martes, 28 de abril de 2015

La intrusa



Nuestro hogar es nuestra fortaleza inviolada, nuestro refugio inexpugnable. En él nos sentimos plenamente a salvo. Entre sus paredes nos encontramos a nuestras anchas: calzamos zapatillas, vestimos de forma desaliñada, bebemos o comemos como nos apetece... y mil desafueros más, cuya mera enunciación casi produce vergüenza. Por eso mismo, la gran pregunta es: ¿qué ocurriría si un día descubrimos que en un pequeño armario-habitación que no abrimos jamás se ha instalado una persona ajena a nosotros, que vive a nuestro lado durante meses sin que realmente nos enteremos? ¿Cómo nos sentiríamos al comprobar que hemos sido observados, contemplados, espiados, dentro de nuestra propia casa?
Éric Faye (Limoges, 1963) tuvo la idea de novelar sobre ese asunto, después de que una noticia periodística de ese tono apareciese en la prensa en 2008; y el resultado es La intrusa (Gran Premio de la Academia Francesa en 2010), que José Antonio Soriano Marco traduce para el sello Salamandra. Su protagonista es el meteorólogo Shimura Kobo, un hombre de 56 años que vive solo y que es extremadamente minucioso y repetitivo en todos los aspectos de su vida. Un día constata con estupor que se están produciendo algunos cambios en su hábitat (un alimento que desaparece del frigorífico, una botella que no se encuentra en la misma y exacta posición en que él la dejó), y decide instalar una cámara de vigilancia, que luego controla desde su despacho. Así, logra ver lo que está ocurriendo: una figura femenina avanza por su cocina y se prepara con calma una infusión. Tras llamar a los agentes de policía, se queda mudo. ¿Quién es esa persona? ¿Qué hace en su casa? ¿Cómo ha entrado? ¿Qué pretende? Y lo que es más desasosegante, ¿cuánto tiempo lleva allí? Tras el juicio, en el que la mujer es condenada por allanamiento, Shimura comprende que la aparición de esta mujer le ha revelado lo absurdo de su vida e intenta acceder por fin al olvido (“Pero el olvido no de aquella pobre mujer, que no era nada mío, sino de mi vida entera, que aparecía ante mí en toda su irreparable futilidad. Hacía mucho tiempo que no crecía en ella ninguna ambición, ninguna esperanza. Me dieron ganas de maldecir a la intrusa. Por su culpa, la niebla se había disipado”, p. 71). No obstante, en las páginas finales de la novela nos espera a los lectores una sorpresa más que notable, tan lírica como perturbadora.

Excelente la propuesta de Éric Faye. Uno de esos textos con los que, cada año, la Literatura nos reconforta y nos convence de su Belleza.

domingo, 26 de abril de 2015

Borges en la Ciudad de los Inmortales



Que el profesor Vicente Cervera Salinas (Albacete, 1961) es uno de los más entusiastas especialistas en la obra del argentino Jorge Luis Borges no es ningún secreto. A él le ha dedicado una parte de su pensamiento y su estudio desde su celebrada tesis doctoral (La poesía de Jorge Luis Borges: historia de una eternidad, 1992) y a él vuelve con este volumen de ensayos que le publica el sello sevillano Renacimiento en la colección Iluminaciones, con el número 93. Esta docena de escritos, de variable extensión, permiten una serie de abordajes sumamente interesantes a la personalidad y la obra del genial sudamericano, uno de los grandes tótems literarios del siglo XX.
Así, en el que abre el tomo el profesor Cervera Salinas, partiendo de una inclinación personal («De todos los cuentos de Borges, “El inmortal” es mi favorito», p.13), realiza un análisis pormenorizado, riguroso y académico de la célebre fabulación, detectando sus influencias y sus claves interpretativas. Más tarde, en “Borges, lector del oriente fabuloso” nos acerca a la fascinación que el argentino sintió desde la infancia por las historias de Las Mil y una Noches, una obra tan descomunal que «contendría así toda una literatura» (p.49). Mucho más tintado de conexiones religiosas es el tercer peldaño de esta escalera crítica: “Borges y el Logos divino: Juan I, 14”, donde la Biblia, los gnósticos, la Kábala judía y el talento de Jorge Luis Borges producen un tejido de enorme capacidad sugestiva. En el cuarto trabajo del libro, el profesor Cervera Salinas indica que los ensayos de Borges constituyen una parte fundamental de su producción, porque «es en el llamado género ensayístico donde se nos muestra la auténtica modalidad intelectiva, llámese sistema gnoseológico, dirección analítica de la mente especulativa o incluso índice indiscutible de los pilares electivos en que se asienta todo un universo estético» (pp.108-109).
A la lírica también dedica el investigador una porción interesante de sus páginas. En concreto, en el ensayo “La poesía de la cultura: La esfera de Pascal, otro motivo de Proteo”, donde relaciona estrechamente las posturas literarias de José Enrique Rodó y Jorge Luis Borges, pese a las juveniles burlas del segundo sobre la estética del uruguayo. En el mismo ámbito se pueden leer con provecho las páginas 164-190, que rastrean las influencias que Borges recibió de Domingo Faustino Sarmiento. También son notables las aproximaciones que Vicente Cervera dedica a la relación entre el autor argentino y la figura mitológica de Jano (“Jano o la profética memoria de Borges”) o los tributos de admiración que el creador del “Poema de los dones” rindió al más egregio de los poetas norteamericanos (“Una lectura ontológica de Walt Whitman según Borges”).

