el importe al cura de la capilla de Sainte Marie des Batignolles: se trata de una especie de préstamo de la santa.
A partir de ese momento, todo lo que comienza a sucederle a Andreas se reviste con los ropajes de la anomalía: le ofrecen un empleo (y se lo pagan con enorme esplendidez), reencuentra a una mujer de su pasado (con la que hace el amor), compra una cartera y encuentra en uno de sus compartimentos un billete de mil francos, reencuentra a un compañero de estudios (que ahora es un futbolista de éxito)... Él jamás se plantea el misterio de tantos golpes de fortuna (“Porque simplemente era un milagro, y dentro del milagro no hay nada extraño”, p.62), así como tampoco se plantea por qué, aunque intenta devolver el préstamo un domingo tras otro, le resulta imposible: siempre hay un azar malévolo que tuerce sus planes y lo lleva en otro sentido.
Al final, la moraleja de esta historia mágica o surrealista tiene que ponerla el lector, como ocurre en todas las buenas narraciones.

La traducción del texto la pone Michael Faber-Kaiser, y es Anagrama la editorial que nos ofrece finalmente las páginas, con un prólogo quizá más pintoresco que valioso, que firma Carlos Barral.

martes, 12 de mayo de 2015

Gajos



Martín López-Vega es un escritor joven. No se confunda ese sintagma con el de “joven escritor”. Ser un joven escritor es un accidente; ser un escritor joven es una cualidad estilística y espiritual. Significa que se afronta el hecho creativo con unos ojos siempre nuevos, siempre preparados para la maravilla, con esa verdad honda que dejó esmaltada Federico García Lorca al definir al poeta como un pulso herido que ronda las cosas del otro lado (Poeta en Nueva York). Con esa cualidad instalada en el alma y una férrea determinación de “decirse” en forma de versos, López-Vega publicó Gajos con el sello editorial Pre-Textos.
En él nos asalta un mundo cultural muy amplio, con referencias a pintores (Vermeer, Marc Chagal), filósofos (Plotino), músicos (Bach) y escritores de todos los tiempos (Propercio, Wallace Stevens, Emily Dickinson); pero también un mundo de paisajes múltiples (Roma, Lisboa, Barcelona, Manhattan, Hungría), que forman un rico tejido de visiones e influencias y que impresionan la retina y el ánimo del escritor. Con ese equipaje sensual y sentimental, López-Vega abordará la exploración de distintos ámbitos de conocimiento. En primer lugar se volverá sobre sí mismo, y descubrirá la dimensión exacta de su esencia (“Soy un animal propenso a la elegía”, p.10), que verterá en poemas rotundos como “Autorretrato” o “Canción del verano de 1982”, o en ese delicioso texto que titula “Puesto” (p.44), en el que nos habla de la más melancólica de las almonedas. Pero el análisis no se detiene en las fronteras de la epidermis, sino que se extiende hacia la persona que acompaña en el camino del amor, a quien dedica palabras de una dulzura que conmueve por su transparencia (“Cuando estoy sin ti colecciono lugares /en los que me gustaría estar contigo”, p.21).
Pero hay más cosas en esta obra. Martín López-Vega, consciente de pertenecer al mundo, es incapaz de sustraerse a sus horrores e imposiciones. Así, el duro escándalo emocional del 11-M estará presente en su poema “Ecuación”, tan apolíneo como conmovedor, en el que llega a preguntarse en qué punto nos habremos equivocado, en qué instante comenzamos a hacer mal las cuentas de nuestra civilización y de nuestro modo de vida.

