miércoles, 20 de noviembre de 2013

Las frutas de la luna



Hay quienes, odiando la monotonía, frecuentan siempre a escritores nuevos que les permitan hallar, libro a libro, propuestas distintas, refrescantes, llenas de asombro y de sorpresas; hay quienes, por el contrario, prefieren visitar de modo fiel a los mismos escritores de siempre, por haberse habituado a su dicción y sus temas, y encontrarse cómodos en el territorio que les dibujan en sus páginas. Para ambas categorías, aparentemente disyuntivas, puede servir la lectura del último volumen de relatos de Ángel Olgoso. Y es que el granadino, a pesar de haber dado ya a la imprenta un número amplio de obras, consigue en cada una de ellas parecerse a esa ave Fénix de la mitología que, cada quinientos años, se adentraba en el fuego y, tras consumirse, emergía intacta y distinta.
Lo único que en el caso de Ángel Olgoso se mantiene inamovible es la calidad literaria, circunstancia que nos mueve a sus lectores a seguir su trayectoria con inquebrantable devoción. El escritor se aplica como un orfebre (y es una de sus características principales) para que sus relatos ostenten una inmaculada riqueza de lenguaje, frente a la austeridad menesterosa o rácana que otros fabuladores se empeñan en adoptar. De hecho, buena parte de las historias que contiene este libro son, más que otra cosa, cuadros de lenguaje, estampas enjoyadas de vocabulario, en las que poco hay de argumento y mucho de preocupación formal y léxica. Puede servir como ejemplo Águila de sangre, unas de las primeras narraciones del volumen, o la prosa lírica, estática, giratoria, de Aramundos. Pero también hay otros relatos donde Ángel Olgoso apuesta con más intensidad por el argumento, adoptando esquemas narrativos de asombrosa factura. En Contraviaje nos describe un mundo desmontable, que los silentes y eficaces Tibor y Ferenc desguazan metafóricamente; en Suero (una de mis narraciones favoritas) observamos una cotidiana cadena de mujeres que se relacionan por un singular cordón unitivo familiar: los goteros y los sueros que las mantienen alimentadas durante diferentes episodios sanitarios de sus vidas; en Materia oscura nos pone ante los ojos una alegoría de sonriente modernidad preocupante: el chantaje al que una Compañía Eléctrica somete a la humanidad, gracias a que surte energía a todo el planeta y cuenta con la bovina resignación de sus clientes («La mansedumbre de los clavos nunca dejará de sorprender al martillo», p.113), quienes por fin son exhortados a cumplir un sacrificio de insospechadas proporciones; y en Dybbuk, por no mencionar sino unos pocos relatos del volumen, se decanta por el relato-epístola, donde un escritor llamado Ángel, granadino y autor de obras que llevan títulos como Los demonios del lugar o Cuentos de otro mundo, advierte con estupor que alguien lo ha suplantado, con elegancia y aplomo, en una lectura de cuentos a la que por timidez no se atrevió a acudir.
El único relato en el que, a mi juicio, el narrador no ha andado tan fino (y no se trata desde luego de un reproche, sino de una apreciación tan subjetiva como discutible) es en El síndrome de Lugrís, donde el abuso de cursivas galleguistas y el amontonamiento de calles, tradiciones o lugares, más que dar color a la historia que nos traslada produce un efecto de atosigamiento sobre los lectores, a quienes no era necesario demostrar, me parece, que alguien del sur puede ambientar sus relatos con eficacia en el mundo galaico. El bombardeo de pinceladas se torna, por adición, brochazo. Y fatiga y aburre.

Pero decía (y lo reitero) que el magnífico narrador que es Ángel Olgoso consigue en este libro, una vez más, el difícil propósito de retar a los lectores, asaetearlos con propuestas muy variadas, intrigarlos y finalmente seducirlos. Es una tarea que siempre ha bordado y que vuelve a bordar.

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