¿Para qué seguir desgranando con detalle los valiosos documentos que este libro contiene? No se me antoja necesario descender a la minucia. Vicente Cervera, que ya había demostrado su amor por la obra de Jorge Luis Borges, perfecciona en estos ensayos su conocimiento del mismo, abordándolo desde las más inesperadas perspectivas. El resultado son trescientas cincuenta páginas que la editorial Renacimiento acierta imprimiendo para los especialistas (no es una obra para lectores ajenos a la Filología, conviene precisarlo). Desde hoy, la bibliografía borgiana está un poco más completa gracias al esfuerzo exegético de este profesor de Literatura Hispanoamericana afincado en Murcia. Un libro para conservar.

jueves, 23 de abril de 2015

La historia del buen viejo y la bella muchacha



Que un hombre de 60 años sienta atracción sexual por una rozagante chica de 20 puede resultar, aunque desequilibrado, factible. Es lo que le sucede desde que se sube a un tranvía urbano al protagonista de La historia del buen viejo y la bella muchacha, de Italo Svevo, que Mercedes Corral traduce para el sello Acantilado.
Estamos en 1917, en plena Primera Guerra Mundial, y nuestro hombre es un comerciante que se ha hecho rico con la contienda. Huérfano de relaciones eróticas con ninguna mujer, descubre que la persona que conduce el tranvía es una hermosa chica que corre demasiado, tiene una conversación amena y lo mira con simpatía. Tras sentir una punzada de deseo (que al principio juzga incongruente o inmoral), la cita en su casa para ofrecerle una colocación mucho más adecuada a sus condiciones. Siendo un hombre acaudalado y de buena posición social, le será fácil encontrarle algo. En realidad, el libidinoso viejo está acariciando la posibilidad de seducirla y tener un encuentro sexual con ella; pero pronto se avergüenza de su comportamiento y toma una rígida decisión: “Encauzaría a su jovencita hacia una honesta vida de trabajo y para ella no sería nada más que un filántropo” (p.21). A partir de entonces, la relación entre los dos se convertirá en un extraño vínculo donde el sexo, el espíritu de Pigmalión y los rancios resortes de la moral se cruzarán con diversos resultados. Los demás miembros de la narración (el médico que atiende los achaques del protagonista, la mujer que actúa como ama de llaves en su casa) se mantienen en un segundo plano muy desleído, sin intervenciones notables.
La novela es breve y estática, en el sentido de que casi todo lo importante sucede en la mente de su protagonista masculino, un anciano que no sabe si seducir, educar, forzar, proteger o embaucar al suculento fruto joven que ha caído ante sus ojos y que, al fin, opta por una solución sorprendente: redactar un sesudo volumen sobre las relaciones de atracción y repulsión entre viejos y jóvenes.

No es la novela del siglo, para qué nos vamos a engañar, pero tiene su encanto.

