martes, 30 de septiembre de 2014

La voz de los días



María del Carmen Callado Peña, funcionaria de Administración Local que se define como “ciudadana del mundo”, acaba de irrumpir en el panorama de la última narrativa albaceteña con un libro titulado La voz de los días, donde manifiesta su firme voluntad de “escribir en prosa poética para tener y entregar una visión más lírica y emotiva de la vida” (p.9). Y a fe que todo el volumen manifiesta un constante esfuerzo de la novel escritora para lograr su propósito.
Lleno de historias cortas y largas, el volumen La voz de los días (que aparece marcado con un original subtítulo: “Cualquier parecido con la coincidencia es pura realidad”) nos regala un sorprendente vademécum de relatos en el que casi todo cabe... “El libro y la flor”, por ejemplo, reproduce un diálogo entre ambos objetos, quienes comprenden que una alianza entre ellos (conocimiento y belleza, sabiduría y hermosura) puede servir para cambiar el mundo; “Quítate tú... pa ponerme yo...” tiene como protagonista a Gundisalvo, hombre elemental casado en segundas nupcias con la alcaldesa del pueblo, que se convertirá en el eje de este relato irónico y crítico sobre las hipocresías y las falsedades de la política; “Coquetear en la red” es la historia de una joven madre que, por las noches, se siente impulsada a coquetear con unos y otros en Internet, protagonizando unas infidelidades que no controla y que le hacen sentir viva y deseable; “Él” nos habla de un indigente que encuentra por sorpresa un billete de 500 euros. Con ese alivio económico toma un vuelo barato y se instala en Copacabana, donde retoma su antiguo hábito de tocar el saxofón. Allí también se reencuentra con su amigo Caetano Veloso y dibujan planes para el futuro. Pero antes de que esos planes se concreten despierta en el hospital. En realidad es un joven multimillonario que ha sufrido un accidente esquiando. Al volver a la normalidad, entrega un billete de 500 euros a un mendigo, el cual piensa en acudir a la casa de empeños con el dinero y recuperar su viejo saxofón...; “Adiós, nicotina, adiós” es un relato en el que los Pulmones, el Asma, el Cáncer y la Bronquitis, entre otros, se mezclan en una historia que la escritora estructura en clave amarga y humorística...

Y así podríamos seguir desgranando argumentos hasta el final. Pero que nadie se alarme: no lo haré. Prefiero la invitación para que sean los lectores quienes tracen por sí mismos ese camino y descubran a esta escritora de Tobarra. Se sorprenderán.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Llorar en la sopa



Aunque toda regla incorpora sus excepciones y todo enunciado sus asteriscos, no resultaría muy desatinado distinguir entre autores de éxito y autores de prestigio (dejaremos aparte la siempre peliaguda cuestión de la calidad literaria, tan discutible como discutida). Los primeros conformarían un grupo caracterizado por sus altísimos logros numéricos: ediciones grandes o  directamente mastodónticas, masas de lectores esperando la aparición de sus libros, gran aparato propagandístico... Hablamos de gentes como Tom Clancy, J. K. Rowling, Stephen King o Dan Brown, por citar tan sólo cuatro nombres emblemáticos. Los segundos serían aquellos que, por el contrario, concitan solamente el fervor incondicional de un grupo más limitado de lectores, pero que están empapados por la aureola de la excelencia o la exquisitez. Aduciré también cuatro nombres, para equilibrar la balanza: Wislawa Szymborska, Seamus Heaney, Jaroslav Seifert y Elena Poniatowska.
Y hoy traigo precisamente a esta sección el último libro de la mexicana Poniatowska: la colección de relatos que lleva por título Llorar en la sopa, que le publica acertadamente Fondo de Cultura Económica. Después de haberle sido concedido el premio Cervantes en 2013 (segunda mujer que lo obtiene en lo que llevamos de siglo, junto a Ana María Matute), muchos fueron quienes anotaron su exótico apellido y lo incorporaron a la lista de “autores que había que leer”. No sería mala idea empezar por estos relatos, para quien no conozca nada de la autora de Hasta no verte, Jesús mío, De noche vienes o El tren pasa primero (con la que obtuvo el premio Rómulo Gallegos en 2007).
Pero son relatos, eso sí (conviene matizarlo desde el principio, para que ningún lector se llame a engaño), donde abundan las palabras y expresiones de raíz mexicana, lo cual puede dificultar en ocasiones la lectura o la comprensión del texto. Salvado ese obstáculo, quien se sumerja en el volumen encontrará la historia de una mujer que escribe una carta de amor a Martín, a quien ama en secreto (“El recado”); las peripecias que rodean a un viejo perro vagabundo del que anda prendada una anciana que quiere a toda costa mimarlo en los años finales de su vida (“Chocolate”); la dulzura seductora e inocente de Esmeralda Loyden, que está casada simultáneamente con cinco hombres y que a todos los quiere y cuida con idéntico mimo (“De noche vienes”); la intensa amargura que embarga a Pancho, un maquinista de ferrocarril que sufre dos pérdidas igual de dolorosas: su vieja máquina y la mujer a la que ama (“Métase, mi Prieta, entre el durmiente y el silbatazo”); la decepción que arrasará el alma de un guardián de museo, que está convencido de haberse enamorado de una maestra que lleva a sus niños de visita al museo y que padecerá el acíbar del desencanto (“Los bufalitos”); o la grisácea existencia de una solterona que ha visto quemarse su vida entre llamadas telefónicas incorrectas y citas sin éxito (“Esperanza número equivocado”). Brillando en ese río de cuentos, quizá destaque un poco más que los restantes “El corazón de la alcachofa”, que nos habla de parejas rotas y de amores que no terminan de cuajar.

