domingo, 30 de junio de 2013

La emperatriz de jade



La trayectoria novelística de Gregorio León (Murcia, 1971) es tan sólida y rápida como prometedora. Comenzó consiguiendo el premio Ciudad de Badajoz por Murciélagos en un burdel (publicada en 2007); luego obtuvo el premio Diputación de Córdoba por El pensamiento de los ahorcados (que salió a la luz en 2008); más tarde le concedieron el premio Alfonso el Magnánimo, de Valencia, por Balada de perros muertos (editada en 2009); poco después cosechó el Emilio Alarcos Llorach por El último secreto de Frida K. (que leímos en 2010)...
Ahora, también con el sello Algaida, llega hasta nuestras manos la novela La emperatriz de jade, una voluminosa propuesta de más de quinientas páginas ambientada en el mundo nazi. Pero que nadie se ponga en guardia ni frunza el ceño tras leer esa precisión. Es verdad que en los últimos años se está produciendo una avalancha de títulos donde se acude a la Segunda Guerra Mundial y a los nazis (una especie de moda que parece tomar el relevo de los templarios, ya agotadísimos), pero en ese orbe temático, además de un batallón de narradores mediocres, hay algunos que realmente brillan por su ingenio, su excelente prosa y su capacidad para seducirnos, conmovernos y atraparnos desde las páginas de sus libros. Pienso en Felipe Botaya, pienso en Andrés Pérez Domínguez, pienso en Gregorio León. Son escritores excelentes, que bucean en esa época y que nos sitúan allí acciones y emociones, protagonizadas por seres densos, bien dibujados, creíbles.
En La emperatriz de jade Gregorio León vuelve a utilizar los servicios de su detective Daniela  Ackerman, que es contratada por un multimillonario ruso para que emprenda la búsqueda de un libro. No se trata de un volumen con demasiada antigüedad, pero sí con un halo inquietante flotando a su alrededor: es un ejemplar único del abominable Mi lucha, de Adolf Hitler. Su rareza consiste en que está encuadernado en piel humana y que, tal vez, contiene como cierre medio centenar de páginas que no se incluyeron en la edición canónica del libro. Durante el proceso investigador Daniela se encontrará con personas singulares (un librero italiano llamado Carlo Manfredi, que trabajó hace años para la Biblioteca Vaticana; un tipo más bien peligroso, Gutman, que se interpone en el camino; el inteligente y escurridizo comisario Brunner) y, sobre todo, con una red enmarañada de verdades y mentiras, que se cruzan y confunden hasta enturbiar todo cuanto Daniela tiene ante sus ojos. Una misteriosa película pornográfica rodada en los estudios alemanes de la UFA durante la Segunda Guerra Mundial, un editor llamado Kramer y un espía británico completan el panorama en sus líneas centrales.
Tal vez lo que singularice esta novela de Gregorio León es cómo ha sido capaz de meterse dentro del alma de sus personajes, otorgándoles espesor y credibilidad, hablándonos de sus miserias, sus flaquezas, sus misterios y sus traiciones íntimas. ¿Quién es, en realidad, Erika Stapleton? ¿Qué se esconde en el fondo último de Otto Kramer? ¿Por qué Viktor Bronski desea con tanto afán hacerse con el libro? Le recomendaré al lector lo que el propio Gregorio León escribe en la página 167 de su novela: «Deje de pensar en El código Da Vinci y en todas esas novelas de mala factura». Pues eso. La emperatriz de jade, se lo aseguro, es literariamente muchísimo mejor.

