miércoles, 27 de noviembre de 2013

Einstein. Su vida y su universo



Reconozco con pesadumbre (no con humildad) que por más esfuerzos que he aplicado durante años a las tesis espacio-temporales de Albert Einstein jamás he logrado entenderlas. Me faltan sin duda matemáticas, física y capacidad de abstracción: no son carencias que resulten fáciles de difuminar. Tal vez por eso me he cogido esta voluminosa propuesta biográfica de Walter Isaacson sobre el genio de Ulm: con la ilusión de que me asaltase la luz sobre su figura y sus ideas. Sería hermoso decir que he logrado mi propósito, pero faltaría a la verdad si lo pregonase.
He entendido, eso sí, cómo un cuerpo de enorme masa puede deformar el espacio-tiempo a su alrededor a través de una metáfora hermosa y simple: una pesada bola colocada sobre un colchón curva el colchón y provoca que otras bolas menores se acerquen a ella, fruto de la inclinación. Es tan sencillo que me avergüenza no haberlo captado antes.
Y he aprendido también un buen caudal de detalles sobre la vida de este físico teórico. Por ejemplo, que sus expedientes académicos demuestran que sus famosas malas notas constituyen una información errónea. Siempre fue, en letras y en ciencias, un excelente estudiante (página 43). Por ejemplo, que pasaron nueve años desde su graduación sin que nadie le ofreciera un puesto como profesor universitario. De hecho, incluso habían pasado cuatro desde su célebre artículo de 1905, donde sentaba las bases de la Relatividad (páginas 81-82). Por ejemplo, que tuvo una hija llamada Lieserl, de la que pronto se perdió la pista, porque la dieron en aparente adopción de forma misteriosa (páginas 115-116). Por ejemplo, que Einstein frecuentó en Praga la tertulia de Bertha Fanta, a la que también asistía un chico timidísimo llamado Franz Kafka. Por ejemplo, que tuvo infinidad de líos amorosos con amigas, secretarias y algunas admiradoras. O que, por referirme a una última anécdota chocante, no sabía nadar.
Y para los amantes de las anécdotas curiosas, hay en la página 130 una que vale su peso en oro: habla Walter Isaacson del número de Avogadro (el número de moléculas que se estima que contiene un mol de gas) y lo sitúa en 6’02214 . 1023. Por tratarse de una cantidad elevadísima, y para que nos hagamos una idea de ella, escribe: “Si se esparciera esa misma cantidad de palomitas de maíz sin abrir por todo el territorio estadounidense, formaría una capa de más de 14 kilómetros de espesor”. Alucinante.

Un volumen, por tanto, lleno de curiosidades y datos estimulantes para quienes desean conocer un poco mejor la textura científica del mundo en el que vivimos. Y que, como es natural, puede completarse con otras lecturas del mismo tipo. Yo ya estoy buscando la siguiente.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Hablando pronto y mal



