martes, 3 de marzo de 2015

Tanta gente sola



Los nueve relatos que conforman el volumen Tanta gente sola, de Juan Bonilla, son fácilmente resumibles: “Un gran día para tus biógrafos” nos cuenta la historia de un poeta de cierta fama que es contratado para que amenice la despedida de soltera de una admiradora suya; “Todos contra Urbano” nos muestra a un tipo gris que, para sorpresa de sus condiscípulos, termina siendo el gran protagonista de un concurso televisivo, en que el derrota a todos sus oponentes con una soltura pasmosa; “El cromo de Boronat” es un relato de pequeñas infamias infantiles, con un chico que recurre a una bajeza impropia para hacerse con el último cromo de un álbum de fútbol; “Fregoli” es la crónica de una obsesión amorosa, en la que el narrador cree ver distintas proyecciones de su amada Gabriela en las mujeres que se va encontrando por todas partes; “Algo más que simplemente existir” condensa la peripecia de Gyo, un muchacho cuya obsesión consiste en entrar en el libro Guinness de los récords por alguna habilidad o proeza, no importa cuál; “Metaliteratura” se basa en un conocido relato de Jorge Luis Borges para construir una impostura tan sorprendente como mágica (su final melancólico es insuperable); “En la azotea” nos hace subir, junto a Felicidad Azurmendi, por las escaleras de un elevado edificio, desde cuya terraza piensa arrojarse al vacío; “Alma cargada por el diablo” nos habla de un hombre que, obsesionado por los antiguos amantes de su pareja, acaba abalanzándose hacia un experimento tan absurdo como dañino, que no tendrá un final feliz; y “El lector de Perec”, con el que se cierra el tomo, supone una especie de catalizador respecto a los demás, porque los cohesiona hacia un formato casi de novela, engarzando sus nexos y otorgándoles aspecto orgánico.

Pero si los argumentos son llamativos (y sin duda lo son), más llamativo es, como siempre en Juan Bonilla, el esplendor de su prosa, donde chispean los adjetivos bien puestos, la fluidez de sus páginas, algunas ironías marca de la casa (por ejemplo, cuando se burla del autor de la tediosa novela La pasión afgana, en la página 170) y las pinceladas de humor, que siempre son oportunas e ingeniosas. El escritor jerezano es un auténtico maestro en el difícil arte de construir cuentos que parecen fáciles. Es decir, que logra que los lectores, empapados por la elegancia fluente de sus frases, no adviertan nunca las complejidades arquitectónicas que hay detrás. Que reciban los textos como quien bebe un trago limpio de agua. Pocos autores adquieren ese nivel de excelencia. Y él, sin duda, lo tiene. Leer a Juan Bonilla es leer a uno de los mejores narradores de España.

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