miércoles, 26 de junio de 2013

Diario de invierno



He sido lector bastante tardío de varios monstruos sagrados de la literatura universal, entre ellos Paul Auster, lo cual no constituye a mi entender sino una anécdota. Siempre me han llamado la atención esos tontucios extremistas que ponen unos ojos como platos cuando alguien les dice que no ha leído a Coetzee, a Bukovski o Modiano, sin detenerse a pensar que probablemente esa persona haya leído a trescientos autores que él ignora. Tuve ocasión de conocer unos años atrás El cuaderno rojo, no me pareció memorable (para qué mentir) y no había vuelto a insistir con el norteamericano. Ahora he tenido la oportunidad de beberme las páginas de Diario de invierno y la sensación ha sido diferente. Me ha interesado mucho más, sin duda alguna. Lo que el autor de New Jersey hace aquí es contarse significativamente a sí mismo desde la infancia hasta el presente, mediante hábiles maniobras de analepsis y prolepsis. Y aunque esto constituya siempre un peligro, porque salvo que uno haya vivido una vida excepcional lo frecuente es que aburramos a las ovejas cuando contemos nuestros días, Auster lo esquiva con la mejor técnica posible: la calidad literaria. Elige siempre el mejor ángulo narrativo, la anécdota curiosa, la lección que extraer incluso de la banalidad... Y de este modo nos mantiene pegados a las páginas de su libro.
Usando la segunda persona narrativa (una de las grandes curiosidades del texto), Auster nos habla de la prostituta francesa que le recitaba a Baudelaire mientras yacían juntos en la cama; de los más de veinte domicilios en los que ha vivido, en varios países; de los continuos accidentes que padeció durante su infancia (los cuales le depararon no pocas cicatrices); de cómo tuvo purgaciones y ladillas; de cómo su amigo Spiegelman «siempre que alguien le pregunta por qué fuma, responde indefectiblemente Porque me gusta toser» (p.22); de cómo le presentaron a su actual mujer el 23 de febrero de 1981 (mientras en España contemplábamos, perplejos, el anacrónico tricornio de Antonio Tejero); de los problemas que tuvo con este o aquel pariente; etc. Y como añadido, algunos funerales, algunos amores, algunas rupturas. Como puede verse, no hay en estas páginas ni un solo elemento fantástico o extraordinario. Pura cotidianidad. Pura normalidad gris.

El hombre que opina que «ignorar lo que dice la gente es beneficioso para la salud mental de un escritor» (p.185) y que se dice a sí mismo «Has entrado en el invierno de tu vida» (p.243) ha sabido convertir lo usual en literatura. Es el milagro de las letras. El milagro del talento.

domingo, 23 de junio de 2013

Maldito chino



Aunque este libro advierte en su primera página de que su lectura está desaconsejada para sesenta y tres colectivos (de los cuales yo pertenezco a seis), no me he dejado arredrar por el aviso y me he sumergido en ella con el buen sabor de boca que Paco López Mengual me dejó hace poco con El último barco a América (Temas de Hoy, 2011). Y desde luego no me ha defraudado. En absoluto.
Al zumbón Fernando Vizcaíno Casas le gustaba precisar en sus prólogos que la historia que venía después estaba siempre animada por el animus jocandi; esto es, por la voluntad de distraer y hacer sonreír a la persona que recorriera sus páginas. Al nostálgico Fernando Vizcaíno Casas le atraía poderosamente sacar al dictador Francisco Franco en sus libros. Son las dos únicas conexiones que se me ocurren, a bote pronto, entre el abogado y escritor valenciano y el mercero y escritor murciano Paco López Mengual, autor del desternillante volumen Maldito chino. A partir de ahí, el molinense se acerca mucho más, en mi opinión, a Eduardo Mendoza que al excolumnista de El Alcázar.
Imaginen si pueden este cónclave de historias: de un lado, un grupito de franquistas irredentos y aspaventosos, galvanizados por un proyecto donde fetichismo y subversión se aúnan, deciden visitar el Valle de los Caídos; de otro, un solterón adicto a las masturbaciones terapéuticas, que anota en su libreta de tapas amarillas todos aquellos aspectos del país que necesitan, a su juicio, urgente remedio; de otro, un restaurante oriental donde se producen más que sospechosas entradas y salidas; de otro, un loco que ha conseguido fugarse de la cárcel y que, desde el abandono del que fue objeto por parte de su esposa, ha caído en sucesivas enajenaciones, como verter ácido en la pila del agua bendita de una iglesia o considerar que ha sido visitado en prisión por dos extraterrestres. ¿Lo tienen todo bien apuntado en la cabeza? ¿Han conseguido separar estas tramas parciales? ¿Sí? Bien, pues ahora mézclenlas, conecten a sus personajes y añadan más especias: un gobernante al que apodan El Cojo desde que se hirió cazando (y que, aparte de viajar de incógnito en moto, frecuenta todos los jueves a una querida, bien arropado por su escolta); un ecuatoriano llamado Kevin, que es capaz de levitar simplemente concentrándose; una viuda fascista que se aplica con ahínco al meticuloso arte de la felación; un acordeón lleno de avispas de la isla de Papúa; una ciudad subterránea, llena de habitantes misteriosos; grupos de jóvenes que optan por pegar fuego a cuadros y esculturas de arte contemporáneo; una furgoneta con el rótulo Mercería Las Marujas; un importador de naranjas que se ha visto envuelto sin culpa en la muerte de una mujer; dos Testigos de Jehová de raza negra que no paran de aparecer por las páginas de la novela... Y para completar el menú (aunque me dejo fuera innumerables anécdotas y ramas adventicias, que el lector descubrirá por sí mismo) nos sirve al escritor Arturo Pérez-Reverte atado a una silla y llevado a dependencias policiales.