martes, 21 de abril de 2015

El laberinto de la rosa



Cualquiera que coja en sus manos el libro El laberinto de la rosa, de Titania Hardie, publicado por Suma de Letras en la traducción de Luisa Borovsky, podrá pensar tres cosas diferentes: si se deja influenciar por el color de la portada y las flores que adornan la parte superior del volumen, creerá que tiene entre las manos una novela rosa, como las de Barbara Cartland; si se fija en la parte inferior y observa el laberinto que hay dibujado pensará que se enfrenta a la típica historia de esoterismo barato (de las que tanto abundan en las dos últimas décadas, no se sabe muy bien por qué); y si lee las dos líneas promocionales que subrayan el nombre de la autora (“Un enigma por descifrar, un legado por desenterrar, un corazón por curar”) enarcará las cejas, sospechando que está a punto de tragarse una narración grandilocuente y más bien pastelosa. Pero se equivocará si deja el tomo.
Y se equivocará porque la novela de Titania Hardie es francamente buena. Hay en ella, no puede negarse, recursos de novela efectista: muertes para las que al principio no se encuentra explicación, misterios que se camuflan en laberintos, especulaciones sobre personajes enigmáticos (como la “dama oscura” de los sonetos de Shakespeare, cuya posible identidad se analiza en la página 356)... Pero también hay interesantes y profundas reflexiones sobre la condición humana (es delicioso el personaje de Lucy, la joven a quien han trasplantado un corazón y experimenta la doble zozobra de enamorarse de su médico y de comenzar a sentir cosas extrañas en su organismo y en su mente), citas de Coleridge, aproximaciones documentadas a las actividades alquímicas de John Dee, cábalas sobre el Tetragrama (YHVH, las cuatro letras que esconden o acaso revelan el nombre auténtico de Dios), estupendos diálogos de amor, saltos temporales que nos llevan desde el siglo XVII hasta el siglo XXI, reflexiones sobre mitología o sobre las aportaciones científicas de sir Isaac Newton... Un arsenal de imanes narrativos que, al contrario de lo que ocurre en otras novelas del género, están bien conjuntados, sabiamente armonizados y, sobre todo, muy bien escritos.

Así que cuando nada más abrir el libro nos enteramos de que una madre lega en su testamento a su hijo Will un misterioso documento y una pequeña llave de plata; y cuando descubrimos que Will muere en un súbito accidente; y cuando vemos que su hermano Alex, médico inmunólogo, toma las riendas del asunto (no acaba de creerse el carácter accidental de la muerte de Will)... no nos resistamos al hechizo. Dejémonos llevar por el flujo de la narración y demos la mano a sus protagonistas para que nos conduzcan por un mundo de fantasía, arcanos misteriosos y claves ocultas. Quien lo haga gozará como un auténtico crío. ¿Y qué se espera de una novela de aventuras sino eso?

domingo, 19 de abril de 2015

Sin sangre



Dos ancianos, un hombre y una mujer, se encuentran sentados a la mesa de una cafetería, dispuestos a arreglar una vieja cuenta que existe entre ellos. Cuando la mujer era una niña, unos pistoleros invadieron su casa y mataron a balazos a su padre y a su hermano. Ella, acurrucada en un agujero escondido bajo una trampilla, consigue escapar a la masacre. Pero uno de los pistoleros, un joven de apenas veinte años, levanta esa trampilla y la descubre. No obstante, guarda el más escrupuloso silencio y salva su vida.
Ahora, décadas después, están ambos frente a frente. Ella lo ha buscado por el país y ha dado con él. Cuando lo interroga sobre los motivos que lo impulsaron a cometer aquella atrocidad, cuando la guerra ya había terminado, el viejo replica: “Había un montón de cosas que teníamos que destruir para poder construir lo que queríamos, no había otra forma, teníamos que ser capaces de sufrir y de infligir sufrimiento, quien resistiera más dolor sería el que venciera, no se puede soñar con un mundo mejor y pensar que te lo entregarán sólo con pedirlo” (p.86). Pero la anciana no se muestra dispuesta a aceptar esa explicación de corte idealista o exculpatoria: “La guerra la ganasteis. ¿Éste le parece un mundo mejor?” (p.87).
En esta novela del turinés Alessandro Baricco, que traduce Xavier González Rovira para el sello Anagrama, nos encontramos con el habitual estilo elegante, lírico, limpísimo al que ya nos tiene acostumbrados (pueden consultar sus obras Seda o Novecento), que aquí se supedita a la creación de una atmósfera de gran poder visual. Alessandro Baricco construye una ficción inmejorable, donde los protagonistas se expresan con frases cortas y parecen bucear constantemente en un mundo de recuerdos, remordimientos y reflexiones. Se nos habla aquí de derrotas, de equivocaciones, de miedos larvados. Se nos habla de dolores que no pueden ser superados; de infiernos que perduran; de la necesidad de encontrar un paraíso pequeñito al que asirse para no sucumbir a los embates del huracán.