Elena Poniatowska entrega en este volumen veinte historias donde nos propone un viaje por el interior del ser humano, sobre todo por la zona de umbría. Imposible resistirse al encanto de muchas de ellas.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Los viajeros de Madrid



Que la capital de España ha sido visitada durante siglos por viajeros de todas las nacionalidades es algo perogrullescamente sabido, y comentarlo otra vez supone reincidir en el tópico, con la terquedad del escritor huérfano de otras ideas. Julio Llamazares, no obstante, se ha arriesgado a incurrir en ese contumaz ejercicio de erudición y nos presenta este librito que él mismo cataloga como “modesto homenaje a la ciudad en la que vivo” y donde se apiñan las impresiones que los viajeros han emitido sobre el rompeolas de todas las Españas, desde el siglo XVI hasta 1959.
De los treinta testimonios que Llamazares amontona aquí (lista muy discutible, por otro lado, pues anexa a Casanova, a Heinrich Link, a George Borrow y a Hemingway, con un enfoque narrativo más que dudoso), destaca por su exaltación el de Alejandro Dumas, que quiso nacionalizarse español tras conocer la capital del país. Pero llama muchísimo más la atención la virulencia mayoritaria de los ataques que Madrid recibe, tanto por causa de sus gentes como por su estructura urbanística, su limpieza o su cordialidad. El nuncio papal Camilo Borghese se despachó diciendo que los madrileños eran “muy puercos”; Saint-Simon, sin dejarse amilanar por su condición de diplomático, manifestó que “aquí la ciencia es un crimen, y la ignorancia y la estupidez, las primeras virtudes”; y Richard Ford llamó “carroña” a la ciudad.

Llamazares, insulso hilvanador de estos testimonios, podrá decir lo que quiera, pero esto más parece una venganza de Madrid que un homenaje.

martes, 23 de septiembre de 2014

Cuentos completos



Cuando una colección sólida, veterana y exquisita como lo es Austral publica todos los relatos breves de un escritor y les coloca un estupendo prólogo de ciento cincuenta páginas (firmado por el profesor Enrique Turpin), es que se está refrendando un hecho bien conocido por miles de lectores y que ya no admite discusión: que el catalán Juan Marsé es un clásico vivo de las letras españolas del siglo XX. Haber escrito Si te dicen que caí ya lo hubiera hecho merecedor de esa etiqueta; y habernos regalado Últimas tardes con Teresa, también; e igualmente se le otorgaría ese título por aquella delicia titulada El embrujo de Sanghai. Pero es que Marsé, además de esos tres prodigios narrativos ha enriquecido nuestra sensibilidad con La oscura historia de la prima Montse o Rabos de lagartija. Y, obviamente, con sus cuentos.
En este tomo recopilatorio veremos a Juanito Marés resolviendo enigmas de orden policíaco (“Historia de detectives”); asistiremos a la disputa técnica e intelectual entre un guionista y el director de una película (“El fantasma del cine Roxy”); reiremos con (o sentiremos lástima de) un militar ciertamente obtuso (“Teniente Bravo”); gozaremos con el humor socarrón con el que disecciona a la gauche divine catalana (“Noches de Boccaccio”); y muchas otras propuestas cinceladas con una prosa de excepción, que embriaga con la delicia de su música y con la cercanía humana de sus protagonistas.

