domingo, 30 de marzo de 2014

En torno a las artes



Con Miguel de Unamuno me pasa como ocurre con los buenos amigos: estoy de acuerdo con él, sentimos que fluye la armonía entre nosotros y, de inmediato, surge una desavenencia; nos enfadamos; nos distanciamos; nos juramos odio eterno; nos volvemos a juntar; tomamos café; reímos; aparece una veta nueva de amistad; nos adentramos en ella. Y se repite el ciclo, una y otra vez. Es casi imposible no pelearse con el narrador vasco. Es imposible no tener fricciones con él, porque a su condición de energúmeno (Julián Marías dixit) se le une su constante voluntad de picotear en todos los temas del universo, sobre los que se empeña en tener una opinión rugiente, marmórea... y sin embargo cambiante. Y tú, que eres una persona más normal, menos extremada, menos aspaventosa, te resistes a seguirle el juego con el radicalismo que él parece exigirte a cada paso. O conmigo o contra mí. Y tú optas cada vez por un camino diferente.
Después de leer En torno a las artes descubrimos lo que Unamuno pensaba del papel pedagógico, a veces ingrato, de los buenos autores teatrales (“La tarea de educar al público es penosa y rarísima vez sirve para sustentar al educador”, p.13); sobre la labor estética y psicológica que cumplen los representantes de las obras (“Dramas y comedias hay que si se mantienen es merced a los actores y personajes, que son creación, más bien que del autor, del actor”, p.18); sobre las relaciones entre literatura y cine, que conviene que situemos históricamente en su contexto del año 1923 (“Peliculear una obra literaria es despellejarla”, p.30); o sobre la condición paradójica de los auténticos pensadores (“El intelectual se está contradiciendo siempre, porque es, en esencia, un ser contradictorio”, p.144).
Y es que en este variado volumen nos encontramos con agudos análisis de obras de teatro; con interesantes aproximaciones a algunos artistas plásticos (Darío de Regoyos, Sorolla, El Greco), donde se incluyen frases para pensarlas (“Zuloaga pinta en español”, p.39); con aforismos estéticos (“Lo sujeto a moda es lo feo, no lo bello”, p.88); y hasta con algunos simpáticos juegos de palabras, en los que el viejo gruñón vasco-salmantino se adentra en una veta poco explotada (y poco explorada) de su narrativa: cuando se queja del carácter espectacular del teatro, nos dice que es una pena que el arte escénico se haya convertido en espejo “no de costumbres, sino de costumes” (p.21).

Seguiré peleándome con don Miguel, lo sé seguro, en futuros libros. Me gusta boxear con los pensadores inestables, profundos, atrabiliarios, excitantes...