Gajos, libro tradicional y experimental a la vez (equilibrio perfecto), nos trae a un autor que apuesta por el riesgo formal y por las aventuras literarias llenas de osadía, porque sabe que ellas son las que, al final, entregan los frutos más jugosos a quien se atreve a emprenderlas (“Prefiero siempre el camino de ida”, p.38). Y si es verdad que la poesía y la belleza pueden estar aguardándonos en cualquier sitio, como López-Vega nos propone en su texto “La viajera de madrugada”, convendremos en que Gajos también cumple esa función reveladora en muchas de sus páginas.

domingo, 10 de mayo de 2015

El tesoro de la isla



Se ha dicho muchas veces que en la infancia se encuentra nuestro paraíso perdido. Y aunque no todo el mundo estará de acuerdo (quienes padecieron pobreza, maltrato o abusos durante ella), sí que es verdad que tendemos a mirar ese período de nuestra existencia con una cierta melancolía mentirosa o deformante. El espléndido escritor extremeño Juan Ramón Santos, que ha visitado esta página más de una vez, acaba de publicar una excepcional novela con esa temática. Se titula El tesoro de la isla, lo edita De la Luna Libros y, como su propio marbete insinúa, constituye un deliberado homenaje a Robert Louis Stevenson. Lo que ocurre es que el narrador de Plasencia actualiza los ejes argumentales y nos trae la fabulación hasta nuestros días, de un modo atinado, creíble e inteligente.
Su protagonista es Santiago, cuyos padres regentan un bar en el pueblo de Pomares. Es un niño inquieto pero dócil, que un día se cuela con sus amigos en el abandonado colegio de San Cipriano, que amenaza derrumbe. Descubre allí la vieja biblioteca del centro y descubre también a su extraño guardián, un hombre de unos 45 años llamado Juan Plata, que lleva tatuada en el brazo la faulkneriana palabra Yoknapatawpha y que, tras comprobar las curiosidades lectoras del chico, toma a su cargo la instrucción literaria del mismo. Paso a paso, logrará que Santi lea a Borges, Camus, Hesse, Kafka, Melville y otros gigantes de las letras. Pero en el colegio se refugian también unos drogadictos que mantienen con el guardián una relación ambigua: lo respetan, temen y odian a partes iguales. Además, están deseando conseguir un cofre que Juan Plata esconde en su habitación, porque sospechan que guarda en él dinero en abundancia... En ese instante, ni el lector más despistado habrá dejado de notar el juego: Juan Plata (John Silver) toma bajo su protección a Santi (Jim), al que educa y protege.
Esquivando las facilidades del pastiche y dibujando una actualización seria y llena de aciertos, Juan Ramón Santos nos entrega una novela iniciática, cruzada de principio a fin por una serie de homenajes a importantes escritores (a los ya citados habría que añadir Juan Rulfo, Lampedusa, Fiodor Dostoievski, Dino Buzzati, Italo Calvino, J. D. Salinger o Charles Dickens) a quienes se reconoce su inmenso interés como vectores educativos de Santiago y tal vez del propio novelista. Y, lo que es aún más importante, redactada con un primor exquisito. Reabro al azar el volumen y encuentro la página 42, donde se nos describe el abandonado convento de Santo Domingo, que carece de ventanas que lo protejan de la intemperie: «La brisa del río, borracha de humedad, campaba a sus anchas por las salas, por los corredores, por las antiguas celdas, lamía los muros, los labraba y los dejaba listos para la sutil agricultura del musgo». Puede servir como ejemplo de la gran belleza estilística que esta obra atesora.

No tengo el gusto de conocer personalmente a Juan Ramón Santos (se pueden ahorrar la sonrisa irónica quienes consideren que lo elogio de una forma tan desmesurada y huérfana de asteriscos por ser mi amigo), pero estoy en condiciones de asegurar que, salvo despiste mío, su brillantez cruzará el país en horizontal hasta llegar a Murcia con cada libro que edite. Para mí es lectura obligada y gozosa.

