domingo, 29 de diciembre de 2013

La segunda Lady Chatterley



Clifford Chatterley (paralizado de cintura para abajo como consecuencia de una grave herida de guerra) y su joven esposa Constance viven en un pequeño pueblo minero, más bien aislados de sus congéneres. Reciben pocas visitas. La mujer intenta mentalizarse como puede acerca de su vida sin sexo («Vivía con él como una monja casada, convertida de nuevo en virgen por falta de práctica», p.24). Su propio padre le recomienda que busque un alivio fuera de casa, a la vez que insinúa a Clifford que ella no es feliz. Tras muchas reflexiones y circunloquios, el marido se aviene a una forzada liberalidad («La mujer parece ser incapaz de vivir no solamente sin pan, sino ni siquiera sin pastel. Yo no puedo proporcionarte ese pastel: ésa es mi desgracia. Pero si alguien puede hacerlo, tómalo sin dudarlo», p.47). Por considerarlo un desahogo terapéutico que le evitará tensiones nerviosas, Clifford aceptará que su mujer tenga amantes... e incluso que engendre hijos. «Creo que temo perderte», concluye en la página 49.
Justo entonces aparece en escena el guardabosques Parkin, un hombre fuerte y huraño al que su esposa abandonó un tiempo atrás. Y la inexperta Constance, paulatinamente, se va fijando en él, con una mezcla de sorpresa y sensualidad creciente. No es el prototipo de hombre en el que hubiera reparado nunca, pero he aquí que la imagen de Parkin se convertirá en una fijación para ella, en una ola que irá empapando su vida inexorablemente.
Así arranca la conocida novela de D. H. Lawrence que, editada y conocida en todo el mundo y generadora de agrias polémicas, conoció hasta tres versiones (como se señala en el epílogo de este volumen). La que aquí nos entrega el sello Funambulista es La segunda Lady Chatterley, traducida por Gonzalo Gómez Montoro y Max Lacruz y editada con exquisitez digna de aplauso. En ella, aparte de las imágenes sexuales más perturbadoras, se nos ofrecen otros elementos que demuestran la brillantez novelística de Lawrence: la fina penetración psicológica en algunos de los componentes de las clases más humildes, la cuidada ambientación escénica de sus secuencias e incluso inteligentes reflexiones sobre la vida y el destino del ser humano, que aquí resulta diseccionado con elegancia y contundencia. Quizá incurra el autor de Eastwood en algunos chirridos formales (se pueden contar casi noventa adverbios en –mente en los tres primeros capítulos de la obra, lo que supone una enfadosa proliferación), pero su fluidez narrativa es envidiable y hace olvidar pronto esas minucias técnicas, regalándole al lector una historia densa, firma y que avanza con inquebrantable galanura.
La obra, que fue tildada de obscena en su día y que sufrió no pocas persecuciones, censuras y tijeretazos, se suma al largo catálogo de monumentos literarios que han sufrido la obcecación y los remilgos de su época: Las flores del mal, de Charles Baudelaire; Madame Bovary, de Gustave Flaubert; Historia de O, de Dominique Aury; Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley; o Los versos satánicos, de Salman Rushdie.

Si no conocen esta sorprendente propuesta de D. H. Lawrence (o la conocen, pero desean añadirle matices con la lectura de una narración alternativa), les recomiendo que se acerquen a este volumen de Funambulista: les conmocionará y les hará sumergirse en un caudal de aguas turbulentas del que saldrán con la piel erizada.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Cucurucho de microrrelatos (Literatura POP)