En el relato “Parabellum” (germen, como señala con tino Enrique Turpin, de la novela La muchacha de las bragas de oro, con la cual obtendría el premio Planeta en 1978), la deslenguada Mariana le dice a Luys Ros que él es, fundamentalmente, un farsante bien parido. Y quizá Marsé también lo sea: un bien parido constructor de farsas. “Su cara de boxeador muestra a las claras su irreductible individualismo, la solidez de sus convicciones y la fuerza innegable de su obra. Es, aunque no lo parezca, un peso pesado con la forma de un peso pluma”. Así lo definía en 1986 la desaparecida revista “El Urogallo”. Y desde entonces no ha hecho sino muscularse más y crecer como narrador. Hay que ponerse en pie cuando se abre un libro de Juan Marsé. Yo lo hago.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Baudolino



Más de una vez, a lo largo de su carrera literaria, el argentino Julio Cortázar suspiró por lo que él llamaba un “lector-cómplice”. Y Umberto Eco, con esta novela, lo que parece estar reclamando es un “lector-santo Job”. No porque la obra sea mala, que no lo es, sino porque lo realmente atractivo de su argumento no se inicia hasta bien cruzada la página 300; y esa demora no todos los lectores están dispuestos a soportarla. Pero si lo hicieran (y mi recomendación es que lo hagan) descubrirían que, a partir de ahí, comienza un fabuloso viaje que tiene como objetivo descubrir el mítico reino del Preste Juan.
En esa fabulosa aventura, Umberto Eco hará que sus héroes (encabezados por ese avispado y locuaz farsante llamado Baudolino, dueño de una inmoderada desfachatez) encuentren basiliscos, selvas donde no penetra ni un solo rayo de luz, ríos de piedras movientes, unicornios mansísimos, doncellas con pies de cabra y otros mil prodigios que incluyen esciápodos (criaturas humanoides sostenidas sobre una pierna), blemias (homúnculos sin cabeza) y hasta hombres con testículos “que les llegan hasta las rodillas” (p.335).
Por lo que respecta a las huellas literarias, las hay muchas y de muy variada condición, como es normal en la prosa del cultísimo semiólogo italiano. Véase, si no, ese homenaje a Jonathan Swift que se encuentra en la página 398, cuando los blemias llaman a los caballos “Houyhmhnm” (que es precisamente como se llamaba a los humanos en uno de los Viajes de Gulliver); o esas burlas dirigidas en la página 393 contra Jorge Luis Borges (al que, por cierto, ya había satirizado con el nombre de Jorge de Burgos en El nombre de la rosa).

¿Conclusión? Pues que paciencia, porque la segunda mitad de la obra compensa del esfuerzo de haber recorrido sin apenas alegrías la primera parte.

jueves, 18 de septiembre de 2014

La casa del rojo



Es curioso que, sin haber leído ninguna novela de Miguel Sánchez-Ostiz (no lo digo con orgullo, ni con vergüenza: es una simple constatación literaria), me haya animado a leer su extenso diario de los años 1995-1998: casi medio millar de páginas. El tomo se titula La casa del rojo y me lo regaló hace tiempo mi gran amigo Pepe Colomer, que es un fino degustador de buenos escritores. Diré, como conclusión general, que el volumen me ha gustado, y que seguramente me llevará a adentrarme en algunos otros libros de Sánchez-Ostiz, a corto, medio o largo plazo. De hecho, ha despertado mi curiosidad el conjunto de inquinas que le deparó la edición de su novela Las pirañas, por la que algunas gentes de Pamplona le juraron odio eterno y lo convirtieron en enemigo público número 1. El escritor, en parte para aislarse de esa corriente de odio, se instaló en una vieja casa desvencijada en la zona norte de Navarra, en el valle del Baztán. La casa se llamaba Gorritxenea (cuya traducción al castellano es, precisamente “La casa del rojo”) y en estas páginas nos cuenta cómo fue su vida durante esos años, en los que vivió estrecheces económicas (colaboraciones de prensa que escaseaban o eran mal pagadas; conferencias que lo requerían con cuentagotas), arreglos domésticos constantes (la casa amenazaba ruina cuando la adquirió), lecturas de todo tipo (de las que va dejando constancia inteligencia en sus entradas), etc.
Sánchez-Ostiz nos deja, además, sus reflexiones sobre el choque agrio entre la forma de pensar de los vascos radicales y quienes no piensan del mismo modo que ellos; sobre las componendas mezquinas que atraviesan y determinan el mundillo literario; sobre las amistades que se destruyen; sobre el amor y las difíciles relaciones familiares; sobre gastronomía y sentir de los pueblos... Es un libro donde jamás me he aburrido, aunque el autor hablase del clima, del paisaje de los alrededores, de los platos que había comido en una taberna, de sus paseos por el monte o de la época más adecuada para plantar un determinado tipo de árboles o flores. Su prosa es tan fluida, tan elegante, tan seductora, que incluso lo más banal queda teñido de hermosura.