Siempre me han gustado las personas reflexivas y honestas. Los intelectuales que, armados de paciencia, fichas, capacidad de observación y buena prosa, van creando volúmenes para que los demás valoremos sus tinos, discutamos sus tesis y enriquezcamos nuestra visión de las cosas. Por eso leo con admiración a Julián Marías, consulto el diccionario de María Moliner y trato de no perderme los libros de Amando de Miguel. La editorial Espasa acaba de entregarnos la más reciente producción de este último: Hablando pronto y mal, un ambicioso y ameno recorrido por el estado actual de nuestro idioma, sometido a mil vaivenes, erosiones y maltratos por parte de periodistas, políticos, tertulianos y otros bípedos implumes.
En sus páginas, el conocido sociólogo ayunta centenares de curiosidades y reflexiones, donde el aparato teórico se reduce a niveles elementales y donde priman los ejemplos, que se utilizan para ofrecer una imagen plástica, chocante, iluminadora o paradójica. ¿Resulta sensato llamar parabrisas al cristal posterior de un coche (p.47)? ¿Se sabe con exactitud lo que significa la voz pedante (p.59)? ¿Por qué se les llama ascensores si también sirven para bajar (p.97)? ¿Cuál es la razón de que se califique de punto limpio al lugar donde se almacena la basura del municipio (p.97)? Con ingenio, y echando mano de unos materiales sorprendentes y decantados, Amando de Miguel nos va descubriendo un buen caudal de ejemplos donde la pereza, la ignorancia, el ansia de manipular o el gracejo campan a sus anchas.
Pero es que, lejos de conformarse con el mero análisis lingüístico, el autor zamorano dedica también su atención a interesantes cuestiones psicológicas («Es extraña la querencia de tener razón a toda costa. Nos pasamos media vida intentándolo, sin que lleguemos a averiguar por qué ese empeño imposible de que nos den la razón en los debates, discusiones o peleas», p.29), irónicamente libertarias («Hay una suerte de nuevo individualismo por el que ‘cada uno se expresa como quiere’. Ya me gustaría aplicar ese principio liberador a la declaración de la renta para el Fisco», p.43), políticas («Puede parecer extraño que se importen futbolistas u otros profesionales pero no políticos. En la sociedad española actual hay lugar para varios millones de extranjeros con residencia permanente. Sin embargo, prácticamente todos los políticos son autóctonos», p.81) y hasta jurídicas («Para evadirse de opinar sobre la conducta de los jueces, los políticos suelen decir hay que dejar trabajar a los jueces. No se entiende muy bien por qué los contribuyentes no pueden disentir de la opinión de un juez, pero esa es la doctrina que priva. Tampoco resulta comprensible que, si se critica a un juez, se le impide trabajar», p.205).
Especial atención y gracia tiene el capítulo 5, que se titula “Analfabetos funcionales pero locuaces” y que extiende desde la página 175 hasta el final del volumen, donde el sociólogo analiza el lenguaje de los políticos y tertulianos. El politiqués y el tertulianés resultan aquí diseccionados con una finura, un acierto y una contundencia que producen más de una sonrisa.

Libro, pues, para todo tipo de lectores, que no requiere conocimientos en el ámbito de ninguna disciplina (ni siquiera la filología) y que propone el análisis de giros, palabras y muletillas, desde el punto de vista de un observador inteligente. Léanlo para divertirse o para aprender. Igual consiguen ambas cosas.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Las frutas de la luna



Hay quienes, odiando la monotonía, frecuentan siempre a escritores nuevos que les permitan hallar, libro a libro, propuestas distintas, refrescantes, llenas de asombro y de sorpresas; hay quienes, por el contrario, prefieren visitar de modo fiel a los mismos escritores de siempre, por haberse habituado a su dicción y sus temas, y encontrarse cómodos en el territorio que les dibujan en sus páginas. Para ambas categorías, aparentemente disyuntivas, puede servir la lectura del último volumen de relatos de Ángel Olgoso. Y es que el granadino, a pesar de haber dado ya a la imprenta un número amplio de obras, consigue en cada una de ellas parecerse a esa ave Fénix de la mitología que, cada quinientos años, se adentraba en el fuego y, tras consumirse, emergía intacta y distinta.
Lo único que en el caso de Ángel Olgoso se mantiene inamovible es la calidad literaria, circunstancia que nos mueve a sus lectores a seguir su trayectoria con inquebrantable devoción. El escritor se aplica como un orfebre (y es una de sus características principales) para que sus relatos ostenten una inmaculada riqueza de lenguaje, frente a la austeridad menesterosa o rácana que otros fabuladores se empeñan en adoptar. De hecho, buena parte de las historias que contiene este libro son, más que otra cosa, cuadros de lenguaje, estampas enjoyadas de vocabulario, en las que poco hay de argumento y mucho de preocupación formal y léxica. Puede servir como ejemplo Águila de sangre, unas de las primeras narraciones del volumen, o la prosa lírica, estática, giratoria, de Aramundos. Pero también hay otros relatos donde Ángel Olgoso apuesta con más intensidad por el argumento, adoptando esquemas narrativos de asombrosa factura. En Contraviaje nos describe un mundo desmontable, que los silentes y eficaces Tibor y Ferenc desguazan metafóricamente; en Suero (una de mis narraciones favoritas) observamos una cotidiana cadena de mujeres que se relacionan por un singular cordón unitivo familiar: los goteros y los sueros que las mantienen alimentadas durante diferentes episodios sanitarios de sus vidas; en Materia oscura nos pone ante los ojos una alegoría de sonriente modernidad preocupante: el chantaje al que una Compañía Eléctrica somete a la humanidad, gracias a que surte energía a todo el planeta y cuenta con la bovina resignación de sus clientes («La mansedumbre de los clavos nunca dejará de sorprender al martillo», p.113), quienes por fin son exhortados a cumplir un sacrificio de insospechadas proporciones; y en Dybbuk, por no mencionar sino unos pocos relatos del volumen, se decanta por el relato-epístola, donde un escritor llamado Ángel, granadino y autor de obras que llevan títulos como Los demonios del lugar o Cuentos de otro mundo, advierte con estupor que alguien lo ha suplantado, con elegancia y aplomo, en una lectura de cuentos a la que por timidez no se atrevió a acudir.
El único relato en el que, a mi juicio, el narrador no ha andado tan fino (y no se trata desde luego de un reproche, sino de una apreciación tan subjetiva como discutible) es en El síndrome de Lugrís, donde el abuso de cursivas galleguistas y el amontonamiento de calles, tradiciones o lugares, más que dar color a la historia que nos traslada produce un efecto de atosigamiento sobre los lectores, a quienes no era necesario demostrar, me parece, que alguien del sur puede ambientar sus relatos con eficacia en el mundo galaico. El bombardeo de pinceladas se torna, por adición, brochazo. Y fatiga y aburre.