He conocido en mi vida muchos grupos literarios. Personas que se reunían para leer sus textos, intercambiar experiencias, aprender los unos de los otros y tratar de publicar finalmente los resultados en alguna revista, fanzine o libro discreto. Pero lo que tiene organizado en Molina de Segura (Murcia) el colectivo llamado La Molineta Literaria es que no tiene apariencia de normalidad. Primero, por la inusitada condensación de talento que circula por allí; y segundo, por el férreo entusiasmo que demuestran a la hora de dar salida a sus creaciones, que acaban por emerger a la luz en publicaciones de singular calidad.
Lo más reciente que han dado a la imprenta recibe el refrescante nombre de Cucurucho de microrrelatos (Literatura POP) y es un volumen de pequeñas diapositivas intensas donde todos los componentes del grupo despliegan ante el lector sus armas creativas (o sus almas creativas, que viene a ser lo mismo). Y, por si tan seductor panorama se antojara escaso, ilustraciones que acompañan a cada texto (la mayor parte de ellas debidas a la muñeca del incansable Ignacio Flórez de Losada).
Quien guste de las reflexiones sobre el tiempo se encontrará con símbolos muy hermosos, que se adornan del carácter hereditario (José Antonio Abellán); con misteriosos desdoblamientos borgianos (Manuela Sánchez Ibáñez); y hasta con habilidosos juegos entre lo oriental y lo cronológico (FSusano García). Quien sienta más inclinación por las historias de amor encontrará también alimento de elevada hermosura, desde tristes episodios de renuncias (Francisco Pellicer) hasta deliciosas piruetas de anonimato y autobuses (Blanca Pérez de Tudela), pasando por colisiones sorprendentes (Pablo Molero) o secuencias de amor magnético y sinóptico (Carmina Maricó).
Pero es que este bello volumen contiene muchas más ramas que no se pueden sujetar a grupos o temas. Hay tal proliferación de aventuras y descubrimientos que resulta imposible dar cuenta de todos: la maestría estatuaria de Manuel Moyano; los homicidios religiosos de Paco López Mengual; la tristeza migratoria de Teresa Soriano Oms; el candor pueril retratado, tanto literaria como plásticamente, por Berta Höpfner; las disquisiciones sobre una palabra perdida que nos traslada Felipe Julián Hernández Lorca; algunas escenas de luces más bien equívocas, como las que nos propone Elías Meana; las sublimes ironías líricas de Ewal Carrión Díaz, que juega prometedoramente con las palabras; la ignominia de la violencia que nos instala en el alma María Jesús Muñoz Bó; los regalos mágicos que recibe el artista de María Valgo; ese milagro vegetal que idea Yolanda Noguera Díaz; las decepcionadas clausuras de Pablo de Aguilar; las viñetas anafóricas que construye Elena Robles en “Días de septiembre”; las excursiones tabernarias de Rafael Rabadán; la singular influencia que la moda puede desplegar sobre el éxito o el fracaso de una cita a ciegas (como se encarga de recordarnos Pedro Brotini)...
Lo tiene todo esta obra para encandilar, seducir y convencer a los lectores que abran sus páginas. Por tenerlo todo, fíjense, tiene hasta el mejor microrrelato de amor que he leído en toda mi vida. Quizá la mejor historia de amor que he leído en mi vida. Tiene siete líneas, se titula “Palpitaciones” y su autor es Santa Cruz García Piqueras. No les digo más.

Acaben el año dejándose aconsejar por esta propuesta navideña. Me lo van a agradecer seguro.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Librerías



Afirmaba Camilo José Cela en la primera página de su obra La familia de Pascual Duarte que «hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas». A mí, por esas casualidades que a veces tiene la vida, se me ordenó marchar por el camino de los libros. No en vano pasé la mitad de mi niñez junto a mi tía Esperanza, que era bibliotecaria. Por eso siento una especial inclinación por las bibliotecas, los archivos y las librerías, que se me antojan lugares especialmente hermosos y amables. De tal manera que nada más tener noticia de que el premio Anagrama de Ensayo había reconocido como finalista a Jorge Carrión por una obra con el título Librerías procuré hacerme de inmediato con el volumen, para leerlo y valorarlo.
El propio Jorge Carrión, en la página 269 de su estudio, indica que «la infancia y, sobre todo, la adolescencia son las épocas en que uno se vuelve amante de las librerías». A él, según confiesa, le influyó también el hecho de que su padre, trabajador de Telefónica por las mañanas, completaba su sueldo como representante del Círculo de Lectores por las tardes. Aquel hijo que observaba la casa familiar llena de libros es ahora un viajero que procura conocer todas las librerías de las ciudades que va visitando, desde las más sofisticadas y populosas hasta las más humildes, completando una especie de pasaporte emocional e intelectual, donde quisiera cobijar todos los sellos diplomáticos del mundo. Nos hablará, por ejemplo, de la librería Charing Cross Road (que está en Londres), cuya extravagante dueña durante un buen montón de años, Christina Foyle, se negaba a usar teléfonos, calculadoras o cajas registradoras en el local (p.44); o de la librería Bertrand (fundada en 1732), la más antigua del mundo entre las que siguen en activo; o de una librería australiana (Angus & Robertson) que, olvidándose de la tradicional fusión entre café y librerías, «ha iniciado una campaña a partir del binomio Libros y cerveza» (p.261).
Pero es que la obra contiene también informaciones curiosas (como la que encontramos en la página 120, donde nos explica que «Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, leyó Mein Kampf en 1934 y convenció a Pío XI de la conveniencia de no incluirlo en el Índex, para no enfurecer al Führer») y algunas interesantes opiniones de Jorge Carrión relacionadas con el mundo de los libros («Nos ha tocado vivir el lentísimo fin del libro de papel, tan lento que quizá nunca llegue a ocurrir del todo», asegura en la página 241). En suna, nos hallamos ante un volumen enjundioso pero ameno, plagado de fotografías y de referencias chocantes, donde se nos permite viajar por las principales librerías del globo, desde Estados Unidos a Australia, pasando por Italia, Brasil, China, Alemania, Francia, España o Argentina.