Anoto, de paso, algunas de las frases que he subrayado en el volumen: “No me gusta la gente que cree demasiado en nada” (p.16). “La capacidad de disfrutar de las cosas es algo que exige un ejercicio, una actitud positiva” (p.21). “El temor no a dejar una obra inacabada, sino una vida inacabada” (p.45). “Es asombrosa la facilidad con la que el impertinente da en tonto del culo” (p.77). “Nada más peligroso que no querer pertenecer a tribu alguna, nada más peligroso que el ir por libre” (p.147). “Hay cosas que sólo pueden verse con la niebla” (p.439)

martes, 16 de septiembre de 2014

El ruido del mundo



La vida de Isabel Arriaga discurre por unos cauces de tediosa banalidad: dirige una consulta psicológica con Aurora, en un exclusivo barrio de Madrid; se encuentra separada de su marido, con el que comparte un problemático hijo adolescente (Gonzalo); atiende a una clientela estable de mujeres ricas con falsos problemas absurdos (a las que bautiza con el irónico nombre de “languidecientes”); y tiene una edad que aún la mantiene deseable a los ojos de los hombres. Pero basta un chispazo para alterar esa calma aparente y falsaria: un tipo llamado Ricardo Alvear, culto, rico, programador informático, que solicita sus servicios como terapeuta después de espetarle, en la primera sesión, un resumen autobiográfico tan tentador como abrupto: “No necesita saber mucho de mí. Vivo en un buen chalet, viajo con frecuencia a Londres, a Nueva York o a Tokio si dispongo de más días, me gusta estar solo, me tomo mis copas por la noche, no entiendo las canciones de amor, apuesto en Bolsa desde mi casa. Ah, he matado a un hombre” (p.35).
Desde ese instante, el dique emocional de Isabel comienza a agrietarse: no consigue conectar con su hijo, rebelde, arisco y que cuida en su dormitorio a una inquietante boa imperator, que cada día crece más; descubre que tal vez sigue amando a su exmarido Luis (lo que no le impide mantener una extenuante sesión sexual con Adrián Siles, un reconocido experto al que ha pedido directrices para afrontar el caso de Alvear); se ve impotente para marcar unas fronteras claras en el caso de su paciente (no sabe si le gusta, le atrae o lo odia)... Es como si, de pronto, innumerables vectores de tensión la desgarraran de una forma meticulosa. El suelo tiembla. Su cerebro tiembla. Su corazón tiembla. Algo turbio parece zarandearla en todas las direcciones y la sacude el vértigo. Ricardo Alvear se ha transformado, sigilosa pero férreamente, en el elemento que modula su vida (“Era el diapasón de mi semana”, p.293). Con él mantiene una intensa esgrima psicológica, que la agota durante mucho tiempo y que provocará cambios radicales en su forma de pensar. Poco a poco irá retirando capas protectoras de su paciente y accederá a pasillos oscuros en los que él sigue deambulando desde la infancia: una madre atrapada por la náusea de las drogas; un tío con el que mantendrá una relación desasosegante y confusa; el paso por diversos centros de acogida y “re-educación”; la presencia reconfortante de Bernardo Ruiz, tal vez la única persona que veló por la felicidad del joven Ricardo... y, por fin, sus revelaciones sobre el ruido, el ruido del mundo, ese estruendo cacofónico que “nos envuelve, se cierne sobre nosotros” (p.298) y nos aleja de la calma, del sosiego, de la paz interior. Isabel, desbordada por la enorme envergadura de su dolor, no puede detener la derrota inevitable de Ricardo Alvear, pero sí que descubrirá a su lado los mecanismos para salvarse a sí misma, para enderezar el rumbo, para no hundirse en el légamo. Paciente y psicóloga intercambian silenciosamente sus funciones y ultiman, alterados, sus destinos.
Todos —es la lección que Ignacio García-Valiño nos sugiere y traslada en sus páginas— estamos acechados por hondas heridas invisibles y por fisuras que un día, sin plan previo, se alían para desmoronarnos. Todos tenemos el corazón erizado de túneles, como un termitero. Y a veces se produce una detonación que borra los tabiques. Isabel lo descubre gracias a su educadísimo y hermético paciente.