Pero decía (y lo reitero) que el magnífico narrador que es Ángel Olgoso consigue en este libro, una vez más, el difícil propósito de retar a los lectores, asaetearlos con propuestas muy variadas, intrigarlos y finalmente seducirlos. Es una tarea que siempre ha bordado y que vuelve a bordar.

domingo, 17 de noviembre de 2013

La puerta entreabierta



Hay un momento en la trayectoria de ciertos escritores en que, de broma o en serio, con carácter permanente o momentáneo, eligen camuflarse bajo la careta de un seudónimo. Y esos seudónimos ya se quedan ahí, en la historia de la literatura, con diferentes intensidades y valías. Ocurre en el mundo de la novela (Azorín, Clarín, Stendhal), en la poesía (Novalis, Álvaro de Campos, Julio Denis, Pablo Neruda), en el periodismo (El pobrecito hablador, que encubría a Mariano José de Larra; G. Caín, fórmula que inventó Guillermo Cabrera Infante al combinar las sílabas iniciales de sus apellidos), en el teatro (Tirso de Molina)... Si supiera de un buen libro sobre la historia de esas sustituciones, créanme que lo compraba, leía y reseñaba aquí, porque es un tema que me resulta fascinante.
Una actualización curiosa de ese procedimiento se acaba de producir en la editorial Tusquets: se ha lanzado un volumen novelístico de la desconocida Fernanda Kubbs y, mediante un fajín publicitario que rodea el libro, se advierte a los compradores de que esa autora no es sino la catalana Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, 1945), circunstancia que se corrobora nada más abrir el tomo, ver su foto en la solapa y leer las líneas de su biografía. ¿El motivo del cambio de nombre? Nada que ver con El artista antes conocido como Prince: simplemente que la narradora ha decidido inaugurar una serie de novelas con ese nombre ficticio, que se supone que tendrá continuación en los próximos años.
La primera entrega es la que, con el número 795 de la colección Andanzas, acaba de aparecer con el título de La puerta entreabierta. Y su arranque es falsamente convencional y sosegado: una joven periodista recibe de su jefe el encargo de visitar a una pitonisa de renombre, que se encuentra en la ciudad. Descreída de todo lo que tenga que ver con las artes adivinatorias, irritada con su superior (sospecha que le adjudica trabajos enojosos para que, sintiéndose menospreciada, dimita y abandone el periódico) y con la tibia ilusión de salir esa noche a tomar unas copas con un compañero de la redacción, Isa se sienta ante Madame Krauza, una histriónica mujer que pronuncia con marcado acento extranjero y que, mientras le formula preguntas, va acariciando una bola de cristal que está situada entre las dos mujeres. Como se puede observar, nada que quebrante el guión típico de este tipo de encuentros, ni que vulnere los clichés. Pero de pronto, sin que medie una explicación razonable del fenómeno, Isa se da cuenta de dos detalles que la sorprenden y noquean: el primero es que Madame Krauza ya no pronuncia como una extranjera, sino como una persona del país, y además asustada; el segundo es que ella, Isa, la descreída e intrépida periodista de investigación, se encuentra atrapada dentro de la bola de cristal.
Lo que sucede a partir de ahí no debe ser contado, sino leído. Con la habilidad esperable de una escritora tan curtida, Cristina Fernández Cubas nos llevará por los caminos de la sorpresa, de la magia y de la paradoja, haciéndonos cruzar fronteras y reflexionar sobre los espejos, las dimensiones ignoradas y la fuerza de los sentimientos.