Dotado de una capacidad mágica para sugerir imágenes casi cinematográficas, Baricco nos entrega en Sin sangre un relato bellísimo que se cierra, además, con uno de los mejores finales de novela que he leído en muchos años. Estoy seguro de que querré leerla de nuevo dentro de unos años.

jueves, 16 de abril de 2015

El crimen del soldado



Desde hace unos meses, ando embarcado en una aventura bibliotecaria que me está dando más alegrías que disgustos: me acerco a las estanterías de la más cercana (Molina, Murcia), dejo que mi vista se pasee por los lomos de los libros y, cuando encuentro un título original o un autor que no me suena demasiado (o nada), extraigo la obra, ojeo las líneas de la contraportada y en caso de quedar intrigado o seducido, lo tomo para su lectura. En esta ocasión, el narrador que apareció ante mis ojos fue Erri de Luca, del que no había leído ni una sola de sus obras, y el volumen que tomé entre mis manos llevaba por título El crimen del soldado, que Carlos Gumpert vertía al español para el sello Seix Barral.
Veamos el primer plano de la narración. Un hombre ha recibido el encargo de traducir del yiddish unos cuentos de Israel Y. Singer, y a esa labor se afana. El traductor fue un niño introvertido (“De mi infancia recuerdo libros y ningún juguete”, p.16), que siempre ha juzgado el nazismo con una extrema nitidez (“Existe un límite en el crimen más allá del cual la justicia vale menos que el papel higiénico”, p.18), que se enamoró desde muy joven de esa lengua minoritaria (“El yiddish fue para mí cuestión de amor propio, por ira y como respuesta. Un idioma no muere con tal de que una sola persona en el mundo lo mueva entre el paladar y los dientes, lo lea, lo balbucee”, pp.25-26) y que va cumpliendo el encargo profesional con lentitud y tesón.
Veamos el segundo plano de la narración. Una mujer descubre que su presunto abuelo es, en realidad, su padre. Y que la razón de todos sus silencios, enigmas y ángulos oscuros es que tiene un terrible pasado nazi, que lo obligó a exiliarse a Argentina, una vez acabada la Segunda Guerra Mundial. Este hombre, que acabó volviendo a Viena y que trabaja como cartero, no experimenta ningún tipo de vergüenza por sus actuaciones (“Mi crimen fue el ser derrotado”, p.46; “La victoria lo justifica todo. Los Aliados han cometido crímenes de guerra contra Alemania, y han sido absueltos por el tiempo”, p.55) y ha empezado a estudiar la Cábala para adentrarse en el pensamiento del pueblo judío y comprender qué late en su interior.
Faltando pocas páginas para que el libro termine, De Luca imprime a su novela un quiebro asombroso y ambos planos confluyen, sorprendiendo al lector, que no se esperaba el modo chocante en que la historia acaba.
A la excelencia en sí de este volumen hay que unirle las jugosas digresiones que la hija del nazi va aportando sobre la pronunciación alemana (p.52), la enorme diferencia entre “inocente” e “inocuo” (p.61), el concepto de belleza (p.74), el poder evocador de los sonidos (p.77) o la renuncia a la maternidad (p.90), así como algunas frases bellísimas que van jalonando la lectura y haciéndole inolvidable. Sirva como ejemplo la línea casi sinestésica que engalana la p.92: “Me encanta asombrarme, deja en la lengua un regusto a vainilla”.

Lo tengo claro: repetiré con Erri de Luca.

martes, 14 de abril de 2015

Aprendiz de Homero



Dice el refranero castellano que es de bien nacidos ser agradecidos. Y esta máxima se encuentra en la raíz del libro Aprendiz de Homero, que Nélida Piñon publicó en el sello Alfaguara, traducido por Monserrat Mira. En este volumen, la famosa escritora brasileña (aunque sus orígenes hay que buscarlos en la gallega población de Cotobande) realiza un balance de sus deudas de tipo cultural y se apresta a genuflexiones. ¿Quién sería yo (se dice y nos dice) sin todos los recuerdos que me vienen de mi niñez lectora; sin la voz recia y antigua de Homero latiendo por mis venas; sin la fantasía loca que Cervantes inyectó en el mundo con las aventuras de su loco caballero don Quijote; sin los ojos doloridos con los que Machado de Assis miró su entorno; sin la amistad (que ya dura décadas) de Mario Vargas Llosa; sin la gravitación que la saga de los Buendía ha propagado por el firmamento narrativo hispanoamericano? Nélida Piñon, una autora engalanada con infinidad de premios y reconocimientos (pertenece a la Academia Brasileña de las Letras y a la Academia de Filosofía de Brasil, es premio internacional Menéndez Pelayo, premio Príncipe de Asturias, etc) se olvida aquí de quién es, y dedica sus páginas a decirnos, con humildad y con un fervor lleno de agradecimiento, a quién le debe ser como es, qué autores y qué obras prendieron en su alma el vértigo de la literatura, desde que sus padres fomentaron en ella, siendo muy niña, el amor a la letra impresa. Lo curioso y lo emocionante es que se trata de amores literarios que Nélida Piñon exhibe con la normalidad de quien nos habla, no de grandes genios, sino de personas próximas a la piel de su corazón (“Homero es un amigo del alma. Y aunque no le envíe faxes, o correos electrónicos, le inscribo en la categoría de los seres a los que recurro en la madrugada, si los necesito”, p.296).
Súmense a este catálogo de deudas las páginas deliciosas (y a veces incluso combativas) con las que Nélida Piñon reivindica el papel silente pero decisivo de la mujer en la historia, tanto en su vertiente literaria (“Dulcinea, la agonía de lo femenino”) como en la religiosa (“La sonrisa de Sara”) o en la social (“La memoria secreta de la mujer”), y se obtiene un volumen excelente, que llena de luz las manos que lo portan y de inteligencia los ojos que lo leen.

