domingo, 14 de septiembre de 2014

Pequeños desnudos



Decía Ovidio en su Arte de amar que los detalles cautivan siempre a las personas delicadas. Y, salvando las inevitables distancias y colocando todas las comillas que ustedes quieran, me ocurre algo parecido con los libros de poesía: hay ciertos destellos, ciertos adjetivos, ciertas imágenes que, sin ser en sí mismos demostración de calidad literaria objetiva, me hacen advertir que me encuentro ante alguien que escribe de verdad. Reconozco que persigo esas luces desde que abro cualquier volumen. Y si no las he encontrado en la página 10 me invade la sensación de que el autor o autora no tiene muchas cosas que decirme y suelo abandonar.
Por fortuna, cuando llegó a mis manos el breve libro de poemas que lleva por título Pequeños desnudos, la revelación se produjo antes de esa hoja fatídica. El autor no me resultaba conocido (Aníbal García Rodríguez); el sello que lanzaba la obra era el ayuntamiento de la localidad andaluza de Peligros, en colaboración con la Diputación de Granada; y el refrendo con el que partían los versos era que habían logrado alzarse con el premio poesía Villa de Peligros del año 2013. La apertura de la obra no puede ser más llamativa: el poema “Que la vida te trae dignamente”, dulce y lánguido, enjoyado de buenos deseos para la persona que lee, a quien se desea un trayecto vital lleno de venturas. Rara vez me he encontrado un pórtico tan redondo para abrir un libro. Después llega a nuestros ojos “La despedida”, donde nos cuenta el delta de una casa familiar, distribuida entre los herederos tras la muerte de sus propietarios. Es un texto que resulta emocionante sin caer en excesos, y que se lee con conmovida paz. Y en tercer lugar (no iré más lejos en la enumeración)  aparecen las líneas poéticas de “1978”, conseguido retrato de una época en la que se produjo la muerte de Santiago Bernabeu, se ratificó la Constitución y todo tenía aún el aroma de lo endeble y lo provisional. Un país en el que “el miedo era un cuchillo que segaba las calles” y en el que “todo era blanco y negro / salvo el lápiz de labios de Olivia Newton-John” (sirvan esas dos imágenes para ilustrar lo que comentaba justo al inicio de la reseña).
A partir de ese instante, y sin bajar el nivel lírico de sus composiciones, Aníbal García Rodríguez nos entregará todo tipo de poemas deliciosos: la radiografía de un edificio donde viven todo tipo de personas golpeadas por la tristeza (“Detrás de las paredes”); la languidez de un profesor que continúa con sus actividades académicas mientras espera una llamada de amor de alguien que no pulsará nunca su número en el teléfono (“Hoy, la soledad”); el aislamiento en el que vive una anciana, con la única compañía de sus viejos muebles y de una medalla que cuelga de su pecho (“Soledad, la señora del primero”)... Y todo ello, aderezado con hermosas y oportunas referencias literarias a Blas de Otero, Manuel Vázquez Montalbán, Ángel González o Jaime Gil de Biedma; o a músicos como Yann Tiersen o los míticos Pink Floyd.

Un poemario, sin duda, muy hermoso y muy completo, que demuestra el tino del jurado de este premio, que el año pasado condecoró a otro excelente escritor: el almeriense Diego Reche.

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