Desplegando una vez más su prosa diáfana, elegante y armónica, en la que belleza y precisión se distribuyen en los dos platillos de la balanza, el autor maño nos entrega una turbadora indagación (o un cúmulo de turbadoras preguntas) sobre el espíritu humano, sobre sus flaquezas y meandros, sobre sus puntos ciegos y sus ráfagas de luz, sobre la zozobra y sobre la esperanza.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Pequeños desnudos



Decía Ovidio en su Arte de amar que los detalles cautivan siempre a las personas delicadas. Y, salvando las inevitables distancias y colocando todas las comillas que ustedes quieran, me ocurre algo parecido con los libros de poesía: hay ciertos destellos, ciertos adjetivos, ciertas imágenes que, sin ser en sí mismos demostración de calidad literaria objetiva, me hacen advertir que me encuentro ante alguien que escribe de verdad. Reconozco que persigo esas luces desde que abro cualquier volumen. Y si no las he encontrado en la página 10 me invade la sensación de que el autor o autora no tiene muchas cosas que decirme y suelo abandonar.
Por fortuna, cuando llegó a mis manos el breve libro de poemas que lleva por título Pequeños desnudos, la revelación se produjo antes de esa hoja fatídica. El autor no me resultaba conocido (Aníbal García Rodríguez); el sello que lanzaba la obra era el ayuntamiento de la localidad andaluza de Peligros, en colaboración con la Diputación de Granada; y el refrendo con el que partían los versos era que habían logrado alzarse con el premio poesía Villa de Peligros del año 2013. La apertura de la obra no puede ser más llamativa: el poema “Que la vida te trae dignamente”, dulce y lánguido, enjoyado de buenos deseos para la persona que lee, a quien se desea un trayecto vital lleno de venturas. Rara vez me he encontrado un pórtico tan redondo para abrir un libro. Después llega a nuestros ojos “La despedida”, donde nos cuenta el delta de una casa familiar, distribuida entre los herederos tras la muerte de sus propietarios. Es un texto que resulta emocionante sin caer en excesos, y que se lee con conmovida paz. Y en tercer lugar (no iré más lejos en la enumeración)  aparecen las líneas poéticas de “1978”, conseguido retrato de una época en la que se produjo la muerte de Santiago Bernabeu, se ratificó la Constitución y todo tenía aún el aroma de lo endeble y lo provisional. Un país en el que “el miedo era un cuchillo que segaba las calles” y en el que “todo era blanco y negro / salvo el lápiz de labios de Olivia Newton-John” (sirvan esas dos imágenes para ilustrar lo que comentaba justo al inicio de la reseña).
A partir de ese instante, y sin bajar el nivel lírico de sus composiciones, Aníbal García Rodríguez nos entregará todo tipo de poemas deliciosos: la radiografía de un edificio donde viven todo tipo de personas golpeadas por la tristeza (“Detrás de las paredes”); la languidez de un profesor que continúa con sus actividades académicas mientras espera una llamada de amor de alguien que no pulsará nunca su número en el teléfono (“Hoy, la soledad”); el aislamiento en el que vive una anciana, con la única compañía de sus viejos muebles y de una medalla que cuelga de su pecho (“Soledad, la señora del primero”)... Y todo ello, aderezado con hermosas y oportunas referencias literarias a Blas de Otero, Manuel Vázquez Montalbán, Ángel González o Jaime Gil de Biedma; o a músicos como Yann Tiersen o los míticos Pink Floyd.

Un poemario, sin duda, muy hermoso y muy completo, que demuestra el tino del jurado de este premio, que el año pasado condecoró a otro excelente escritor: el almeriense Diego Reche.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Cocinar el loto



