martes, 25 de noviembre de 2014

Anillos para una dama



Se pueden tener reservas (y yo reconozco que siempre las he tenido) acerca del personaje Antonio Gala. Se pueden tener también reservas acerca de la valía de sus novelas y de buena parte de su poesía (también he comentado sin tapujos la condición invertebrada, fofa y ñoña de varios de sus libros narrativos y líricos). Pero cuando se lee Anillos para una dama hay que tener la misma gallardía y aplaudir con honestidad su espléndido vigor literario. Hoy lo hago, sin que me duelan prendas.
Estamos en el año 1101, en Valencia, donde la viuda del Cid, doña Jimena, vive con amargura su condición de mujer amargada, que jamás fue feliz con su esposo (“Me han prestado esta vida que no me gusta. Se han llevado la mía”) y que intenta que su hija María no repita su tristeza de mujer inmolada en nombre de la Historia (“Agarra con los dientes tu vida, la que creas que es tu vida, y que te maten antes de soltarla... ¡Vive, María, vive!”). Además, tiene por fin el valor de enfrentarse a Minaya y pedirle que reconozca por fin que siempre ha estado enamorado de ella. El guerrero, cabizbajo, musita que no podía actuar de un modo distinto al que actuó (“Cualquier destino, por extraño que sea, se define en un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”)... Ahora, con la ciudad de Valencia cercada por las tropas de Mazdalí, ni siquiera los rezos parece que vayan a servir de mucho (“Dios ya sabe, sobre poco más o menos, lo que tiene que hacer. Y no creo que mude de opinión porque tú se lo pidas”): es hora de abandonar la plaza y volver a Castilla. El rey Alfonso, que juzga la figura del Cid de un modo muy objetivo (“Ni siquiera fue una persona: fue un acontecimiento”), trata de impedir que Jimena y Minaya contraigan matrimonio, porque ese enlace destruiría la imagen inmaculada de la viuda y del guerrero castellano, al que necesita idealizado, porque le resulta útil para sus manejos políticos. Jimena, en medio de esa lucha de intereses, planta cara al rey (“Tú a ti te llamas patria; a tu voluntad, patria; a tu avaricia de poder, patria...”) y al obispo Jerónimo (“Cuando decís Dios o cuando decís patria es que vais a pedir algo terrible. Vais a pedir la vida”).

En suma, la aproximación teatral a una vida hueca o huera, calcinada por meros intereses estratégicos, que Antonio Gala acomete con excelentes movimientos escénicos, parlamentos llenos de inteligencia e incluso anacronismos llenos de humor y premeditación (Constanza sirve café en la página 43, habla de los que se queman a lo bonzo en la página 46 o alude a los petardos de Valencia en la página 77), que convierten la obra en una pieza fantástica. Muy recomendable.

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