El resultado es una novela desopilante, que no da tregua en ningún momento, escrita con envidiable soltura y que viene a confirmar el buen hacer literario de Paco López Mengual, bien ostensible desde su primera entrega, allá por 2005.

miércoles, 19 de junio de 2013

Fantasmagoria



Hay dos sentimientos que, en literatura, son difíciles de provocar: el miedo y la risa. De ahí que siempre me haya llamado la atención que incluso los auténticos maestros en esas disciplinas sean designados como autores menores por parte de editores, críticos y hasta lectores cegatos. ¿Es menor el Stephen King que nos aterroriza con sus novelas? ¿Es menor el Eduardo Mendoza que nos provoca hilaridad con sus páginas? Una de las primeras enseñanzas que intento deslizar en la mente de las personas que acuden a mis talleres de escritura es que un texto es bueno cuando, deseando conseguir X, consigue X. Da igual que sea en un género o en otro. Si el autor consigue su propósito es que ha trabajado bien. Lo demás son tontunas joyceanas de meapilas.
Para comprobar cómo está el panorama del terror literario nacional me he leído el volumen Fantasmagoria, compilado por Darío Vilas y editado por el sello Tombooktu, dependiente de Nowtilus. La experiencia, desde luego, ha sido tan enriquecedora como sorprendente, porque pulsaba tantas modalidades y tantas texturas que ha sido una auténtica sorpresa ir devorando cuento tras cuento. Así, descubrí con José Luis Cantos (El columpio) las posibilidades terroríficas de un juego infantil y de una niña que ve cosas vedadas para los demás; sentí de la mano de Ignacio Cid Hermoso un feroz estremecimiento considerando la posibilidad de que un aparato de escucha para bebés reproduzca voces de fallecidos (Caramelitos de fresa); calibré los horrores infinitos que puede contener una estación de metro en la que fallecieron algunas de las personas que la construían, allá por el año 1966 (Francisco Miguel Espinosa nos lo cuenta en Chamberí); constaté gracias a Miguel Aguerralde los inauditos terrores que se pueden esconder en una guitarra azul (El recipiente); Ivan Mourin erizó mi nuca contándome un espeluznante Juego de niños; Javier Trescuadras cambió para siempre mi forma de ver los parques públicos, gracias a su magistral relato Ojos de muñeca; y  David Marugán (no quisiera alargar hasta el extremo la enumeración) me recordó mis días de servicio militar con su historia Sabe nuestros nombres, igualmente impecable.