No estamos pues ante el libro de un diletante, ni ante el libro que redactaría un bibliófilo, sino ante el conjunto de páginas de una persona que, movida por un afán invencible y quizá inexplicable, entra en una librería tras otra, coge los tomos, los repasa, los huele, lee párrafos al azar, escucha la música silenciosa de los volúmenes y compra algunos. Un enamorado.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La primera vez que no te quiero



Abrir un libro de la psicoanalista Lola López Mondéjar (Murcia, 1958) es siempre mostrarse dispuesto a emprender un viaje. Un viaje profundo, en el que se nos invita a penetrar en el alma torturada, indecisa y vulnerable de sus protagonistas. Por eso, quizá, me gustan tanto sus obras, desde el primer día: porque no hay en ellas concesiones a la facilidad, a la ñoñería, al simplismo. Todo está milimétricamente calculado para que el dibujo final constituya un cosmos, una tabla periódica, una biblioteca de emociones. Lola López Mondéjar (lo viene demostrando en sus últimas novelas, cada vez más decantadas y exquisitas) es muy habilidosa a la hora de proceder al análisis íntimo de sus personajes, de tal forma que sentimos que el alma de éstos es tan densa y está tan horadada de recovecos que necesitaríamos más de una lectura para acceder a sus secretos, a sus pulsiones más decisivas.
Su última propuesta se titula La primera vez que no te quiero (Siruela) y ahonda en esa línea narrativa tan interesante. Su protagonista es Julia, una chica que crece en un ambiente familiar difícil y que tiene que edificar su mundo interior y exterior a base de coraje, amnesia y pundonor. Su madre estuvo a punto de ahogarla cuando apenas tenía dos meses; su entorno familiar no cumple sus expectativas; su país está dominado por la siniestra dictadura del general Franco, castradora de libertades... Y Julia se ahoga en un océano de grisura. Ella cree que el mundo exterior tiene que estar lleno de colores, y que su objetivo vital consiste en salir a buscarlos. Pero se tropezará con varias personas y circunstancias que no se lo pondrán fácil: el Señor Oscuro (un hombre egoísta, que en realidad no la ama, aunque somete su voluntad gracias a una mentira tan revolucionaria como interesada); su marido, canónico, educado y aburrido, al que no duda en traicionar en la medida en que su corazón se lo exige (“Un hombre exquisito y bueno”, lo define en la página 24); un padre que jamás la auxilia con su ternura o su consejo, tan necesarios siempre para una hija (“Era opaco, oscuro, ausente”, afirma en la página 32); unos estudios que, en el estrecho horizonte español, se le figuran insuficientes, y que sentirá la urgencia de ampliar en el extranjero... Y Julia tiene que dar el salto fuera del mecanismo, como preconizaba Meursault: Francia e Italia le ofrecerán el amor apasionado de Paolo, las investigaciones en el mundo del psicoanálisis, el reforzamiento de sus ideales de izquierda, la apertura a horizontes que la irán moldeando. Se empleará en trabajos muy por debajo de su nivel intelectual, conocerá a gentes de todo tipo e irá de esa forma convirtiéndose en la Julia que necesita ser. Una mujer que busca y se busca, que se formula constantemente preguntas y que anhela respuestas. Una inquisidora radical que necesita entender el mundo y entenderse a sí misma. Y para ello utiliza la energía derivada de la pasión. Porque yo creo que ése es el rasgo que define con más exactitud a Julia: la voluntad que la impulsa hacia horizontes de conocimiento (en el amor, en su profesión, en sus ideas políticas), incluso cuando ejecuta un intento de suicidio (porque el suicidio es, aunque en su forma negativa, también un modo de la pasión). Frente a la protagonista sumisa, alienada y débil de Mi amor desgraciado (también publicada con el sello Siruela), Julia araña la tierra con las uñas para ir siempre más allá; y Lola López Mondéjar la acompaña en su viaje en dos líneas narrativas que se van alternando (la crónica de su infancia y la crónica de su actualidad), y que al final se acompasan para ofrecernos un dibujo panorámico de su vida y de su corazón.