miércoles, 26 de marzo de 2014

El diccionario del diablo



Entre los muchos diccionarios que circulan por ahí, en librerías y bibliotecas, los hay de todo orden: de uso, académicos, de sinónimos, de rima, de humor (les aconsejo el de José Luis Coll, aunque el de Luis Díez Jiménez también incluye instantes felices), etc. Pero pocos alcanzan la gracia, la ironía, la profundidad, la inteligencia, del Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce. Yo conocí esta obra gracias a la recomendación de Joaquín Iborra Mateo, y la verdad es que ahora que la he releído al cabo de 15 años sigo pensando que es un prodigio de estilo y de penetración. Las definiciones que en él incluye oscilan entre la zumba, la retranca, el sarcasmo, la desvergüenza, la libertad y la iconoclastia, y siempre son deliciosas de leer. Pero como cualquier comentario que yo pudiera hacerles sería un pálido reflejo de sus numerosas virtudes, estoy pensando que lo mejor será que les apunte algunas de ellas, para que ustedes juzguen. Si les gustan las que anoto, les aseguro que el libro contiene muchos centenares más, del mismo tenor, hasta completar casi las quinientas páginas. Raro será que encuentren un libro más ameno, más gamberro y más sagaz.
Adelante, pues, con la enumeración...
Abogado: Profesional especializado en burlar la ley. / Aire libre: Esa parte de nuestro entorno que el gobierno todavía no ha podido tasar con impuestos. / Alentar: Confirmar a un necio que hace bien al empeñarse en una tontería que está empezando a perjudicarle. / Amistad: Barco lo bastante grande para llevar a dos cuando hace buen tiempo, pero sólo a uno cuando empeora. / Baco: Deidad más que conveniente inventada por los antiguos como excusa para emborracharse. / Batalla: Método de desatar con los dientes un nudo político que no se podía deshacer con la lengua. / Calamidad: Hay dos tipos de calamidades: la desgracia propia y la fortuna ajena. / Categórico: Equivocado a voz en grito. / Centeno: Whisky en cáscara. / Cerebro: En nuestra civilización se tiene en tan alta estima al cerebro que se le recompensa eximiéndole de ocupar cualquier cargo público. / Cielo: Lugar donde los perversos dejan de incordiarte con su conversación sobre sus problemas personales, y los bondadosos escuchan con atención mientras tú expones los tuyos. / Circunloquio: Truco literario por el que un escritor que no tiene nada que decir se lo cuenta lentamente al lector. / Cobarde: El que en una situación peligrosa piensa con las piernas. / Competidor: Sinvergüenza que desea lo mismo que nosotros. / Cumplido: Préstamo con interés. / Depósito: Contribución caritativa para ayudar a un banco. / Día: Período de veinticuatro horas, casi todas malgastadas. / Disimular: Ponerle una camisa limpia a la personalidad. / Distancia: Lo único que los ricos están dispuestos a que los pobres consideren suyo, y a que la guarden. / Egoísta: Persona de mal gusto, más interesada en sí misma que en mí. / Elogio: Homenaje que rendimos a los logros ajenos que se parecen, aunque no igualan, a los nuestros. / Erudición: Polvo que se levanta de un libro y se introduce en un cráneo hueco. / Espalda: Parte de la anatomía de un amigo que tenemos el privilegio de contemplar cuando nos van mal las cosas. / Fe: Creencia sin pruebas en lo que dice alguien que habla sin tener la menor idea sobre cosas nunca vistas. / Historia: Relato, casi siempre falso, de las hazañas, casi siempre carentes de la menor importancia, que realizan gobernantes, casi siempre deshonestos, y soldados, casi siempre necios. / Homeópata: El humorista de la profesión médica. / Inmigrante: Persona desinformada que cree que un país es mejor que otro. / Jurado: Cierto número de personas designadas por un tribunal para ayudar a los abogados a impedir que la ley degenere en justicia. / Noviembre: Undécima parte de las doce que conforman el tedio. / Paz: En política internacional, intervalo dedicado al engaño entre dos períodos de guerra. / Política: Medio de ganarse la vida preferido por la parte más degradada de nuestras clases delictivas. / Procesión: Reunión de necios que se han negado a cultivar el sentido del ridículo. / Represalia: Piedra natural sobre la que se erige el Templo de la Ley. / Ruina: Lugar donde acabarían nuestros millonarios si tuvieran que pagar impuestos. / Sacerdote: Caballero que afirma conocer y ser propietario del sendero interior que conduce al paraíso, y que quiere poner un peaje en el mismo.

¿Les ha parecido un buen paseo? Pues ya saben el título del libro...