Afirma la autora brasileña, en la página 132 de este libro misceláneo, que “es necesario saber si habrá, en el futuro, quien llore por nosotros”. La pregunta es dolorosa, pero en el caso de escritores como Nélida la respuesta es transparente: se llorará por ella cuando dejemos de recibir de sus manos páginas tan maravillosas como las que componen Aprendiz de Homero.

domingo, 12 de abril de 2015

Abandonarse a la pasión



La vida te da sorpresas; sorpresas te da la vida. Son palabras de Pedro Navaja que ilustran perfectamente lo que acaba de ocurrirme con Hiromi Kawakami, una escritora japonesa cuyo libro Abandonarse a la pasión cogí en la biblioteca por pura casualidad. La traducción es de Marina Bornas Montaña y la edición, preciosa, de Acantilado. Y si digo que ha constituido una sorpresa es porque me ha encantado. Mis lecturas de autores orientales no han sido demasiadas, pero sí que han resultado siempre insatisfactorias. Kenzaburo Oé, Yukio Mishima, Yasunari Kawabata y otros grandes y pequeños autores me han dejado frío con sus páginas. He sido incapaz de emocionarme o deleitarme con sus narraciones, sus hallazgos estilísticos, la psicología de sus personajes, sus pinturas, sus guiños, su sintaxis. Pero de repente aparece Kawakami y no tengo más remedio que ponerme en pie y aplaudir.
Sus “Ocho relatos de amor y desamor” (así se subtitula el volumen) han logrado embriagarme. Y no porque respondan al modelo que más admiro en los relatos (los finales sorprendentes cortazarianos), sino porque su suavidad, la languidez de sus diálogos y ambientaciones, su ritmo cadencioso, las brumas tenues en el argumento y sus deliciosas pinceladas descriptivas me han ganado como lector. La lluvia fina que empapa a Mezaki y Sakura en la primera de las historias; el amor loco, abrupto y ambulatorio que empapa a Mori y Komaki en el segundo; el agónico canto de la tortuga que queda en los oídos de una mujer cuando su pareja (Yukio) decide abandonarla; la relación casi sadomasoquista que vemos entre Nakazama y su pobrecita novia; la simbología freudiana del pavo real en el cuento de Hashiba y Tokiko; la preciosa historia de amor y muerte, con un final triste, que enlaza a una pareja de amantes clandestinos que deciden suicidarse (“Cien años”); las complejidades eróticas y sentimentales que se advierten en las páginas de “El insecto dios”, donde se nos habla del amor, sus aperturas y esa extraña incapacidad que algunas personas tienen para verbalizar eficazmente sus sentimientos; o, en fin, la sorprendente aventura vital de dos amantes que, tras sufrir una maldición terrible de sus parejas “oficiales”, alcanzan un estatus inesperado e indeseado de inmortalidad.

Todo, todo es bellísimo en este volumen de Hiromi Kawakami. Y me siento tan feliz de haberlo descubierto que quería compartirlo en esta página.