jueves, 7 de mayo de 2015

Nochebuena



No ha sido Nikolái Gógol uno de mis escritores más frecuentados, así que esta Nochebuena que traduce Tatiana Enco de Valera para Punto de Lectura será su primer título en mi Librario.
Nos cuenta el narrador ruso o ucraniano cómo en la víspera de Navidad el demonio no tiene mejor idea que robar la luna para que el joven pintor Vakula, perdidamente enamorado de la bella y escurridiza Oksana, no pueda acudir a una cita con ella. Pero la acción pronto se enredará con otros personajes: el violento Chub (padre de Oksana), que intenta salir en medio de la oscuridad para verse con una mujer; Soloja, la madre del joven pintor, que es una bruja que tiene encandilados sexualmente a varios hombres, a quienes recibe a la vez y va escondiendo en sacos, para proteger de la mirada inoportuna de su hijo (el alcalde, el diácono...); las amigas de Oksana, que celebran con gran aparato de risas los desdenes que la muchacha tributa a su entregado admirador (el cual llega a pensar en el suicidio antes su rechazo y sus burlas crueles); y el diablo, aliado y amante de Soloja, que terminará siendo apresado por Vakula y utilizado para conseguir unos zapatos de la zarina, que Oksana requiere para tomarse en serio a su cortejador.
La pequeña obrita, que apenas ocupa medio centenar de folios y que termina de un modo excesivamente edulcorado, transcurre sin demasiadas alegrías de tipo literario y se aliña con unas leves secuencias de humor, más bien poco airoso (dos amantes reunidos en el mismo saco, el diablo que cae en la trampa que le tiende un joven imberbe, etc). La edición de Punto de Lectura, además, se completa con ocho dibujitos de Isabel Fischer sobre los que, piadosamente, no verteré ningún comentario.

O sea, que ya probaré con otra obra de Nikolái Gógol que resulte más sólida o trascendente, porque lo que es ésta no me ha decepcionado.

martes, 5 de mayo de 2015

La sotana negra



Pocos personajes podrán encontrarse en la novelística de Wilkie Collins (y aun en la novelística de su tiempo) tan acendradamente sibilinos como el padre Benwell. Desde que fijó su calculadora mirada en la propiedad de Vange Abbey (que hace siglos perteneció a la Iglesia y que actualmente tiene como propietario a Romayne), todos sus movimientos se han desarrollado en función de un claro objetivo: recuperar el control de la misma para Roma. Para ello, utilizará su inteligencia, su astucia, su encanto personal, su ascendiente sobre las personas próximas a Romayne e incluso su autoridad sobre el tímido Arthur Penrose, un jesuita que, sin saberlo, será utilizado para lograr la conversión religiosa de Romayne y su conformidad a la hora de convertir Vange Abbey en una humilde devolución a la Santa Madre Iglesia. “Cuando lo deseo, sé hacerme apreciar por los demás”, le escribirá el padre Benwell a uno de sus superiores en la página 345. Y esa vocación ajedrecística o arácnida irá atravesando la novela con sus quelíceros de manera silenciosa pero implacable. No obstante, otros personajes interferirán en los planes del seguidor de Ignacio de Loyola: Stella, una joven dama que se ha enamorado de Romayne y que terminará casándose con él; Mr Winterfield, un educado caballero de amables formas, que fue antiguo novio de Stella y que sigue vinculado emocionalmente a ella; el propio Arthur Penrose, que advierte la indignidad de la maniobra del padre Benwell y que terminará alejándose de Inglaterra y de los protagonistas de la historia; Mrs Eyrecourt, la combativa madre de Stella, que desde el primer instante desconfía de los modales gatunos del untoso jesuita; lord y lady Loring, amigos de Romayne que conocen bien su pasado... Y aunque nos hallemos ante una novela donde amor y ambición se erigen en baluartes principales de la trama, conviene subrayar también el modo inteligente en que el escritor victoriano construye las torturas interiores, los traumas, los conflictos íntimos de algunos de los protagonistas, que se convierten así en auténticos seres vivos, y no en meros peleles movidos burdamente por el autor. Utilizando de un modo ágil la voz de varios narradores y la incorporación de diversos formatos novelísticos (cartas, diarios), Wilkie Collins vuelve a construir un reloj sublime, donde todas las piececitas de la maquinaria se deslizan aceitadamente y encajan a la perfección, para que los lectores quedemos desde el principio enganchados a la historia. No hay cabos sueltos. No hay concesiones a la improvisación. Todo está calculado con pericia y redactado con virtuosismo, haciendo que hasta los episodios más aparentemente inverosímiles tengan su justificación argumental o psicológica. El Gran Maestro brilla de nuevo.