domingo, 23 de marzo de 2014

El hombre bicolor



Ocurre con Javier Tomeo una cosa que tiene difícil explicación técnica (y perdón por el adjetivo): que te puede maravillar o te puede horripilar, sin que existan demasiadas justificaciones para respaldar esa filia o esa fobia. Te encanta o te deja frío. Te seduce o te resbala. Te entusiasma o te irrita. Conozco a buenos lectores que lo consideran un blue y a otros que, igual de cultos y refinados, lo juzgan un Kafka hispano. Imposible conciliar ambas posturas. Imposible decidir quién tiene razón y quién yerra.
Fallecido en el año 2013, la atenta editorial Anagrama –que fue su casa durante mucho tiempo– le rinde ahora un hermoso homenaje publicando su texto El hombre bicolor, que participa de las atmósferas habituales del escritor oscense. En él conoceremos a Hermógenes W., un recaudador de impuestos de segunda fila que llega a la localidad de Boronburg “decidido a no dejar títere con cabeza” (p.10). Su objetivo máximo es el astuto conde de Breeworst, que parece haberse evaporado después de estafar una importante cantidad de dinero a las arcas públicas (júzguese la carga explosiva de esta frase: “En este país hay ya demasiados ciudadanos, incluso plebeyos, que no cumplen con sus obligaciones tributarias”, p.32); pero igualmente desea apretar las tuercas al pueblo llano, por considerar que esa actitud estricta y despiadada le puede valer por fin el ascenso que tanto anhela y merece.
Su voluntad es, por tanto, firme (“Soy un hombre que cuando muerde no suelta fácilmente su presa”, p.48). No obstante, le aguarda en Boronburg una desagradable sorpresa: nadie ha acudido a la estación de tren para recibirlo; nadie se deja ver por las calles de la localidad; nadie tampoco lo atiende en el hotel donde habrá de hospedarse. ¿Qué es lo que está pasando realmente? ¿Dónde se ha metido todo el mundo? ¿Huyen de él; se burlan; lo ningunean? Hermógenes está desconcertado, pero se hace el firme propósito de no evidenciar su estupor ni su rabia. Si lo espían o esto se trata de algún tipo de prueba para medir su temple, él afrontará la situación con la mayor de las sangres frías.
Así que, durante varias jornadas, el mediocre funcionario se instala en el hotel, silba con aparente despreocupación, llama por teléfono al ayuntamiento para ver si alguien le informa sobre lo que está pasando, registra la cocina en busca de alimentos, recuerda a su singular tía Rosamunda (refranera, protectora, enigmática y dueña de un caniche que tal vez se comió), nos comunica algunas peculiaridades suyas (como que tiene un ojo de cada color o que se desdobla en dos personalidades que discuten entre sí), etc. En suma, va dejando que el tiempo fluya mientras ejecuta acciones cotidianas y se entretiene con pensamientos banales o paradójicos.

¿Qué lugar ocupará este libro en la producción completa de Javier Tomeo? Es difícil decirlo, con tan escasa distancia crítica. Parece, eso sí, alejado de una primera línea de excelencia en la que figurarían Amado monstruo, El cazador de leones o La ciudad de las palomas. Pero no me atrevería a ir más allá a la hora de juzgarla. Tomeo es tan peculiar, tan sorprendente, tan anómalo, que para adjudicarle una etiqueta hay que andar siempre con pies de plomo, pues se corre el riesgo de pecar por exceso y por defecto. Esperaremos.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Flor de greguerías



Las greguerías de Ramón Gómez de la Serna provocan –siempre han provocado– reacciones viscerales y encontradas. Hay quien ha hablado de “pensamiento en burbujas” y las ha tildado de genialidades líricas; y hay quien, como Jorge Luis Borges, dictaminó que el escritor madrileño, una vez consolidadas como género, se liberó de la obligación de pensar. A mí, personalmente, me llamaron mucho la atención durante mi época como estudiante de bachillerato, pero no había vuelto a revisarlas desde entonces.
Por azar, ha caído en mis manos el mítico volumen Flor de greguerías, que engloba lo más selecto de las que Gómez de la Serna ideó entre 1910 y 1958. Centenares de frases cortas que danzan su ballet de ingenio, poesía, filosofía, humor y cultura en una docena de palabras. Y la conclusión que he extraído de la relectura es que las greguerías más inclinadas hacia la gracieta han dejado de gustarme, en tanto que se colocan en primer plano aquellas que dibujan su orfebrería de lirismo y pensamiento: desde la reflexión sobre el paso de las horas (“El reloj es una bomba de tiempo, de más o menos tiempo”) hasta el humor amoroso (“Si una mujer te plancha la solapa con la mano ya estás perdido”); desde la filosofía floral (“En cuanto se abre la rosa comienza a dictar testamento”) hasta la evidencia anatómica (“Todos los pájaros son mancos”); desde las fórmulas conformistas (“La felicidad consiste en ser un desgraciado que se sienta feliz”) hasta el lirismo acuático (“El mar sólo ve viajar: él no ha viajado nunca”); desde la sentencia honda (“Si no fuéramos mortales no podríamos llorar”) hasta la constatación higiénica (“El agua no tiene memoria: por eso es tan limpia”); desde el magisterio aforístico (“Aburrirse es besar a la muerte”) hasta la filatelia anacrónica (“El coleccionista de sellos se cartea con el pasado”); desde la precaución emocional (“La manera de curarse el corazón es ahorrando presentimientos”) hasta los dibujos religiosos (“Unid todas las estrellas con líneas de lápiz luminoso y resultará la silueta de Dios”); desde la imposibilidad paleontológica (“El día en que se encuentre un beso fósil se sabrá si el amor existió en la época cuaternaria”) hasta el juego verbal significativo (“Exceso de fama: difamación”); desde la sentencia terrible (“La vida se paga a plazos”) hasta la exaltación cultural (“El libro es el salvavidas de la soledad”).