viernes, 10 de abril de 2015

Casa de muñecas



No es la primera vez que leo Casa de muñecas, de Henrik Ibsen. Posiblemente tampoco será la última. Me parece una pieza teatral (y psicológica y sociológica) fascinante, llena de aciertos, intuiciones geniales y poder escénico. Elijo para visitarla de nuevo la edición de Mario Parajón que edita el sello Cátedra, con muy poquitas notas a pie de página (la obra es tan nítida que no las requiere); y me vuelven a conmocionar la historia, el argumento, la tensión, el drama, los detalles.
Nora es una mujer alegre, burguesa, madre de tres niños, a la que su marido, el abogado Torvald Helmer, se dirige siempre con los apelativos de “alondra” o “ardillita”. La situación económica de la familia parece haber llegado a un punto feliz desde el momento en el que Helmer es nombrado director de un banco. Lo que ocurre es que tal circunstancia viene acompañada de una decisión grave: despedir al empleado Krogstad, acusado en varias ocasiones de falsificación de firmas. Helmer no confía en él. Y para este hombre la confianza y la moralidad son bastiones innegociables. Para su desgracia, Krogstad fue la persona que le prestó dinero cuando tuvo que llevarse a su marido a un clima cálido para sanar una dolencia grave. Como el padre de Nora murió antes de estampar su firma en el documento, ella falsificó su rúbrica. Y ahora Krogstad se sirve de ese detalle para chantajearla: o su marido lo readmite en el banco o pondrá el pagaré en sus manos.
La angustiosa tensión se resolverá en unas páginas finales de enorme interés, en las que Nora comprenderá su condición de mujer manipulada por su padre y por su esposo. Jamás la han dejado pensar, actuar y desenvolverse como un ser humano racional y maduro. La han hecho sentirse inferior, niña protegida, triste muñeca sin voluntad. Y comprende que ha llegado la hora de plantar cara a esa situación y rebelarse.

Ibsen demuestra en esta obra que no sólo es moderno, sino muy moderno; que no sólo es sensible a los problemas de la mujer, sino muy sensible; y que no sólo propone una solución dramática revolucionaria, sino muy revolucionaria. Quien quiera comprenderlo tendrá que leer la obra; y, desde luego, ninguna persona que se considere feminista (hombre o mujer) debe dejar de hacerlo. Seguro que me agradece después el consejo, porque es una de las piezas más singulares, impactantes y robustas de la dramaturgia del siglo XIX.

jueves, 9 de abril de 2015

Palabras menores



Me gusta la narrativa de Juan Ramón Santos. Lo descubrí hace años y lo acabo de corroborar con la lectura de Palabras menores, un proyecto que le publica De la luna Libros y que contiene, entre su medio centenar de relatos breves, un buen porcentaje de maravillas. El propio autor nos justifica espléndidamente el título: cuando alguien le pregunta a un escritor lo que lleva entre manos y él responde “Una novela”, suele escuchar lo de “Eso son palabras mayores”. Por tanto, escribir cuentos tiene que ser, aplicando el mismo criterio, un ejercicio de ‘palabras menores’. No se puede definir mejor.
Muchas son las cosas que, como digo, me han seducido en este volumen. Por ejemplo, el sentido del humor que exhibe en algunas de las narraciones. Sirvan como ejemplo “Biblioteca” (donde una persona ordena los libros que posee y se nos reserva una impactante sorpresa final), “Polinización” (donde vemos cómo un hombre se masturba en el bosque y su semen, al caer sobre una flor, produce un efecto inesperado), “Campaña publicitaria” (cuyo protagonista es un pequeño comerciante que tiene que recurrir al ingenio para promocionar su negocio) o ese espléndido juego irónico-irreverente que se titula “Primera comunión” y que no me resisto a reproducir íntegro, para mayor gloria de Juan Ramón Santos: “Inocente, tembloroso, asombrado al descubrirlo tan frágil y redondo en su blanca desnudez, avanzó henchido de amor, ávido y hambriento, dispuesto a devorar, por primera vez, el cuerpo de Cristi”.
Pero hay más, mucho más en Palabras menores. Está la ternura, condensada en “Mi Buenos Aires querido”, gran relato sobre la memoria, la vejez y la invasión irrespetuosa del alzheimer; están los perversos o llamativos juegos de la mente, observables en “Saudades del mal”, donde un hombre cuyos arranques de mal genio fueron limados en la infancia por la madre Consolación reconoce que por las noches sigue imaginando con melancolía las mil atrocidades que podría haber protagonizado, si ella no hubiera intervenido en su educación; están los hermosos retratos familiares, contados de forma infrecuente (“Hogar”); están...

Yo lo tengo claro: Juan Ramón Santos es un excelente escritor. Me lo demuestra en todas las páginas suyas que leo. Así que continuaré frecuentándolo. Me quito el sombrero ante los buenos narradores: no hay tantos.