Muchas vertientes del pánico, sin duda. Muchas técnicas narrativas. Muchas apuestas literarias diferentes en un volumen antológico que merece la pena leer. Se lo recomiendo para las noches de verano, aunque les sugiero que no lo lean en el patio: elijan mejor un sitio donde se sientan seguros. Si existe.

domingo, 16 de junio de 2013

La dulce



Hay media docena de nombres en la historia de la literatura que no requieren, ni siquiera para los profanos, identificación, por ser notoriamente famosos. Uno de ellos es el del ruso Fiodor Dostoievski. Conocido por sus largas investigaciones en el interior del alma humana (Crimen y castigo, El jugador, Humillados y ofendidos), hay también un Dostoievski más breve, mucho más condensado, constructor de pequeñas excelencias cortas. Los traductores Gonzalo Gómez Montoro y Bienvenida Sánchez acaban de verter al español para el sello Funambulista una de ellas: La dulce.
Al igual que hiciera el vallisoletano Miguel Delibes en su obra Cinco horas con Mario, aunque cambiando en este caso el sexo de los protagonistas, Dostoievski nos presenta aquí la voz narrativa de un hombre que ha perdido a su mujer y que, ante su cuerpo, nos va revelando porciones de su historia conyugal. Él es el propietario de una casa de empeños, cuarentón y de vida meticulosa y austera. Un día apareció por allí una muchacha muy joven (apenas dieciséis años) que necesitaba empeñar pequeños objetos no muy valiosos para obtener dinero e insertar con él anuncios en la prensa, solicitando trabajo como institutriz. Poco a poco, visita tras visita, el prestamista va fijándose en ella con creciente interés hasta que acaba por pedirle matrimonio.
Si el arranque de su vida en común es anómalo no lo será menos su continuación: él se mantiene aherrojado en su silencio de hombre que ha vivido mucho tiempo solo y que se enfrenta a graves dificultades para exteriorizar sus sentimientos (llega a decir que le gustaría recibir de ella respeto y veneración, pero que indicárselo «habría sido como pedirle limosna», p.42); ella, aburrida o quizá desengañada, utiliza al teniente Efimovich para provocar unos celos injustificados en su esposo, cae enferma de debilidad y se mantiene en su baluarte de silencio hasta que un día, mientras él se encuentra fuera de casa preparando un viaje a Boulogne, toma una decisión de lo más inesperada.
Para los amantes de la prosa y el método literario de Fiodor Dostoievski, sin duda la segunda parte de la narración es la más intensa y la más vibrante. En ella nos hace partícipes de la vida anterior del prestamista, un personaje con una infancia complicada y desvalida («Nunca me han apreciado, ni siquiera en la escuela. Ni en ninguna otra parte», p.76), que ha vivido casi siempre sin la compañía de sus semejantes... pero que ha descubierto en esta dulce y misteriosa joven a la mujer de su vida («Ella era el único ser por el que sentía cariño, no quería a ningún otro», p.80), hasta el punto de que cuando sospecha que ella ha comenzado a ignorarlo, se humilla, se prosterna, llora y profiere palabras masoquistas, a mitad de camino entre lo risible y lo conmovedor («No me respondas, no me mires siquiera, déjame sólo mirarte desde un rincón, haz de mí un objeto, tu perrito», p.94).

Eficaz, atinado y perturbador, el escritor ruso nos vuelve a maravillar con otra de sus obras y nos obliga a reflexionar sobre las dificultades que rigen a menudo en las relaciones personales, sobre la soledad, sobre el amor y sobre la muerte. «El mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos» (así lo bautizó Stefan Zweig) vuelve ahora a nuestras manos.