«La felicidad es, intelectualmente, muy poco productiva», afirmaba la escritora en su libro Una casa en La Habana. «Tal vez nunca existió la alegría», dijo en Yo nací con la bossa nova. Lola López Mondéjar ha conseguido en esta novela una historia que, sin ser feliz, está adornada con tintes de heroicidad: el combate de una mujer para ser, en medio de un entorno hostil, ella misma.

domingo, 15 de diciembre de 2013

El absurdo fin de la realidad



Si tuviese que enumerar todas las circunstancias que convierten el último libro de Pedro Pujante (Murcia, 1976) en un volumen anómalo rebasaría con creces los límites de una reseña convencional. Afrontemos una de ellas, que puede servir como ejemplo y como indicio: el sustrato cultural sobre el que la novela se construye. El responsable de Ediciones Irreverentes, Miguel Ángel de Rus, utiliza en el prólogo la palabra metaliteratura, pero quizá la etiqueta se quede pequeña. El narrador, mucho más minucioso a la hora de explicar sus mecanismos mentales y fabuladores, nos alerta en la página 49: «Imagino mi existir como una combinación de lecturas. Como un entramado intertextual. [...] Como hipertextos a los que accedo de forma ocasional y arbitraria». Pero es que, si nos ceñimos a un recuento superficial descubriremos que Pedro Pujante cita en las ciento veinte páginas del libro más de ochenta nombres, entre escritores y filósofos: desde el griego Homero hasta la poeta murciana Vega Cerezo. Y quizá en este punto algunos lectores se estén preguntando ya por la rareza de que una obra novelística incluya ese monto erudito, cuando tantas otras lo hacen. No seré yo quien discuta ese juicio, pero aclararé que El absurdo fin de la realidad es una novela de ciencia-ficción. Y convendremos en que este tipo de obras no se caracterizan por tal despliegue.
Y es que Pedro Pujante, atrevido, lúdico, moviéndose a contracorriente, ha optado por irrumpir en el panorama de la ciencia ficción con un libro nada previsible, cuyo argumento es tan curioso como sonriente: unos alienígenas se dirigen hacia el planeta Tierra y tienen previsto presentarse en un villorrio «del Mediterráneo» (p.32) para tomar contacto con la especie humana. En concreto, aterrizarán en «una insignificante pedanía de Murcia que basa su economía en el pimentón, las hortalizas y la cerveza» (p.44). El pueblo se llama Orentes y la expectación que la llegada de los visitantes ha generado ha sido tremenda desde que la NASA enviara un aviso a su alcalde pedáneo para que organizasen una fiesta de bienvenida acorde con la importancia del evento. Miles de turistas, atraídos por la novedad, están llenando los alrededores de tiendas de campaña y cámaras de fotos, circunstancia perturbadora para los habitantes de Orentes, que son 267 personas y una vaca.
Pero de pronto, cuando todo parece estar dispuesto para la recepción, cuando el narrador de la historia dice tener casi ultimado su discurso (en el que quiere mezclar emoción y datos etnográficos), comienzan a producirse algunos hechos asombrosos: aparece un altísimo muro que aísla Orentes del resto de las poblaciones de su entorno; surgen por todos lados unas puertas extrañísimas que permiten realizar inauditos viajes de corto alcance (se quiere entrar en una despensa y se sale en un dormitorio ajeno o en la plaza pública); los relojes se detienen y comienzan a marcar el tiempo hacia atrás... ¿Qué es realmente lo que está pasando? ¿Cómo se explican estas anomalías?