martes, 7 de abril de 2015

La dama de Glenwith Grange



Ser un maestro de la novela y ser, al mismo tiempo, un maestro del relato breve es doble virtuosismo que pocos autores pueden exhibir. Y, desde luego, uno de ellos es el londinense Wilkie Collins (1824-1889). Los cinco prodigiosos relatos que se incluyen en este volumen (que traduce Elena Martín Enebral para el sello Montesinos) son una prueba contundente y definitiva. Hay humor, elegancia en el decir, quiebros formales de singular factura, variedad de formatos narrativos (a Collins le encanta diversificar en este terreno) y, por encima de todo, unos argumentos donde los lectores nos sentimos llevados con gran suavidad pero también con gran energía. Y es que Wilkie Collins, hechicero y prestidigitador, se reserva sus mejores trucos para los momentos idóneos, dosificando la intriga, lanzando destellos de luz o preservando zonas de sombra en función de las necesidades del relato. De tal manera que jamás sentimos el enojo (inevitable en otros autores) de estar leyendo “lo mismo de siempre”. En la historia que presta su título para el tomo contaremos con la presencia de una mujer que tiene en sus facciones “la marca de un hondo pesar” (p.15), derivado de un episodio bien triste de su ayer: la iniquidad que mostró con su hermana Rosamond un falso noble francés, que provocó con su vileza una irreversible y tristísima situación doméstica. En “El último amor del capitán” desembarcaremos en una isla del Pacífico aromada con los perfumes de Stevenson y Gauguin, en la cual la nativa Aitama cautivará el corazón de un viejo lobo de mar, que quedará marcado de por vida con su recuerdo. Más policial resulta “El diario de Anne Rodway”, que tiene como protagonista a una humilde costurera de 26 años, que se obstina en descubrir la identidad de la persona que ha asesinado vilmente a su amiga Mary y que, finalmente, recibirá una grata recompensa por su fidelidad amistosa. “El fantasma de John Jago” tiene casi dimensiones de novela corta y se ambienta en una zona rural de los Estados Unidos (en concreto, en la granja de Morwick Farm): allí buscará reposo de sus obligaciones laborales el abogado inglés Philip Lefrank, pero se verá enredado en una oscura trama de odios familiares, deseos inicuos y hasta un crimen aparentemente irresoluble, que terminará con un tirabuzón inesperado. Y “¿Quién mató a Zebedee?”, igualmente policial, tiene de narrador-protagonista a un viejo agente de la ley que, encontrándose en trance de muerte, recuerda un aciago episodio de su juventud: un caso complicado que sus compañeros se vieron incapaces de resolver (una mujer que, en apariencia, había matado a su marido mientras se encontraba en estado de sonambulismo) y que lo marcó para el resto de sus días... Cinco historias para degustar en cinco lentos tragos (buen libro para tener en la mesilla de noche, por ejemplo), que sin duda hará las delicias de los lectores más exigentes.

domingo, 5 de abril de 2015

El poema de Gilgamesh



Más de cuatro mil años, que se dice pronto, tiene la historia del mítico rey Gilgamesh, que se fraguó en Uruk. Ha llegado hasta nosotros en apretadas y a veces deterioradas tablillas de arcilla que, escritas en lengua sumeria, acadia e hitita, siguen generando polémicas porque los distintos estudiosos (Bottéro, A. R. George, Tournay, Parpola) no terminan de ponerse de acuerdo en la forma en que han de ser interpretadas ciertas lagunas o leídos ciertos pasajes. Hace pocas semanas, para alegría de los lectores hispanos, el profesor Rafael Jiménez Zamudio nos ha dejado en el prestigioso sello Cátedra una nueva edición de este magno poema, donde trata de fijar en la medida de lo posible el texto, aludiendo a las diferentes versiones que circulan en el mundo académico sobre él y optando por la solución más luminosa o plausible.
La historia de este monarca legendario es bien conocida: Gilgamesh es un rey aguerrido y violento («búfalo que embiste», se le llama en la página 107), que goza de una execrable fama como desvirgador de doncellas («no deja libre a jovencita alguna a su novio», p.112) y como hombre soberbio y petulante («Yo soy el Rey», p.108), al que los dioses pretenden moderar creando a Enkidu, un singular hombre-bestia, asilvestrado y primitivo, con el que enfrentan al héroe. Lo que no podía prever la diosa Aruru (máxima responsable de la creación de Enkidu) es que ambos terminarían haciéndose amigos, inseparables amigos, y que acometerían juntos infinidad de proezas, como la exterminación del terrible monstruo Huwawa o del Toro Celeste. No obstante, esta anómala asociación no es bien vista por los dioses, que comienzan a recelar de su doble poder inmenso, así que decretan la muerte de Enkidu. El lamento funeral que Gilgamesh le dedica (tablilla VIII, versos 1-56) es quizá la parte más bella y conmovedora del poema, porque nos encontramos con un héroe humanizado, tembloroso, que llora por la condena de su amigo y que llega a temer por su propia muerte.
 Para los lectores vinculados al mundo de la religión es probable que la secuencia más impactante sea la de Utanapishti, un hombre que ha merecido el don de la inmortalidad por parte de los dioses. ¿El motivo de este regalo inusual? Pues que logró sobrevivir a un diluvio universal gracias a la elaboración de un arca, con la que se mantuvo a salvo de la crecida de las aguas. Una vez que cesó la iracunda tormenta, y con el fin de comprobar si el nivel de las aguas había menguado, utilizó aves y constató si volvían o si, por el contrario, habiendo encontrado un lugar en el que anidar, jamás regresaban. Los parecidos con la historia del bíblico Noé son tan aparatosos y detallados que no pueden sino producir asombro.