martes, 11 de junio de 2013

Lo que esconden las palabras



Escribir, lo sabemos de sobra, es una tarea interminable y de trazado muy extraño. Hay quienes emprenden el camino a edad tempranísima (estoy pensando en poetas como Arthur Rimbaud o en dramaturgos como Alfred Jarry) y otros que prefieren ante todo la calma y postergan su nacimiento literario hasta límites más que llamativos (como los narradores Alberto Méndez o Gonzalo Hidalgo Bayal, que han aguardado casi hasta la senectud para firmar con serenidad sus páginas y darlas a la imprenta). A la postre quizá no importe demasiado la fecha que ostenta el DNI del escritor, y sólo haya que medir una trayectoria literaria por el resultado último. El gran Ramón Gómez de la Serna, hoy olvidado con injusticia, escribió una vez (en su hermoso volumen Cartas a las golondrinas) que la impaciencia no es sino dolor de alma. Tal vez no le faltase razón.
Durante varios años, he tenido la inmensa suerte de convivir en un taller de escritura que se celebra en Molina de Segura (Murcia) con todas las personas que pueblan este libro (y con algunas más, que poblarán venideros volúmenes) y he observado cómo un entusiasmo envidiable les unía y les impulsaba. Escribían con tenacidad durante la semana, robándole minutos a otros quehaceres vitales; leían durante la sesión de puesta en común, con la voz más bien temblorosa; intercambiaban opiniones con sus compañeros, siempre respetuosos y moderados; se cruzaban comentarios llenos de tino; rectificaban todo aquello que consideraban oportuno y mantenían lo que su corazón les etiquetaba como inalterable. Y así han ido construyendo un equipaje de palabras e historias que ahora ofrecen resumido en este volumen. Algunos de ellos han ganado certámenes literarios; otros casi se estrenan con esta publicación. Pero todos están unidos por el mismo fervor, limpio e inquebrantable, que a la postre les sirve como combustible. Saben que en el mundillo literario proliferan los premios amañados, los intereses comerciales, los apellidos del autor, la potencia del agente que lo representa y otras cortapisas que, a buen seguro, resultarán del todo inútiles para detener su vuelo. Y lo sé con certeza porque tengo el privilegio de conocerlos, de haber cultivado su amistad y de haber leído y escuchado lo que tienen en el alma y en el corazón a través de sus palabras, desgranadas semana tras semana alrededor de la enorme mesa en la que nos reunimos, con chocolates y con refrescos, con bollos y con pasteles, con bizcochos y con ilusiones. Traían sus folios apretados contra el pecho o metidos en la carpeta, como hijos tibios que quisieran proteger de las inclemencias del tiempo; y luego los sacaban a la luz con infinita dulzura, con el pudor de quien no está seguro de poder leerlos sin quebranto.
Cada uno de ellos viene de un mundo distinto (de la banca, del comercio, de la sanidad, de la administración pública, de la enseñanza), pero cuando uno tras otro aclaraban la voz en aquella acogedora sala de El Retén y entregaban al aire el regalo fastuoso de sus palabras, ya no eran diferentes. Se habían transformado como por arte de magia. Eran la Literatura haciéndose luz, inicio, sentimiento. En unos, esa luz se manifestaba en frases largas, lujuriosas de tirabuzones; en otros, el camino elegido era la diamantina concreción de la metáfora. Unos preferían ser más directos en sus narraciones; otros, más sinuosos o tangenciales.

Sus nombres son Adelaida Romero Rodríguez, Anto Gambín, Carmen Granero, Carmina Martínez Maricó, Conchi Andrés Ortega, Jose Moreno, Mª José Cutillas, Meri Martínez, José Gómez Larrosa y Victoriano García Guillén. Aquí están, reunidas, algunas de sus historias. Ustedes pueden gozar ahora del privilegio hermosísimo que yo ya no tengo: leerlas por primera vez. Les aseguro que es un auténtico lujo del que deberían disfrutar, como yo lo hice en su día. La escritora murciana Concha Martínez Miralles denunciaba en su obra Libertad condicionada que “lo peor es la prisa: siempre hay mucha”. No dejen que esa celeridad les estropee el placer. Gocen de cada línea, de cada párrafo, de cada historia contenida en este libro. Comprobarán que hay aquí mucha belleza aguardándoles.

