Todos escondemos, en mayor o menor medida, un
misterio, una sombra, un enigma. Una parte inexplicada que los demás no
entienden o no son capaces de asimilar. Y eso puede provocar perplejidades y
gestos de desconcierto. Herman Melville (Nueva York, 1819) retrató una de esas
nieblas en su novela Bartleby, el
escribiente, un texto mítico donde el lector se mueve (como el abogado que
lo narra) de asombro en asombro.
Estamos en una oficina legal situada en Wall
Street, donde conviven cuatro personas: el letrado que la dirige, un empleado
llamado Turkey (tan eficaz y tan pulcro por las mañanas como sucio y frenético
por las tardes), otro empleado apellidado Nippers (más joven, temperamental y
ambicioso) y un chico de los recados que responde al nombre de Ginger Nut. En
aquella oficina se copian y se cotejan documentos y se instruyen procedimientos
judiciales. Pero la paz se altera cuando llega a la misma un nuevo colaborador:
Bartleby. Es un hombre educado, flaco, pulcro y en extremo puntual, que ni
siquiera pierde tiempo en los descansos o en las pausas para la comida. No es
un hombre alegre (se nos dice que cumple con su trabajo “silenciosa, pálida,
mecánicamente”, p.31), pero el abogado está satisfecho con su presencia. Un
día, ante una orden directa que recibe para realizar un trabajo, manifiesta que
“preferiría no hacerlo”. Y cunde el estupor en el abogado. ¿A qué vienen esas
palabras? ¿Es un desafío? ¿Es una muestra de rebeldía laboral? ¿Un signo de
holganza? Aunque intenta convencer al empleado para que abandone esa actitud no
ve el modo de conseguirlo, lo que resulta aún más enervante (“Nada exaspera más
a una persona seria que una resistencia pasiva”, p.40).
Con el paso de los días y de las semanas, el
abogado va intentando comprender la personalidad de Bartleby, ante el que
siente una especie de respeto sacro (“Su maravillosa mansedumbre no sólo me
desarmaba, me acobardaba”, p.48) y por el que empieza a sentir un intensa
compasión (“Parecía solo, absolutamente solo en el universo”, p.62), llegando a
conclusiones asombrosas.
Con este
relato, donde se ponen a prueba los nervios de los protagonistas pero también
los del lector (quien se ve involucrado en la atmósfera de rareza que irradia
Bartleby), Herman Melville consiguió una novela moderna, simbólica y llena de
lecturas, que Jorge Luis Borges tradujo con la elegancia acostumbrada. Una
delicia para la tarde de un domingo.
2 comentarios:
Hola! Tengo este libro siempre a mano, por aquello de que es cortito y se puede leer en cualquier momento, y quizá por eso lo voy dejando pasar. He visto varios blogs en los que comentaban esta lectura y todos siempre me dejaban con ganas de leerlo, me ha gustado lo que comentas de que todos escondemos un enigma indescifrable para los demás ;)
Saludos
Lo mejor de lo mejor. O casi. Sólo discrepo en una cosa: para mí no es una novela, es un cuento. Longitudes y perspectivas
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