He aquí una novela distinta, que nos conduce hacia meditaciones muy interesantes sobre la condición humana y sobre sus trampantojos.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Josefine y yo



Los ancianos —siempre lo he dicho— esconden historias. Aunque, pensándolo bien, quizá el verbo esconder no resulte el más adecuado para definir su espíritu, porque incorpora como ingredientes básicos las nociones de ocultación y oscuridad cuando, realmente, lo que muchos de ellos quieren es precisamente lo contrario: compartir, comunicar, revelar. Basta con tirarles un poco de la lengua.
El protagonista masculino de esta novela de Hans Magnus Enzensberger (que traduce Richard Gross para el sello Anagrama) se llama Joachim, es un joven economista de brillante proyección y, un día, experimenta un encuentro fortuito que marcará su vida: una anciana es zarandeada por un motorista que pretende robarle su bolso; y él, movido por un impulso cívico, logra desbaratar la acción. Desde ese instante acudirá todos los martes a tomar el té a su casa e irá conociendo la intimidad intelectual y biográfica de la corrosiva Josefine K.
Ella, excéntrica, iconoclasta, provocadora y desinhibida, le hablará a sus anchas de deporte («¡Qué lástima que no haya modo de prohibir esa aberración! Un hábito repugnante, si quiere que le diga la verdad»), de la solidaridad humana («Hubo tiempos en que siempre había que solidarizarse con algo o alguien. Pero luego reparé en que era una vía de un solo carril. Si mal no recuerdo, nunca nadie se ha solidarizado conmigo»), del Estado («Ese chupóptero sólo quiere cobrar. Nos extorsiona como la mafia: siempre tenemos que pagar un impuesto»), de los diseñadores («Cualquier botarate cree tener ideas. Y eso que la mayoría de las cosas no tienen mejora. Es un disparate pretender retocar una cama o una bicicleta. Son objetos perfectos [...] Lo que yo necesito es una mesa que tenga forma de mesa y no de hamburguesa»), de los expertos en el estudio de la mente («Los psicólogos son los únicos que se oponen al olvido. No me extraña que sean infelices»), de la hipocresía mundial («Tengo derecho a poseer armas nucleares, pero el que tú pretendas otro tanto es algo intolerable a lo que me opondré por todos los medios. O fíjense en los musulmanes. Insisten en poder construir en nuestras latitudes todas las mezquitas que les dé la gana, pero ni hablar de levantar una iglesia cristiana en Riad o Esmirna. Desean que respetemos sus reglas, pero no viceversa. Y así sucesivamente»), de la cultura («Es un hecho minoritario. Las llamadas personas normales prefieren el jaleo y la diversión. Un poco de televisión, de vez en cuando una película de terror, una discoteca ensordecedora o, naturalmente, un partido de fútbol, que es lo que más les gusta»), de la publicidad («Prohibiría la publicidad, porque intoxica el espacio público y nos roba tiempo. ¿Acaso es necesario que en medio de una película salga un señor de voz babosa para ponernos un limpiador de inodoro delante de las narices?»), del sexo («La naturaleza nos obliga a unos esfuerzos acrobáticos curiosísimos»), de los informativos de televisión («Es un milagro que no terminemos en el psiquiátrico, víctimas de un ataque de esquizofrenia causado por la avalancha de noticias con que nos bombardean cada día»), del vínculo conyugal («Todo matrimonio por amor representa un riesgo demencial, un riesgo que ningún jugador de ruleta asumiría») y de cualquier otro tema que, de manera abrupta y deslenguada, le venga a la cabeza. En ocasiones, conseguirá irritar a Joachim (o al lector); y en otras provocará una incómoda sensación de empatía, pese a su visceralidad.