Ramón Gómez de la Serna –al menos, una parte de él– sobrevive bien al paso de los años. No es afirmación que se pueda predicar de todos sus detractores. 

lunes, 17 de marzo de 2014

Caricaturas y retratos



Decía Antonio Gala, hace ya muchos años, que no hay nada que una tanto a dos personas como mirar algo juntas. Mucho más, decía él, que mirarse la una a la otra a los ojos. Y con los escritores quizá la fórmula admita una variante: no hay nada que los retrate más y mejor que observar el modo –cruel, arbitrario, sistemático, amable, distendido, agrio, displicente, burlón– en que ellos retratan a los demás. Julio Camba, periodista culto y de enorme producción poliédrica, dedicó una parte de sus artículos de prensa, durante años, a dibujar semblanzas de escritores y pensadores que, por un motivo u otro, recabaron su atención. La editorial Fórcola, de la mano de Francisco Fuster, las reúne ahora en un delicioso volumen.
En estas páginas, y como muy atinadamente indica el propio Fuster, “lo que capta nuestro autor son una especie de escorzos en los que siempre se nos revela una faceta desconocida de esa personalidad sobre la que ya creíamos conocerlo todo” (p.10). Y maneja para ello “un razonamiento metonímico para llevarnos de la parte al todo”. Es exacto. Julio Camba, el irónico, versátil y endiabladamente ingenioso Julio Camba, era capaz de aprehender el espíritu de sus personajes con una velocidad y una exactitud anonadantes. Y aunque luego no compartamos como lectores todos sus juicios siempre admiramos sus ojos de bisturí.
Pongamos algunos ejemplos. Al nicaragüense Rubén Darío, después de tildarlo de maestro lo reputa de “el más ilustre de todos sus compatriotas” (p.45). A Edmond Rostand, en cambio, le reserva dicterios menos edulcorados, tanto en el aspecto personal como en el literario (“Me es muy antipático […]. No tiene nada absolutamente de poeta”, p.73). Tampoco le duelen prendas a la hora de crucificar a Marcel Prévost con un eslogan desdeñoso (“Un cursi insoportable”, p.79) o de adjudicarle al sacrosanto Karl Marx un adjetivo de lo más explícito (“fantasmón”), justo después de retratarlo en tonos ácidos (“Era un evangelista de la igualdad social, pero se expresaba en una forma perfectamente pedantesca y no tenía el menor interés en llegar al corazón del pueblo”, p.185).
En ocasiones, Julio Camba se decide por el retrato paradójico, como el que articula sobre el vasco Pío Baroja (“No le he admirado, a pesar de sus incongruencias, sino por sus incongruencias, ni a pesar de sus faltas gramaticales, sino por sus faltas gramaticales, ni a pesar de sus ideas absurdas, sino por sus ideas absurdas”, p.53). Y en otras, utilizando como base a un autor (en este caso. Paul Verlaine), elabora una crítica que se tiñe de matices más generales (“¿No se ha de haber muerto, si lo han matado ustedes de hambre? En el caso de Verlaine se puede asegurar que el poeta ha muerto, y a su muerte han contribuido los periódicos, que no le tomaban trabajos, tanto como los editores, que casi no le pagaban”, p.67)