Por difícil que resulte imaginarlo, Pedro Pujante consigue dar respuesta (y una respuesta, además, consistente) a todos los enigmas que han quedado insinuados arriba, conformando así una novela que, lejos de quedar coja o de abalanzarse hacia el absurdo, se cierra de un modo cabal. No es extraño que le otorgaran merecidamente el I Premio 451 de Novela de Ciencia Ficción.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

El año de la lentitud



Hay poetas que luchan hasta encontrar una voz y, una vez que han logrado su propósito, se instalan en ella y repiten la fórmula incansablemente, bien porque les resulta cómoda desde el punto de vista intelectual o porque les resulta rentable desde el punto de vista comercial. Fulgencio Martínez (Murcia, 1960) no es uno de ellos, y no se resigna a la aceptación de esa mecánica empobrecedora. Sus versos son siempre búsquedas, niebla rasgada, manotazos lúcidos que ansían la luz; de ahí que sus volúmenes de poesía constituyan, casi literalmente, una cartografía cronológica de su espíritu, donde afloran voces, temas, ritmos, filias y fobias, al modo de una secuencia de diapositivas interiores. Si tiene claro que “el poeta es un artesano / que practica el noble oficio / de dar luz a las palabras” (o quizá de recibirla de ellas), está igualmente claro que el vate es un ser receptivo, especial, tenso, que ejecuta siempre la tarea agónica de “habitar la inquietud”. Fulgencio Martínez, consciente de la labor sisífica del poeta auténtico, esmalta una serie de abordajes emocionales e intelectuales a temas de toda condición. En “Turista en la metrópolis” nos sitúa en Lisboa, en dos secuencias separadas por veinte años de distancia (el tiempo es la única distancia) y por un tono diferente: de la felicidad ingenua a la melancolía lánguida. Y Fernando Pessoa como telón de fondo. En “Campamento de rumanos en el sur de Francia” nos muestra valiosas líneas de compasión por el débil, el arrojado, el preterido. Y en otros poemas nos informará sobre alineaciones significativas (“He nacido en el siglo / de César Vallejo”) y sobre prevenciones también significativas, dibujadas sobre anonadantes muestras de encabalgamiento (“Retírate de la cornada pero más / de las canciones de amor; más del humo / que del fuego, y más de los felices / autoengañados que de los tristes”). Consciente de la finitud, que es aceptada con estoicismo (“No amanecerá siempre”), el poeta tiende en ocasiones la mirada hacia el pasado, con el objeto de tributar homenajes a personas como Dolores Ibárruri, la Pasionaria, por su condición de metáfora humana y combativa (“Un nombre parlante”); otras veces se centra en la actualidad, para hablarnos de esa juventud fresca y libre que pide cambios reales y nobles en el mundo (“Derecho a manifestarse”) o de esa casta gobernante que, a despecho de toda honestidad, ha enfangado y envilecido la economía y la política del país (“Discurso de acogida a los imputados electos”); y en otras buscará el maridaje entre pasado y presente, como en “Nocturno de Ulises”, donde el protagonista alude a las sirenas para referirse a las mujeres que atienden con su voz a los clientes de una línea erótica telefónica. Fulgencio Martínez, versátil, eficaz, profundo y lírico, nos deja en las manos este volumen de El año de la lentitud para invitarnos a la reflexión y para inundarnos con la belleza de sus palabras. Una tentación irresistible.