Poco a poco, soslayando sus impertinencias y preguntando a su criada Fryda, Joachim descubrirá qué se esconde en el alma y en el corazón de la misteriosa anciana, antigua cantante de ópera, tres veces casada y divorciada y que, pese a su actual pobreza, fue invitada a cenar en varias ocasiones por el jerarca nazi Joseph Goebbels. Un libro, a mi entender, fascinante.

domingo, 10 de noviembre de 2013

El secreto de Adán



Cuando hace unos años comencé a publicar reseñas en esta página me formulé a mí mismo una única promesa: decir siempre la verdad. Los lectores de mis páginas siempre me han merecido un exquisito respeto, así que me negaba por honradez a venderles humo, darles gato por liebre o venderles ganga a precio de mena. No era razonable. Durante meses y aun años he comentado aquí novelas, poemarios, libros de cuentos y de aforismos, ensayos, libros juveniles... Y siempre he respetado mi promesa. Lo haré, desgraciadamente, también hoy.
Y digo “desgraciadamente” porque la editorial que ha publicado el libro (Punto de Lectura) me merece un profundo aprecio y me disgusta tener que salpicarla de barro con mis líneas de hoy. Pero es que, sin paliativos, El secreto de Adán, de Guillermo Ferrara, me ha parecido un volumen insufrible. Todo en él es nefasto, salvo la documentación que el autor utiliza, que es abundante y muy variada. Con todo, ese detalle meritorio no salva el libro ni lo disculpa. Una novela tiene que ser un artefacto narrativo bien organizado donde se traslade a los lectores una historia creíble, con un lenguaje adecuado, un estilo brillante y un desarrollo milimétricamente medido. Y nada de eso hay en El secreto de Adán, que hace aguas por donde se la mire y que está erosionada por la aluminosis casi en cada página. Los personajes son puro cartón piedra y están tejidos con sartas de tópicos sobadísimos (un arqueólogo que descubre un gran misterio relacionado con la Atlántida; una chica guapa y seductora, hija del anterior; un apuesto héroe que mide metro noventa y que tiene un sólido prestigio profesional; un obispo ambicioso y pedófilo, que aspira a convertirse en papa); las situaciones son tan tediosas como previsibles (chica guapa y chico apuesto investigando en los archivos del arqueólogo y descubriendo terribles secretos que tambalearán los cimientos de la iglesia católica; interrogatorios con las bravatas más manidas); un lenguaje ramplón en el que se deslizan incluso algunas incorrecciones semánticas (se dice en la página 210 que «el primer Adán no es más que la abreviatura simbólica del ADN», como si una abreviatura pudiera ser más larga que el término sustituido); y, sobre todo, un anonadante batiburrillo de culturas, creencias, ciencias y artes, que Guillermo Ferrara nos sirve mezcladas en una coctelera increíble, donde todo cabe y todo vale, porque lo importante parece ser bombardear a los lectores con todas las conexiones posibles, por alocadas, traídas por los pelos o imbéciles que puedan antojarse: el cine de Hollywood, la creación del sida en un laboratorio, el sexo místico de los atlantes, los chakras, el yoga, la Biblia, Platón, la OTAN, el peyote, las danzas rituales de los derviches, el mapa de Piri Reis, la zona 51 norteamericana, los faquires de La India, el sirtaki, los juegos olímpicos de Londres, Cristóbal Colón, un inmenso asteroide que se dirige hacia la Tierra, las profecías mayas... Como se puede observar, una auténtica sandez que únicamente podría ser tolerada, incluso con alegría, si estuviese bien escrita. Que no es el caso.

¿Mejora el libro en sus momentos finales? Pues reconozco que no les sabría decir. Mi estómago y mis ojos me exigieron que parara en la página 220. Si ustedes tienen ánimo, sigan por mí.

