martes, 13 de enero de 2015

El devorador de calabazas



Somos náufragos que lloran, animales perdidos en la selva, naipes erosionados por el viento. La joven señora Armitage lo va a ir descubriendo poco a poco, con nitidez y certidumbre de navajazo. Su vida es tan peculiar como insatisfactoria: en su infancia se enamoró primero de su tío Ted y más tarde del hijo del clérigo local; su amiga Ireen resultaba tan coqueta que se atrevió incluso a mostrarse melosa con su padre; y ella misma, cuando todavía no ha llegado a los dieciséis años y se siente especialmente sola, llama una tarde por teléfono al señor Simpkin (un hombre bajito, grueso y alopécico, amigo de su padre) y se cita con él para ser besada y manoseada a las afueras del pueblo, en un lugar llamado Sam’s Lane. Más tarde, la muchacha iniciará su particular odisea genésica, que la llevará a tener hijos compulsivamente con varios hombres, hasta que estabiliza su vida (o eso cree) junto a Jake, un guionista de cine que goza de poco éxito. Mrs. Armitage tiene muy claro cuál es su máximo objetivo (“Quiero encontrar el modo de ser feliz, sea cual sea”), pero ignora por qué senderos se llega a ese presunto estadio de felicidad.
Cuando las tornas profesionales cambian y la fortuna comienza a sonreír a Jake Armitage, la vida del matrimonio empezará a sufrir las terribles erosiones de la infidelidad. Un día, después de abrir en un instante de flaqueza y de aburrimiento una carta dirigida a su marido, descubre que éste se ha estado acostando en su propia casa con una muchacha llamada Philpot; y que actualmente lo hace en un hotel con Beth Conway, esposa de su amigo Bob. Y el mundo, de un modo súbito, inevitable y cruel, se tambaleará ante sus ojos. Ya no sabe en qué creer. Ya no sabe qué sentir. Ya no sabe dónde encontrar la paz o en qué refugio cobijarse. La torre que edificaron con el dinero derivado del éxito le sirve ahora para esconderse del mundo y de sí misma, en una ceremonia que tiene más de tregua que de solución. Ni siquiera su exmarido Giles (que la acoge en su casa durante unos días y que la escucha con paciencia y con amor) puede servirle para encontrar las respuestas que tanto necesita. En esa búsqueda llena de lágrimas, la señora Armitage está sola y lo sabe, lo que no resta ni un ápice de dolor a su estado. “No se aprende nada (deduce entre las páginas 179 y 180) lastimando a los demás; sólo aprendes cuando te lastiman a ti”.
Dueña de un estilo sorprendente, lírico y engarzado sobre frases cortas, la galesa Penelope Mortimer trasvasa a esta novela con gran amargura algunas experiencias personales que sin duda la marcaron profundamente (fue madre de seis hijos con cuatro esposos distintos; asistió a un psicoanalista para intentar resolver sus problemas; se esterilizó, sin saber que su marido tenía una amante, a la que terminó dejando embarazada; acarició la idea del suicidio). Y sorprende que tuviera fuerzas para enajenarse de un modo tan eficaz y literario. De hecho, las imágenes que pueblan la novela exhiben un vigor inaudito: nos dice nuestra narradora que se siente pequeña y perdida “como un pedazo de algodón atrapado en una rama, un fragmento de porcelana en la hierba”; o nos explica que tras descolgar el teléfono “el auricular yacía como un feto deforme sobre la mesa”; o desliza sentencias que sólo una mujer podría escribir sin recibir más tarde una descarga de fusilería, y que serían impronunciables con los términos cambiados (“Un hombre tiene que estar borracho o loco o desequilibrado por el talento para comportarse como una mujer”).

Esta obra, traducida por Magdalena Palmer para el sello Impedimenta, que dirige con sabiduría Enrique Redel, constituye un documento impagable sobre la condición humana, sobre el desconcierto que nos sobrecoge cuando nos descubrimos traicionados y sobre los dolores que se llevan escondidos para siempre en el corazón.

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