domingo, 8 de diciembre de 2013

El abuelo



En ocasiones, una buena película puede provocar en cierto sector del público el descubrimiento de una obra literaria de envergadura, que estaba dormida detrás y que experimenta una especie de grata resurrección gracias al mundo del celuloide. Ocurrió con El sur, de Víctor Erice (inspirada en una novela de Adelaida García Morales); ocurrió con Mucho ruido y pocas nueces, de Kenneth Branagh (sobre la comedia de William Shakespeare); y ha ocurrido también —por sólo citar un tercer ejemplo, bien significativo— con El abuelo, de José Luis Garci (historia basada en una curiosa novela dialogada del isleño Benito Pérez Galdós).
Ahora, la editorial Cátedra nos ofrece, en un manejable formato con notas de Rosa Amor del Olmo, esta producción del más importante narrador de nuestro siglo XIX, que nos muestra a un protagonista tan carismático como irritante y obsoleto: don Rodrigo de Arista-Potestad, conde de Albrit y señor de Polan, que vuelve en la vejez a sus antiguas posesiones (ahora, que se encuentra ya arruinado y desprovisto de todos sus privilegios sobre vidas y haciendas) con un objetivo singular: aproximarse a sus nietas (Nell y Dolly), observarlas con atención y determinar cuál de las dos comparte sangre con él. Porque, y esto lo sabe con seguridad, una de las chiquillas es fruto de los amores adulterinos de su madre, Lucrecia Richmond, que desdeñó a su esposo legítimo para ayuntarse con un pintor. Descubrir cuál es la heredera legítima de su apellido y cuál es una simple bastarda lo tendrá ocupado y desasosegado durante toda la obra, hasta que en las postrimerías del volumen consiga que la luz lo invada, con grandes dosis de estupor.
Sin duda, hay varios elementos de esta historia que llaman la atención y que seducen a los lectores, como no podía ser menos tratándose de don Benito: unos diálogos de gran viveza, unos personajes que quedan retratados de modo insuperable gracias a las pinceladas impresionistas del autor canario, unas gratas ambientaciones escénicas y un ritmo narrativo al que resulta difícil poner reparos. Pero es probable que sobre todos ellos domine la figura de don Rodrigo, un anciano irritable, clasista y de enfadosa arrogancia que, tratando a todo el mundo con una altanería y una prepotencia difícilmente entendibles o admisibles en la actualidad, queda retratado con las palabras que sobre él pronuncia don Salvador Angulo, el médico de Jerusa, en la página 231 de la novela: «A la exaltación del orgullo aristocrático, añade nuestro D. Rodrigo otra monomanía: la sutileza del honor y de la moral rígida, en un grado de rigidez casi imposible, y sin casi, en las sociedades modernas». En efecto, don Rodrigo se convierte pronto en un anciano soberbio y engreído que, lejos de agradecer el trato deferente que le siguen tributando sus antiguos criados (que ahora son ricos y dueños de su propio destino), estima que le deben sin vacilación esa pleitesía, que les exige con iracundos modales y que en ningún instante sabe agradecerles de corazón.

Retrato de un modo de pensamiento y también de una época, El abuelo pone ante nosotros una historia antigua sobre la dignidad del ser humano, las estirpes, la genética y las relaciones de vasallaje, que sorprenderá a más de uno de los lectores que, en estos albores del siglo XXI, la coja con curiosidad entre sus manos.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Crimen en La Torre de Montijo



Merceditas, la del guardarropa (lo explicó Joan Manuel Serrat), tenía bordadas en la boca la vida y la muerte. Y Florita, la hermosa hija de Julián y Enriqueta, chica modosa y de dulce trato, amén de lectora de Bécquer, se va a convertir sin pretenderlo en el núcleo y columna vertebral de tres varones que la circundan: Antonio (un hombre casado y pendenciero, que no dudará a la hora de golpear a quien ofenda a su esposa pero que, al mismo tiempo, se prendará de los encantos femeninos de la muchacha, a quien ronda obsesivamente), Miguel (vendedor de leña que frecuenta el burdel y que, una vez dilapidado su capital en disfrutes carnales, retorna a sus modales toscos, gruñones y violentos) y Gabriel (un chico de buena fama, laborioso e intachable, que desea sobre todas las cosas casarse con Florita, buena amiga de su hermana Provi). Los tres varones revolotean en torno a la prudente muchacha, modelo de recatos y de virtudes.
Añadamos al cuadro otros personajes, no menos intensos ni seductores, para enriquecer el panorama narrativo: Felipe, un homosexual atrapado en una familia intransigente y zafia, con unos hermanos que se burlan de él por sus cremas y por su vagancia, y con un padre que se evade en el vino para no escupirle con demasiado vigor el asco que siente por su condición de sarasa; don Gaspar, un jubilado que ha venido desde Zamora para construirse una vivienda cómoda y amplia en La Torre de Montijo, donde espera pasar sus últimos años en paz; Ramón, un mastodóntico retrasado que se convierte en la voz abrupta y entrecortada del inconsciente colectivo; o Marcelino, un guardia civil tan tenaz como inescrupuloso y torpe.
Y ahora pongamos un paisaje: una zona rural del extrarradio de Molina de Segura (Murcia), con media docena de casas, un horno comunal, algunas viejas bicicletas y motocarros... y algunas inquinas de difícil solución, pespunteadas con patatas al mazo y vino del terreno.
¿Lo tienen?