domingo, 3 de mayo de 2015

El susurro del bosque



En la pequeña localidad colonial de San Pedro, en pleno siglo XVI, reina el miedo. Han sido asesinadas varias personas del pueblo y, en los últimos días, se ha descubierto que alguien ha profanado la tumba de Juan Rafael Serrano.
Cuentan además que en las inmediaciones se ha visto la figura misteriosa de un monje que, reacio a toda la templanza esperable de sus hábitos, siembra el terror allí por donde pasa. Tomás, un huérfano de San Pedro que trabaja como ayudante del párroco (un hombre al que la ceguera le impide desenvolverse solo), está profundamente inquieto por estos sucesos; y también se encuentra perturbado por la presencia de dos seres que acaban de llegar enigmáticamente hasta el pueblo: una anciana leprosa y una muchacha que la acompaña.
Ariza, la joven, hechiza a Tomás con su belleza, y ambos concurren juntos al baile que tiene lugar por esos días. Pero su felicidad no va a circular ni mucho menos por caminos tranquilos: la actitud bravucona de Carlos Guiñazú (que increpa a la muchacha), la sangrienta aparición del tenebroso monje de ojos rojos (que esparce la muerte ajeno a la misericordia, y al que ni las balas logran abatir) y el oscuro nombre de Yaitiri (un sacerdote inca que raptó hace años a una chica de la aldea, y cuya historia dará un inesperado giro conforme avanza la narración) se mezclan página a página para no dar sosiego al lector y embarcarlo en una aventura que lo dejará sin respiración durante los últimos capítulos de la obra.

David Mateo Escudero (Valencia, 1976) ha conseguido sin duda con esta novela una memorable pieza dirigida al público juvenil, que se puede recomendar con el mayor de los fervores.

viernes, 1 de mayo de 2015

El pato salvaje



Si escarbamos demasiado en la piel de nuestra felicidad podemos encontrarnos con detalles que no nos gusten o que, directamente, nos la amarguen. De ahí que quizá sea mejor acomodarse en la ignorancia o, como dice el personaje de Relling en esta obra de Henrik Ibsen, conformarnos con “la mentira vital”. No es una afirmación caprichosa o cínica, ni mucho menos. Su tesis es que desconocer las capas más profundas de las cosas “da energías para vivir” (p.200), mientras que enterarse de la verdad a ultranza es más dañino que beneficio. Tal vez porque, como decía aquel antipático militar al que puso voz Jack Nicholson en la película Algunos hombres buenos, “tú no puedes encajar la verdad”.
Hialmar Ekdal es un pobre fotógrafo que vive en su casa con su mujer (Gina), su hija (Eduvigis) y su padre (un viejo fracasado). Vive una existencia donde falta a veces el dinero, pero en el que domina una cierta sensación de dicha: Ekdal y Gina realizan algunos retratos, el viejo recibe del millonario señor Werle una pequeña paga por hacerle copias de escritos y todos se amoldan a esa situación. Pero un amigo de Hialmar (Gregorio Werle, hijo del millonario) comienza a atar cabos que andaban sueltos, y que no duda en poner ante los ojos del fotógrafo: ¿es casualidad que Gina trabajase durante años al servicio de su padre, el señor Werle? ¿Es casualidad que hace quince años dejase su trabajo con él y se casara con Hialmar? ¿Es casualidad que el señor Werle mantenga como empleado (a todas luces innecesario) al viejo Ekdal o que pagase los estudios de fotografía de su hijo Hialmar? ¿Es casualidad que Eduvigis tenga quince años?
Cuando todos esos interrogantes se unen en la mente de Hialmar, su cerebro se convierte en una olla a presión; y el calmado lago familiar se convertirá en un auténtico infierno, donde se producirán reproches, lágrimas, suspicacias y hasta una espantosa muerte.

La lección que podemos extraer de esta magnífica (magnífica en verdad) pieza del gran maestro noruego es demoledora: nos ahorramos sufrimiento cuando no sabemos. Sus personajes, enterándose de toda la verdad (de la desnuda, hiriente, ácida verdad), no consiguen más que sufrir. No se elevan, no mejoran, no se purifican, no cambian su modo de ver las cosas, no se despojan de adherencias espurias: sufren. Tan triste como incontestable. ¿Es, pues, deseable conocer siempre y a todo precio lo que se oculta a nuestros ojos?