viernes, 8 de noviembre de 2013

El paseo de las Delicias



Cada vez que me han preguntado mi opinión sobre la “moda literaria” de la guerra civil española de 1936 he respondido lo mismo: que no creo que se trate de una moda, sino de un tema, un pozo fecundo, rico y variado, del que beben prodigiosos fabulistas, como Alberto Méndez, Antonio Muñoz Molina o Rafael Chirles; y también (pero eso ya no es culpa del tema, sino de sus compositores) auténticos botarates, que lo utilizan como descarga emocional o diarreica, sin mayores asomos de brillantez.
Leo ahora en Alianza Literaria el volumen de relatos de Mercedes Deambrosis que, traducido por Manuel Talens, lleva por título El paseo de las Delicias, una obra compuesta por nueve narraciones de desigual factura. La primera (“El primer muerto”), historia de una chica de condición humilde que es violada por unos señoritos falangistas el primer día de la guerra, parece anunciarnos un volumen ramplón, más pendiente de lo sensiblero o vomitivo que de las notas puramente literarias. Pero después esa sensación se diluye con las posteriores narraciones, donde se eleva el nivel. En “El paseo de las Delicias” asistimos a un análisis muy interesante de la condición humana, cifrado en la figura de una portera que, incapaz de conseguir que el refinado don Luis (pulcro y atildado coleccionista de mariposas) se case con su voluminosa y nada atractiva hija, lo acaba denunciando a las autoridades republicanas para que lo lleven a dar un paseo de los de entonces, trufado de disparos. “A mal tiempo, buena cara” tiene como protagonista a doña Concha Zarzosa y Rey, una mujer altanera, fascista y taimada, que sabrá sobrevivir incluso en las circunstancias más adversas para su ideología y su condición social. “Tú y yo” nos sitúa ante dos personas distintas y enfrentadas: el izquierdista y el cura que envió a la muerte a su hermano (nada diré del diálogo que mantienen, porque su densidad psicológica y su sorpresa final bien merecen ser descubiertas por cada lector de forma individual). “Un matrimonio sin mancha” gira alrededor del matrimonio formado por la ingenua Rosita y el frío y misterioso Virgilio Bofarull, ante el cual todos los vecinos mantienen una actitud temerosa, que terminamos comprendiendo en el párrafo final. “Estoy dispuesta a entenderlo todo” se centra en una purga cruel, con aceite de ricino y golpes, ejecutada sobre unos personajes desvalidos… Luego, el volumen decae en las dos o tres historias finales, que más parecen añadido de relleno que auténtico material de primer orden.

Con un lenguaje que huye de lo alambicado, y con unos retratos tan desoladores como fidedignos, la escritora Mercedes Deambrosis consigue conformar un volumen que merece la pena leer. Olvidarse de las imperfecciones del primer relato y no prestar demasiada atención a los últimos nos permite gozar de los que forman el bloque central que, sin duda, son hermosos y memorables.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

El espejo desnudo



Julia Robles escribe unos cuentos deliciosos. Para adultos y para niños. Y la demostración la tenemos con cada obra que va saliendo de sus manos y entrega a los lectores, quienes las aguardamos con paciencia ilusionada. Las guapas deberían morir (Tres Fronteras) o Extrañas mujeres de azul (Diputación de Badajoz) son muestras más que suficientes, a las que conviene añadir los relatos que publica periódicamente en revistas por toda España.
En esta ocasión nos vuelve a dejar ante los ojos un volumen de historias ilustradas por el joven Pablo Manuel Moral, que realiza un trabajo hermoso, fiel complemento de las narraciones de Julia. Se trata de El espejo desnudo, una obra seria y divertida a la vez, llena de propuestas felices, donde la escritora gallega demuestra su alta solvencia a la hora de enfrentarse a las narraciones cortas, ya desde la primera historia. Porque, en efecto, ¿cómo actuar cuando un hada diminuta, juguetona e impertinente llamada Sarita no hace otra cosa que dar vueltas a tu alrededor a las tres de la madrugada, pidiéndote que asumas tu destino y tu vocación y escribas? La exterminadora de ideas es un relato igual de ingenioso: nos va contando cómo tiene por costumbre desechar una tras otra las ideas literarias que le van viniendo a la cabeza, para dejar que sólo sobrevivan las más fuertes (no es de esas escritoras que van apuntando en papelitos). Al final, descubrimos el asombroso truco de la narración, que nos obliga a quitarnos el sombrero, dando la razón a la narradora. Pero es que los siguientes argumentos continúan la línea de creatividad y sorpresa. Así, encontramos una dolorosa narración, de abuso y supervivencia (Suicidio); una espeluznante metáfora sobre la soledad y el aislamiento progresivo en que se convierte la existencia de una mujer (El pozo); la pregunta inquietante de hasta qué punto puede una tara física condicionar el futuro laboral, amistoso y sentimental de un hombre (y qué puede hacer su madre para restañar su pena, en tales circunstancias) (Tres dedos); un Juego de dioses que nos remite a Jorge Luis Borges, la metafísica y las muñecas matriuskas; una excursión en coche hacia la playa, que se acaba por transformar en una atroz pesadilla, digna de Cortázar o Lovecraft (Cortada por obras); un gran apunte de psicología erótica (Tentación); o un original relato de final sorprendente, que Julia dedica a la escritora María José Sánchez Vázquez (La mujer de metal). No hay cuento de este volumen del que no pueda extraerse algún primor estilístico o argumental, lo cual dice mucho de la consistencia literaria de su compositora, así que conviene celebrar este tomo con un sonoro aplauso, una inclinación de cabeza y una sonrisa de gratitud.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Montaigne y la bola del mundo