Nos encontramos, en suma, con la primera epopeya de la antigüedad, que el profesor Jiménez Zamudio vertebra, ordena, limpia y fija con escrupuloso cuidado, atendiendo a todas las versiones anteriores y procurando acercarse a las propuestas más verosímiles. Gracias a él, la historia del mestizo Gilgamesh («Dos tercios de él eran dios, su otro tercio era condición humana», p.109) avanza hasta la condición de relato cerrado. Sólo por ese logro (y no es el único del volumen) ya merecería un aplauso y un lugar en todas las bibliotecas.

jueves, 2 de abril de 2015

Pandora



Desde la editorial Impedimenta se nos propone que sumerjamos los ojos en Pandora, una interesante pero poco conocida novela corta del escritor norteamericano Henry James (1843-1915). La traducción corre a cargo de Lale González-Cotta, quien asume desde las páginas introductorias una labor activa para trasvasar a nuestra lengua la prosa del escritor neoyorquino (alude a las “largas subordinaciones, interrupciones de discurso, verbos tan pospuestos que resulta imprescindible volver atrás en la lectura para retomar el referente, párrafos digresivos e inconclusos, laxos con las leyes de la gramaticalidad, y muchas otras señas de identidad, considerablemente moderadas en castellano por exigencias de la traducción”, p.15. La cursiva es mía) y que combate con energía para impedir que los lectores incurramos en la superficialidad desatenta (“Confío [en] que estas claves eviten una lectura rasante de Pandora, que una mayor luz sobre sus sutilezas redunde en el placer de leer esta nouvelle”, p.21). Es sin duda un loable propósito, digno de agradecer.
¿Y quién es la protagonista de esta novela breve? ¿Quién es la jovial y sofisticada Pandora? El elegante anfitrión Alfred Bonnycastle, intentando aliviar en la medida de lo posible el teutónico desconcierto del conde Vogelstein ante la personalidad arrolladora de la muchacha, la define de este modo: “Ella es la fruta más reciente y fresca de nuestra gran revolución americana. Es la chica hecha a sí misma” (p.96). Pero inmediatamente apostilla, para terminar de iluminar la situación, que no basta con la voluntad de una chica para convertirse en ese nuevo prototipo, porque en ese fulgurante proceso de consagración social “contribuimos a hacerla todos nosotros al mostrar tanto interés por su persona” (p.97). En efecto, Pandora pasa de ser una modesta joven que vive en Utica con sus padres a instalarse en el glamour mundano de las mejores fiestas de Nueva York, tratándose con ministros e incluso con el presidente de Estados Unidos. Es lógico que, con esa aura rodeándola y tiñéndola de magnetismo, incluso el mesurado conde Vogelstein acabe rindiéndose a sus encantos, de tal modo que paseará por la ciudad con ella, se acercarán con fervor hasta algunos de sus más emblemáticos monumentos y comentarán sus maravillas, creándose poco a poco un clima de simpatía y complicidad entre ellos. Pero en el futuro de la joven Pandora existe otro hombre, con el que está comprometida para contraer matrimonio; y se trata de una promesa que una chica norteamericana no suele incumplir con facilidad.

Elegante y sobrio, el narrador neoyorquino sabe combinar profundidad psicológica, humor y concisión para esmaltar unas páginas donde se aborda el retrato de un nuevo prototipo social, “de aparición reciente” (p.88): la chica norteamericana que, procediendo de un nivel humilde, ha tenido la gallardía de abandonar el estrecho cascarón provinciano, ha viajado al continente europeo, ha adquirido maneras y desenvolturas sociales y retorna, convertida en un ser encantador y subyugante. Como es lógico, nos hallamos ante una obra menor de Henry James (autor de novelas tan excelentes como Las bostonianas, Los embajadores o Las alas de la paloma), pero en modo alguno ante una obra desdeñable. Si Francisco Umbral precisó en su día que de los genios hay que aprovechar hasta las migajas, con más razón es recomendable la lectura de esta pequeña novelita, que supera con creces la calificación de interesante.