¿Una galería de retratos con la cual forjarse una imagen objetiva de sus protagonistas? En modo alguno. Ni Julio Camba lo pretende ni hubiera sido capaz de sujetarse a tal disciplina académica. Maestro de la pincelada, doctor en ironías y zumbas, el periodista pontevedrés (que vivió sus últimos trece años hospedado en una habitación del madrileño hotel Palace) se decanta por las miradas tangenciales. Y el resultado, se lo puedo asegurar, es impagable.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Mil cretinos



Muchos de los cuentos que he leído de Quim Monzó (Barcelona, 1952) tienen en común tres rasgos que también se advierten en las historias de este Mil cretinos: el primero, su anonadante sencillez aparente, que sin embargo resulta muy difícil de imitar; el segundo, la utilización del sentido del humor, que empapa sus textos y los dota de una singular aura; y el tercero, la fuerte sensación de impotencia que te asalta cuando tratas de resumir de qué va cada relato.
Monzó es, sin duda, una rara avis, un escritor de pata negra que ha logrado el más complejo de los objetivos literarios: imponer un estilo personal a sus obras y lograr que todos lo vean como un tótem, una referencia, un maestro.
A mí, personalmente, me gusta mucho. De ahí que abra cada libro suyo con gran interés y lo cierre con gran satisfacción.
En Mil cretinos me he tropezado con muchas propuestas interesantes: hombres que se casan por una compasión mal entendida y que al fin se ven enredados en un matrimonio que los asfixia (“El amor es eterno”); mujeres que se van desprendiendo de los recuerdos que las vinculan a sus maridos, hasta rozar el esperpento o la patología (“Sábado”); escritores que sufren el acoso melifluo e indesmayable de un novel, que los atosiga y perturba (“La alabanza”); hijos que se enfrentan a la férrea decisión suicida de sus padres ancianos (“La llegada de la primavera”); príncipes azules que no logran despertar a la bella durmiente de turno, por más besos que le den (“Una noche”); la esposa que pretende moldear a su marido a base de regalos manipuladores (“Muchas felicidades”)...

Son tantas las narraciones ingeniosas, originales y sorprendentes que Quim Monzó introduce en este volumen editado por Anagrama que resulta imposible someterlas a resumen o dar siquiera un pálido reflejo de su magnitud. Créanme si les digo que el auténtico gozo es leerlas.