La pregunta es tan retórica como intrigante, y seguro que nos la hemos formulado más de una vez: ¿qué pensaría X de esto? O dicho de una forma ejemplar y con nombres concretos: ¿qué pensaría Platón de la enseñanza de hoy en día? ¿Qué pensaría Aristóteles de la física cuántica? ¿Qué pensaría Nietzsche de Internet? Es un modo de ficción intelectual con el que se corren riesgos, quién se atrevería a dudarlo, pero que puede llegar a ser muy revelador, porque nos permite afrontar los problemas de un modo diferente. Javier Mina acaba de ofrecernos un experimento de esta índole, que lleva por título Montaigne y la bola del mundo, y que le publica el sello Berenice.
En sus páginas, y apoyándose siempre en los textos de Michel de Montaigne, se busca hacernos reflexionar sobre mil y un temas que, de una manera u otra, conforman la esencia de nuestro mundo. Lo chocante es que Javier Mina, sin dejar de ser él mismo y de aportar su visión subjetiva de las cosas, trata de ser también Montaigne. Empapado de sus ideas y de su método intenta construir respuestas “montaignescas” que sean sólidas y atinadas. A mi juicio, lo consigue. Nos habla, por ejemplo, de Internet y de la infoxicación (es decir, el exceso de información que puede venirnos por vía informática, y que más que movilizarnos nos paraliza y anula); de las falsas profecías milenaristas, tan recurrentes como espectaculares (la última, relacionada con los mayas); del movimiento de los indignados (p.240); de la famosa memoria histórica y su relación con la guerra civil española de 1936; del brutal Holocausto judío; de los no menos brutales sistemas de represión y penalización en la Rusia soviética de Stalin; de los excesos flagrantes de la neopedagogía (p.252); del terrorismo de ETA; de los idiotas morales; de los nuevos cocineros (p.254); del rol paternalista que está adoptando el Estado (cada día con más virulencia y más desvergüenza); y de otros temas, tan variados como interesantes.
Pero es que Javier Mina no elude en ningún momento las afirmaciones categóricas y polémicas, que vienen a convertirse en la parte más sabrosa del volumen. Sirvan dos ejemplos, mientras dejo los demás para los lectores del tomo: los derechos de los animales, sobre cuyo reconocimiento es contundente (afirma que admitir esos derechos sólo puede provenir «de haberse dado un atracón de dibujos animados —ese pasatiempo en que los animales actúan como humanos— o de una sobredosis de amor por las mascotas y su marketing de ropitas y complementos», p.34) y la actuación de la Iglesia Católica que, a su entender, «ha estado prefiriendo que la gente contrajera, en última instancia, el sida a que se conculcara su doctrina sobre el uso del preservativo» (p.202).

Situado en medio de un Estado del Bienestar al que de un modo tan preocupante como acelerado «se le está desvaneciendo el apellido» (p.121), Javier Mina se enfrenta en esta obra, con rigor y con valentía, a todo tipo de asuntos, sin preocuparse de que el conjunto pueda parecer disperso, caótico o superficial. No es ninguna de esas cosas, puedo asegurarlo. Siguiendo el modelo divagatorio, digresivo, ramificante y fértil del ensayista francés al que toma como modelo, Mina consigue una obra montaignesca de principio a fin. Era un difícil empeño, que cumple con elegancia.