No sé muy bien cuál es la poesía que me gusta. Qué temas prefiero. Qué juegos verbales o qué adjetivaciones o qué metáforas me conmueven más. Pero sí sé (eso lo sé perfectamente) que hay escritores que siempre me gusta frecuentar. Autores cuyas páginas me sorprenden, me conmueven, me impresionan, me vencen y convencen, me dicen su mensaje de belleza. Ángel Manuel Gómez Espada es uno de ellos. Siempre lo ha sido, desde que leí sus primeros versos, hace ya muchos años. Y aunque he intentado algunas veces ponerle justificaciones formales o teóricas a dicho fervor, pronto he abandonado la empresa. Me gusta y punto. Como me gustan los besos de Marta, el café, la piel de mis hijos, la cerveza congelada, la prosa de Jorge Luis Borges y los fósiles.
Ahora he tenido la suerte de conocer su libro de versos Cocinar el loto, que me ha devuelto la felicidad de columpiarme en sus palabras, dejar que me resbalaran dentro y paladearlas con la atención de siempre. El poeta nos habla aquí del tiempo, del desamor, de la dignidad y sus erosiones, de lo que pudo haber sido y no fue, de lo que fue y se extinguió, de las decepciones más amargas (aunque luego se las encare con humor), de la memoria y sus deformidades... En suma, traza ante nuestros ojos una cartografía de su corazón, que es lo que más me gusta de los buenos libros de poesía.
Del amor nos dirá que son “dos islas chocando entre sí” y “una especie de viaje”; pero que muchas veces su final consiste en “esperar sentado a que no vuelvas”. Que algunas tardes es placentero tomar café mientras se lee a Stendhal, aunque los “triunfadores” (quienes ganan buenos sueldos y se llevan a las chicas más guapas) sean quienes preparan oposiciones y se machacan en el gimnasio. Que encontrarte muchos años después con tu amada de juventud y verla con su hijo y cargada de bolsas de la compra produce una sensación extraña. Que la vida es un trayecto pespunteado de luces y sombras, en el que procuramos chapotear con toda la dignidad posible, aunque no siempre lo consigamos. Que...

Pero no diré nada más. Ustedes tienen que leer este libro. Deben acercarse a los versos majestuosos, ágiles, decantados, de Ángel Manuel Gómez Espada. No porque sea mi amigo (eso en esta reseña es secundario), sino porque es un poeta colosal, de los que se te cuelan dentro y se instalan en tu alma de lector. Hagan la prueba.

martes, 9 de septiembre de 2014

Meditaciones



Marco Aurelio no fue, desde luego, un emperador romano al uso. Combatió, por supuesto. Y tomó decisiones polémicas durante sus años de gobierno, desde luego que sí. Pero, en los ratos libres, se dedicaba a tareas reflexivas y fue redactando estas famosas páginas que, con el título de Ta eis heautón (las escribió en griego), se han divulgado habitualmente como Meditaciones. La editorial Alianza fue la encargada de comercializar esta traducción, llevada a cabo por Bartolomé Segura Ramos.
Muchas son las cosas que me han llamado la atención en este compendio de sentencias: la serenidad de su enunciación, la honda verdad que alienta tras sus líneas y, sobre todo, la sensación de que constituyen un vademécum fraguado con lentitud de gotera, que no hay en ellas prisa, ni efectismo, ni frases huecas articuladas porque sí. Muy reconfortante.

Y como quizá el mejor elogio y la mejor publicidad que se pueda hacer de este libro es anotar algunas de sus mejores sentencias, ahí las copio, aun sabiendo que mi resumen es tan arbitrario como incompleto. Lo completaré diciendo que son las frases que he subrayado en rojo, después de leer la obra tres veces a lo largo de mi vida. El tiempo las ha decantado dentro de mí: “Al amanecer, dite a ti mismo: me voy a tropezar con un indiscreto, un desagradecido, un insolente, un envidioso, un insociable”. “No hay que aspirar a la buena opinión de todos”. “Es preciso estar recto, no que te pongan recto”. “No realices ningún acto al azar”. “¿La esmeralda se hace peor de lo que es si no se la elogia?”. “Ciego, el que cierra el ojo de la inteligencia”. “El hombre que obra bien no trata de sacar beneficio, sino que pasa a otra cosa”. “Imposible es que los malos no hagan algo a su estilo”. “La mejor manera de defenderte es no parecerte a ellos”. “El orgullo es un terrible embaucador”. “La buena fama entre la multitud es el aplauso de las lenguas”. “De muy pocas cosas depende el vivir felizmente”. “Muchas veces comete injusticia el que no hace nada, no sólo el que hace algo”.

