jueves, 4 de septiembre de 2014

El señor de las tinieblas



En un poema que escribió a mediados de los 60 y que vio la luz en su libro No me preguntes cómo pasa el tiempo, el mexicano José Emilio Pacheco anotaba: “Los murciélagos no saben una palabra de su prestigio literario”. El tinerfeño Alberto Vázquez-Figueroa, deseando usarlos en una novela, ha colocado a estos quirópteros como núcleo de El señor de las tinieblas.
Esta obra trata (y no desvelo nada importante, pues la contraportada del tomo se encarga de pregonarlo) de una recreación del mito de Fausto, centrándolo en la figura de Bruno Guinea, un médico obsesionado con la idea de curar el cáncer, a quien el Diablo tentará con disfraces varios (periodista, prostituta, anciano, ciego, etc). Es una versión muy light del mito, en la que las referencias literarias explícitas (Rómulo Gallegos, Goethe, Robert Graves) no ocultan ni por un instante la intención del autor de elaborar una novela de consumo rápido y fácil, con parlamentos pseudoteológicos, filosofías baratuchas de bachiller y una prosa que, en el mejor de los casos, se instala en la simple corrección.
Más vistosas son, a no dudarlo, las pinceladas autobiográficas que la obra contiene. Así, cuando dice en la página 190 que el protagonista lee, en plena selva amazónica, la novela Yo, Claudio, no podemos olvidar aquel apunte aventurero que Vázquez-Figueroa publicó en el Catálogo Booket de 1998 y que, bajo el título de “Un libro en el Amazonas”, explicaba cómo el novelista devoró esa obra de Robert Graves mientras descendía en piragua por el río Tena (un poderoso afluente del Amazonas).

En resumen, una novela que se vendió bien pero que no llegará a ningún sitio en la Historia de la Literatura.

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