lunes, 10 de marzo de 2014

Perversiones



El mundo de la excitación sexual está lleno de misterios y,  por pertenecer más al dominio de la mente que al del cuerpo, está plagado de variantes, matices, curiosidades, recodos y zonas de luz y sombra. A las aficiones anómalas más conocidas (como el sadismo, la pedofilia o el voyeurismo) habría que añadir otras muchas, como la alorgasmia (fantasear durante el acto sexual con alguien que no sea tu pareja), la gegomulcia (excitarse al ser acariciado o masturbado por alguien desconocido en medio de la multitud), la merintofilia (experimentar placer al ser atado) o la quinunolagnia (alcanzar el clímax cuando uno se sabe expuesto a una situación de peligro). En este curioso volumen que hoy centra la página (Perversiones, de la editorial Traspiés) nos encontramos, como bien aclara el subtítulo del tomo, con un “Breve catálogo de parafilias ilustradas”, donde setenta artistas (escritores e ilustradores) nos ofrecen un panorama fascinante del mundo de la sexualidad humana.
Intentar resumir un proyecto tan suculento es como pretender contar, bíblicamente, las gotas de agua del mar o los granos de arena de un desierto. Son tantas las historias deliciosas y perturbadoras que este libro contiene que será suficiente con reflejar las bondades de algunas de ellas y emplazar a los lectores de estas líneas a que visiten las demás en la publicación granadina. Así, por seguir el orden lineal del volumen, “Caballero de los puentes”, de Ángel Olgoso, pone en escena a un dignísimo magistrado que, salvo los domingos, emplea sus jornadas en diversas prácticas sexuales violentas o escatológicas, sin que resulte enfangada su respetabilidad. “Círculo”, de Manuel Moyano (quizá la mejor historia del libro), nos coloca ante un sangriento bucle temporal que queda dibujado en quince líneas magistrales. “Videofilia”, de Ginés Cutillas, nos aproxima al universo de la excitación visual a través de una historia de sexo y cámaras de vídeo. Francisco Naranjo se recrea en la voluptuosidad húmeda de una chica que, incrustada en un ascensor lleno de gente, deja que los dedos exploradores de un hombre situado a su espalda (y cuyo aliento siente en la nuca) interroguen el interior de su vagina. La propuesta se titula “Cada día…” y está ilustrada por Alejandro Santos. José Ángel Barrueco, por su parte, analiza en “Beodo” la peripecia de un borracho que, tras acostarse con su mujer y someterla a diversas vejaciones sexuales creyéndola muerta, se llevará una sorpresa mayúscula. Carlos Manzano, en “La prisa es mala consejera”, mezclará excitación, procacidad y humor en un relato telefónico de simpática factura. Nacho Cagiga coloca a sus protagonistas en un tren (“La presencia”). Miguel Ángel Cáliz se decanta por un mundo de modernidad y píxeles (“Historia abreviada del sexo en pantalla”). José Ángel Cilleruelo elige aproximarse a la ingenuidad de un niño, cercano a sus primeras masturbaciones (“Sin necesidad de anticonceptivos”). Y Óscar Esquivias, por resumir con los más significativos, emplaza su acción en un escenario carnavalesco (“Viva el Orden y la Ley”).

Una obra, por tanto, de tan agradable factura como de agradable contenido, en el que a veces sentiremos una leve punzada de repulsión (ese cuento de Pepe Cervera en el que un padre se solaza lúbricamente con su hija, en ausencia de la madre), pero donde obtendremos también sonrisas, excitaciones e imágenes imborrables. Otro acierto de la colección Vagamundos, de Traspiés.

jueves, 6 de marzo de 2014

La pequeña burguesía



Para los entusiastas de la prosa de Lola López Mondéjar, el año 2013 ha sido realmente estupendo porque no sólo ha sacado una comentadísima novela (La primera vez que no te quiero), sino también esta breve colección de relatos (siete en total) en la exquisita colección Acanto, que publica el colectivo literario La sierpe y el laúd, de Cieza (Murcia). En ellos, la escritora vuelve a frecuentar todos aquellos temas y enfoques que la han convertido en figura de culto: el acercamiento elegante y profundo a los laberintos del alma humana, la capacidad de extraer de lo cotidiano unas lecciones asombrosas para el lector y (eso siempre) una prosa de enormes sobriedad y precisión... En “El hombre pez” nos deja ante los ojos a Juan, un jubilado que, enfermo del corazón y con todo el tiempo del mundo para extasiarse en la contemplación del mar, sufre una singular metamorfosis; en “Cercanías” nos muestra a una mujer que, sola, vive una experiencia extraña en el vagón de un tren, que a mí personalmente me puso los pelos de punta; “Con alas” supone una reflexión sobre la pobreza, sobre las trincheras que nos separan a unos de otros en función del dinero que tengamos disponible en el bolsillo o en la cuenta bancaria; “Arrepentimiento” nos hace tragar saliva con una historia de hospitales, frialdad y suicidio, donde observamos que la cuerda siempre se rompe por el lado más débil; “¿Quieres chico?” nos pone ante los ojos a una directora de museo que roza los cincuenta años y que viaja a la ciudad de Marrakesh para terminar viviendo allí una experiencia erótica con un chico que podría ser su hijo (resulta casi imposible separar en nuestro ánimo de La pasión turca, de Antonio Gala); “Amantes” gira alrededor de un reencuentro, treinta y un años después, entre dos amantes a quienes la vida separó y a quienes el destino volverá a unir en un hotel parisino; y “Dinastía 2006” es un delicioso relato sobre la amistad y la distancia, las grandezas y las erosiones, las convergencias y divergencias que establece el tiempo en los espíritus humanos... Lola López Mondéjar (1958) vuelve a asombrar a los lectores con estas siete propuestas, demostrando que en la distancia corta es tan eficaz como en la larga. Y el colectivo literario La sierpe y el laúd se anota un nuevo tanto de calidad en su catálogo, al incorporar a esta narradora.