Bien, pues ahora vuelvan la vista hacia Gabriel, Antonio y Miguel, los tres lugareños que se citaban al principio: uno de ellos se convertirá en esta novela en un violador; otro, en un asesino; y el tercero se tirará un tiempo en la cárcel, por un delito de sangre que no ha protagonizado. Los detalles los tienen ustedes en la reciente y última novela de José María López Conesa, Crimen en La Torre de Montijo. Y les adelanto que merece la pena adentrarse en sus páginas: contienen buenas pinturas costumbristas, diálogos ágiles y certeros, penetraciones psicológicas y una prosa llena de amenidad y soltura, construida sobre capítulos rápidos y eficaces. Anótenla para estas Navidades.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Historia de las utopías



Desde el origen de los tiempos, los pensadores más ecuánimes han sido conscientes de que el mundo, tal y como lo ha vertebrado la especie humana, es injusto y perfectible. De tal manera que, en algunos casos, se hayan aplicado a la labor teórica de idear un modelo más armonioso, compensado y razonable para la organización social de sus miembros. Esta tradición intelectual, que arrancó con Arístocles y aún no se ha detenido, es analizada por Lewis Mumford en su volumen Historia de las utopías, que el sello riojano Pepitas de calabaza acaba de poner en las librerías, con la traducción de Diego Luis Sanromán.
Las tres primeras aproximaciones del ensayista tienen como objeto de estudio la República de Platón (que propugna la distribución social de sus habitantes en función de sus inclinaciones naturales y donde se tolera y aun se estimula la eugenesia: “La gente que era demasiado deforme en términos físicos o espirituales debía ser eliminada”, p.58), la Utopía de Tomás Moro (en la cual se fomenta la vida alternativa entre campo y ciudad, además de solucionar el problema de la falta de mano de obra agrícola “recurriendo a los servicios de las clases que, en los tiempos de Moro, vivían mayoritariamente ociosas: los príncipes, los ricos y los mendigos”, p.74) y la Cristianópolis de Johann Valentin Andreae (una democracia de artesanos en la que, por ejemplo, los maestros de primaria son reclutados entre “lo más selecto de los ciudadanos”, p.98).
Repasa luego la utopía asociacionista de Fourier, más industrial que ideológica, la cual no produce entusiasmo en el autor del libro (“Confieso que resulta difícil tomarse en serio a este patético hombrecillo”, p.122); el proyecto de ciudad industrial ejemplar de Robert Owen (“Un noble personaje, incluso cuando su actitud resulta forzada y su tono, estridente”, p.123); las ideas de Theodor Hertzka, el economista austriaco (“indescriptiblemente insulsas”, p.142); la excesiva reglamentación gubernamental de la utopía diseñada por Étienne Cabet (“Comer, trabajar, vestirse, dormir… no hay manera de escapar a las reglamentaciones estatales”, p.148)… Pero también nos habla de otros proyectos encauzados en la misma línea, aunque no atribuibles a un solo autor, como el ideal de la Casa Solariega (un reducto armónico a pequeña escala, adaptado a su gusto por creadores tan diferentes como Rabelais, Pope, H. G. Wells, Bernard Shaw o Chéjov), la dickensiana propuesta de Coketown (que se construye sobre un modelo fabril donde las calles son rectas, la comodidad está supeditada a la eficacia y donde se persigue de forma obsesiva la producción, con consecuencias visionarias que luego la realidad suscribiría: “Solo fabricando cosas de una calidad lo suficientemente baja para que se hagan pedazos cuanto antes, o bien cambiando la moda lo suficientemente a menudo, puede mantenerse la mayor parte de su maquinaria en funcionamiento”, p.204) o la fría estructura de Megalópolis (donde prima lo artificial, la uniformidad y la estandarización burocrática, tan desangelada como espeluznante).

Con una prosa amena, una lucidez encomiable y una gran densidad de datos, Mumford construye un trabajo de enorme interés, en el que conocemos cómo las mentes más preclaras –y también algunas fanáticas o locoides– han intentado resolver uno de los enigmas más prolongados y oscuros de la historia humana: por qué, a despecho de nuestro desarrollo cerebral, hemos sido incapaces de organizar justa y racionalmente nuestra vida.