domingo, 7 de septiembre de 2014

El vigilante del fiordo



Decir que un libro de Fernando Aramburu me ha gustado o me ha sorprendido es absurdo e innecesario: todos los suyos lo hacen. Pero sí que es verdad que El vigilante del fiordo (2011) me ha resultado especialmente seductor. El volumen es una colección de ocho relatos donde el escritor donostiarra demuestra que su calidad de prosa y su inteligencia compositiva son muy notables. A veces, nos hablará de personas que huyen de unos perseguidores innominados (¿tal vez de ETA?) y que se refugian en el sur, donde el mar no se parece en nada al que ellos tenían en el Cantábrico (“Chavales con gorra”); o del estupor, la ternura y el desconcierto que asaltan a un hombre cuando observa, desde la ventanilla del Metro, cómo una mujer se deshace en lágrimas en una estación (“La mujer que lloraba en Alonso Martínez”); o nos ofrece un fresco espeluznante sobre la masacre del 11-M en Madrid, enlazando pequeñas historias a modo de cuentas de un collar o diapositivas, llenas de cotidianidad y ternura, mientras flota por encima todo el dolor, toda la repulsión, todo el espectáculo espantoso de aquella infamia (“Carne rota”); o nos cuenta las vacaciones que pasa Fede con su padre en una autocaravana (“Lengua cansada”)...
Las dos narraciones que más me han gustado del tomo han sido “Nardos en la cadera” (historia de dos ancianos que se ven envueltos en una cita a ciegas organizada por familiares, pero que se termina resolviendo de una forma muy original e insospechada) y la que da título a la recopilación (en la que nos habla de Abelardo, antiguo funcionario de prisiones cuya madre fue asesinada por ETA con una bomba y que ahora está ingresado en un hospital psiquiátrico. Él cree que, de vez en cuando, se va de viaje a Noruega, donde trabaja vigilando un fiordo para evitar ataques terroristas).

Todas las historias contenidas en este libro están muy bien contadas, con piezas que bailan en el tiempo y en el espacio, y que se combinan de forma sutil sin revelarnos todos sus trucos hasta el final. Propietario de una magia única para contar historias, Fernando Aramburu se yergue en El vigilante del fiordo hasta una altura de auténtico maestro del género.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Rueda del tiempo



Quizá no sea el de Manuel Talens (Granada, 1948) el nombre más conocido de la literatura española, pero lo cierto es que su libro Rueda del tiempo es una colección de relatos que hacen gala, a mi juicio, de una extrema perfección y de una consumada y melancólica belleza. En ellos se nos muestra la radiografía sentimental de unos cuantos perdedores, a los que la Historia (o simplemente el tiempo) ha vapuleado a sus anchas y se ha complacido en desmoronar. Y esos seres confusos (un viejo torero de vida fracasada, un anciano de izquierdas evocado por su sobrino, un maestro de escuela que cree en la justicia de los mapas) se van desmigajando con languidez, erosionados por la inmisericordia de la vida.
Ahí está ese viejo brigadista del 36 que vuelve a los escenarios donde recibió el don de la belleza, que se le evaporó ante los ojos con la misma celeridad con que vino; ahí está Virtudes Pestaña, una prostituta deslenguada que va chapoteando como puede para sobrevivir y que trata de ser inmune al desaliento; ahí está el exiliado Santiago Fadrique, que vuelve a España en 1957 para ejecutar aquellas acciones que no debió diferir durante tantos años. Y ahí está, quizá por encima de todos los demás (se me antoja el mejor relato del libro), Miqueas Rofe, el protagonista de la historia que da título al volumen, un sefardita que vuelve a la patria de sus ancestros para restañar quinientos años de lágrimas, oprobio y melancolía.

Si todavía conservan ustedes el entusiasmo por la literatura, el gusto por saborear historias hermosas y contadas con hondura, sencillez y poder de seducción; si aún creen que es posible emocionarse como un niño (o como don Quijote) con lo que se cuenta en las páginas de un libro; si aún son ustedes como ese sultán que encontraba el placer de sus días y de sus noches en las palabras de Sherezade, créanme: ésta es una obra con la que alcanzarán instantes preciosos, delicados, sublimes, inolvidables. No se sentirán defraudados en ninguna de sus páginas.