lunes, 3 de marzo de 2014

Poemas de amor



José Cantabella (Murcia, 1963) es cuentista y poeta de impresionante ritmo metódico: cada dos años entrega a sus lectores un nuevo volumen con su producción. En 2003 arrancó con las historias de Amores que matan; en 2005 continuó con Historias de Chacón; en 2007 redondeó su producción cuentística con Llegarás a Recuerdo; en 2009 se acercó hasta los terrenos de la poesía con su Afán de certidumbre; y en 2011 siguió esa interesante línea lírica con Los sueños cotidianos. Ahora, con una leve corrección de meses, descubrimos en las mesas de novedades de las librerías un nuevo libro de versos que lleva el título de Poemas de amor y que se edita bajo el sello Azarbe.
En estas páginas se vuelve a confirmar que José Cantabella es capaz de describir, con palabras sencillas y con un vuelo rítmico muy leve, algunos de los estadios fundamentales del amor: desde el tristeza hasta el placer, desde la posesión hasta el abandono, desde las paradojas verbales hasta lo inefable. Así, el poema con el que arranca el tomo es toda una declaración de principios, pues sirve como delicioso arranque no sólo textual sino también amoroso («Voy a grabar tu nombre con mis ojos / en el pétalo fresco de una rosa; / luego, voy a lanzarlo / con todas mis fuerzas, decidido, / para que la suave brisa / lo lleve hasta tu corazón»). Pero es que ese amor adquiere pronto matices donde flota lo autorreferencial: en uno de los poemas, el escritor murciano alude a uno de sus personajes literarios favoritos, el Horacio Oliveira que inventó Julio Cortázar para su novela máxima (p.15); en otro, incluirá una alusión a Recuerdo, ese ámbito geográfico o sentimental que José Cantabella inventara unos años antes para su libro de relatos Llegarás a Recuerdo. Descubrimos de esa manera que el autor está ahí, implicado en el texto, mezclado en él, tejido entre sus líneas de un modo inextricable, lo que convierte el poemario en un documento de gran valor no sólo lírico sino también psicológico, porque nos permite intuir algunas de las pulsiones que mueven e interesan al autor.
Igualmente notable se antoja la reflexión que observamos en el poema “Ocho”, donde el escritor se interroga sobre los perfiles innombrables del placer. El sexo produce éxtasis, el orgasmo se manifiesta en forma de uñas horadando una espalda y trazándole caminos de pasión. Pero una vez sereno se detiene a la hora de conceptualizar el instante: «¿Feliz? / no es ese el adjetivo, / tal vez no haya ninguno». Y es que, en efecto, como bien intuyó Jorge Guillén, el lenguaje del amor se topa siempre con la condición inefable de su tema.
Y si los lectores buscan un poema donde se reflexione sobre el amor, la fugacidad y la paradoja que conlleva siempre el juego desear-obtener-olvidar, les recomiendo que se acerquen hasta la memorable página 35 y descubran el modo bellísimo en que lo consigna en el poema “Tan fugaz como el amor”.

Valiéndose de versos cortos y largos, de polimetrías juguetonas y hasta de composiciones donde verso y prosa son convocados en una técnica mixta (un ejemplo se puede observar en “Algunas palabras”), José Cantabella ofrece en este libro un muestrario amoroso al que merece la pena acercarse, porque nos entrega delicias en cada página.