lunes, 17 de marzo de 2014

Caricaturas y retratos



Decía Antonio Gala, hace ya muchos años, que no hay nada que una tanto a dos personas como mirar algo juntas. Mucho más, decía él, que mirarse la una a la otra a los ojos. Y con los escritores quizá la fórmula admita una variante: no hay nada que los retrate más y mejor que observar el modo –cruel, arbitrario, sistemático, amable, distendido, agrio, displicente, burlón– en que ellos retratan a los demás. Julio Camba, periodista culto y de enorme producción poliédrica, dedicó una parte de sus artículos de prensa, durante años, a dibujar semblanzas de escritores y pensadores que, por un motivo u otro, recabaron su atención. La editorial Fórcola, de la mano de Francisco Fuster, las reúne ahora en un delicioso volumen.
En estas páginas, y como muy atinadamente indica el propio Fuster, “lo que capta nuestro autor son una especie de escorzos en los que siempre se nos revela una faceta desconocida de esa personalidad sobre la que ya creíamos conocerlo todo” (p.10). Y maneja para ello “un razonamiento metonímico para llevarnos de la parte al todo”. Es exacto. Julio Camba, el irónico, versátil y endiabladamente ingenioso Julio Camba, era capaz de aprehender el espíritu de sus personajes con una velocidad y una exactitud anonadantes. Y aunque luego no compartamos como lectores todos sus juicios siempre admiramos sus ojos de bisturí.
Pongamos algunos ejemplos. Al nicaragüense Rubén Darío, después de tildarlo de maestro lo reputa de “el más ilustre de todos sus compatriotas” (p.45). A Edmond Rostand, en cambio, le reserva dicterios menos edulcorados, tanto en el aspecto personal como en el literario (“Me es muy antipático […]. No tiene nada absolutamente de poeta”, p.73). Tampoco le duelen prendas a la hora de crucificar a Marcel Prévost con un eslogan desdeñoso (“Un cursi insoportable”, p.79) o de adjudicarle al sacrosanto Karl Marx un adjetivo de lo más explícito (“fantasmón”), justo después de retratarlo en tonos ácidos (“Era un evangelista de la igualdad social, pero se expresaba en una forma perfectamente pedantesca y no tenía el menor interés en llegar al corazón del pueblo”, p.185).
En ocasiones, Julio Camba se decide por el retrato paradójico, como el que articula sobre el vasco Pío Baroja (“No le he admirado, a pesar de sus incongruencias, sino por sus incongruencias, ni a pesar de sus faltas gramaticales, sino por sus faltas gramaticales, ni a pesar de sus ideas absurdas, sino por sus ideas absurdas”, p.53). Y en otras, utilizando como base a un autor (en este caso. Paul Verlaine), elabora una crítica que se tiñe de matices más generales (“¿No se ha de haber muerto, si lo han matado ustedes de hambre? En el caso de Verlaine se puede asegurar que el poeta ha muerto, y a su muerte han contribuido los periódicos, que no le tomaban trabajos, tanto como los editores, que casi no le pagaban”, p.67)

¿Una galería de retratos con la cual forjarse una imagen objetiva de sus protagonistas? En modo alguno. Ni Julio Camba lo pretende ni hubiera sido capaz de sujetarse a tal disciplina académica. Maestro de la pincelada, doctor en ironías y zumbas, el periodista pontevedrés (que vivió sus últimos trece años hospedado en una habitación del madrileño hotel Palace) se decanta por las miradas tangenciales. Y el resultado, se lo puedo asegurar, es impagable.

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