jueves, 4 de septiembre de 2014

El señor de las tinieblas



En un poema que escribió a mediados de los 60 y que vio la luz en su libro No me preguntes cómo pasa el tiempo, el mexicano José Emilio Pacheco anotaba: “Los murciélagos no saben una palabra de su prestigio literario”. El tinerfeño Alberto Vázquez-Figueroa, deseando usarlos en una novela, ha colocado a estos quirópteros como núcleo de El señor de las tinieblas.
Esta obra trata (y no desvelo nada importante, pues la contraportada del tomo se encarga de pregonarlo) de una recreación del mito de Fausto, centrándolo en la figura de Bruno Guinea, un médico obsesionado con la idea de curar el cáncer, a quien el Diablo tentará con disfraces varios (periodista, prostituta, anciano, ciego, etc). Es una versión muy light del mito, en la que las referencias literarias explícitas (Rómulo Gallegos, Goethe, Robert Graves) no ocultan ni por un instante la intención del autor de elaborar una novela de consumo rápido y fácil, con parlamentos pseudoteológicos, filosofías baratuchas de bachiller y una prosa que, en el mejor de los casos, se instala en la simple corrección.
Más vistosas son, a no dudarlo, las pinceladas autobiográficas que la obra contiene. Así, cuando dice en la página 190 que el protagonista lee, en plena selva amazónica, la novela Yo, Claudio, no podemos olvidar aquel apunte aventurero que Vázquez-Figueroa publicó en el Catálogo Booket de 1998 y que, bajo el título de “Un libro en el Amazonas”, explicaba cómo el novelista devoró esa obra de Robert Graves mientras descendía en piragua por el río Tena (un poderoso afluente del Amazonas).

En resumen, una novela que se vendió bien pero que no llegará a ningún sitio en la Historia de la Literatura.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Cómo armar y desarmar un relato



Muchas personas, incluso de buena fe, opinan que los talleres literarios o los consejos que imparten los escritores consagrados no valen para gran cosa, porque es imposible comunicar el talento de la escritura. Y tal afirmación, aunque esconde una porción de verdad (el talento no se enseña), peca de irreflexiva: todas las tareas creativas mejoran cuando reciben el impulso de un aprendizaje. Un arquitecto necesita dominar el dibujo técnico; un pintor debe conocer en profundidad las condiciones de sus óleos o la más productiva combinación de colores... Y esas sabidurías se enseñan. Que luego el creador auténtico las retuerza, las deforme o las mejore es otro cantar. Pero se empieza por aprender. Con humildad, con sencillez, con prudencia.
Fernando Clemot, autor de libros tan memorables como El golfo de los Poetas o Estancos del Chiado (premio Setenil en 2009), acaba de publicar un libro que es realmente útil y valioso para quienes se adentran en el mundo de la escritura. Se titula Cómo armar y desarmar un relato y lo publica la editorial Base. Y desde el principio el autor barcelonés explica que quiere presentar este volumen «como un libro que combina lo teórico, la experiencia personal y lo práctico. Como un libro que trata de orientar, de desbrozar un camino por el que hemos tenido que pasar todos» (p.11). Y ciertamente lo consigue, partiendo de una premisa inteligente, rigurosa e indiscutible: «Es un rasgo general que los nuevos escritores se quieran pasar por alto algunas etapas de formación y llegar a los objetivos que se han propuesto (publicación, notoriedad) con rapidez y con el mínimo esfuerzo. Se ha producido un efecto de transmisión desde la sociedad a la literatura de uno de los valores más arraigados de nuestro tiempo: la inmediatez. Todo lo exigimos al instante, nuestros deseos deben ser cubiertos con celeridad: en una sociedad en que casi todo se puede comprar cuesta entender que haya algo que no se puede obtener con una tarjeta de crédito» (p.25).
Para quebrar esa tendencia, Fernando Clemot se detiene en cada uno de los pormenores que conforman la confección de un texto creativo en prosa: los tipos de narradores que se pueden elegir para contar una historia (con una interesante explicación de sus virtudes y limitaciones); un apartado práctico en el que se analizan las condiciones que debe cumplir un buen título; una breve aproximación al monólogo interior como ingrediente narrativo; el análisis de algunos inicios famosos de cuentos (para analizar sobre ellos sus aportaciones y sugerencias); la importancia de incorporar al personaje central, debidamente tratados desde el punto de vista literario, algunos elementos de la vida del autor (el llamado “fondo sentimental”)... Finalmente, el volumen se cierra con una serie de consejos sobre el formato y la presentación que debe respetar el escrito (márgenes, justificación, sangrías, etc), así como algunas indicaciones ortográficas de fácil memorización y manejo. También se incluyen un interesante texto de Fernando Clemot sobre las últimas generaciones de narradores españoles y una amplia selección de libros ordenados cronológicamente para lectores y escritores que se quieran formar de un modo completo y equilibrado.

Un libro serio e iluminador, escrito con prosa diáfana por uno de los mejores cuentistas del país, donde se nos ofrecen algunas recomendaciones para concebir, construir y presentar nuestras historias de un modo eficaz.