domingo, 9 de junio de 2013

La última noche de Víctor Ros



Si me preguntaran cuáles son los personajes más emblemáticos que ha dado la novela murciana en los últimos tiempos, yo diría que cuatro: el eremita de Miguel Espinosa, el Aníbal Salinas de Pascual García, el capitán Alatriste de Arturo Pérez-Reverte y el detective Víctor Ros de Jerónimo Tristante. De ahí que la aparición de un nuevo volumen con las aventuras de este último (La última noche de Víctor Ros, Plaza & Janés) pueda ser celebrada con alborozo por sus miles de lectores. Y no sólo por las entregas anteriores del eficaz investigador sino porque este tomo, en sí mismo, ya es un auténtico lujo.
La propuesta que Jerónimo Tristante nos desliza ahora está situada en el Oviedo de finales del siglo XIX (en concreto, en 1883). Un chico de apenas 18 años ha sido encontrado muerto a las puertas de su casa. Circulan por la ciudad bastantes rumores acerca de la homosexualidad del muchacho, que podría estar relacionada con su asesinato a puñaladas. Su padre, el empresario don Reinaldo Férez, es un hombre de enorme poder en la ciudad; y esto obliga a Víctor Ros a emplearse con especial intensidad y con especial tacto a la hora de conducir las investigaciones. Pero el asunto, lejos de resultar sencillo, se enmaraña a cada hora que pasa: primero se descubre una nota que parece incriminar claramente a un personaje (un afinador de pianos al que se considera vinculado con el joven Ramón Férez, la víctima); luego desaparece la institutriz de la casa; más tarde se ahorca una sirvienta (en cuya mano aparece un anillo de Ramón)... Las pruebas que Víctor Ros va reuniendo lo llevan tan pronto en una dirección como en otra; y finalmente se contradicen. ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué endiablada mente criminal ha urdido este complicado asesinato? Contando con su elevada experiencia como detective, pero también con ayudas exteriores (su esposa, su hijo adoptivo Eduardo, un perro, su amigo Casamajó), Víctor Ros irá poco a poco acercándose hasta la sorprendente verdad que lo espera, acechante y letal como un puma, en las últimas páginas de la novela.
Con una prosa rápida pero elegante, y con una documentación espacial y temporal más que convincente, el escritor murciano nos entrega en esta novela, además, algunos guiños literarios de hermosa factura. Sirvan como muestra ese instante en que Víctor Ros está de visita en el casino ovetense y ve a Casamajó charlando con un hombre. Al preguntarle por su identidad, su gran amigo le explica: «Fue regente de la Audiencia [...], se llama Víctor Quintanar» (p.178); o esa otra secuencia en que una mujer singularmente hermosa y pálida ayuda al detective y se despide de él diciendo: «Soy Ana Ozores, para servirle» (p.304). A los enamorados de la prosa de Clarín no será preciso darles más detalles. Las menciones de Wilkie Collins, Clara Tahoces o Benito Pérez Galdós son otros tantos homenajes que Jerónimo Tristante tributa.

Y que no cunda el pánico entre sus admiradores: gracias a la creación del personaje de Eduardo (rescatado de los bajos fondos, educado de forma muy completa y finalmente utilizado como acompañante por Víctor Ros, que lo ha adoptado legalmente), la saga Ros está más que garantizada. Seguro que al fértil novelista murciano no le faltan historias en los próximos años para irnos dando sorpresa tras sorpresa.

miércoles, 5 de junio de 2013

Nenúfar



En literatura, como en casi todas las actividades culturales (pintura, música, danza), a veces hay que tener un punto de insolencia, un plus de adrenalina que te haga lanzarte al vacío si estás convencido de que tienes algo que decir y que merece la pena intentarlo. Es lo que ocurre con Pascual Alacid Peñaranda, un joven por cuyas venas corren la electricidad, la música y las letras y que en las últimas semanas de 2012 dio el paso de publicar su novela Nenúfar, dinámica e interesante, que constituye su primer proyecto en el complicado mundo de la edición.
Estamos en el año 2061. Mario y Estrella son novios y viven en Madrid. Él trabaja en una compañía de seguros y ella en una de danza. Por la televisión dan el anuncio de que un meteorito pasará pronto cerca del sistema solar. Tras algunas informaciones contradictorias se produce, por fin, el temido impacto con la Tierra. La situación en España se vuelve de pronto insostenible: más de la mitad del territorio ha sido devorado por las aguas y se estima que varios millones de personas han perdido la vida durante la catástrofe. Ahora, se inicia el tiempo de la supervivencia: hay que salir a buscar provisiones. Por lo pronto, los protagonistas de la obra escuchan por televisión que se están habilitando antiguas plataformas petrolíferas como nuevos habitáculos humanos, con capacidad para 30.000 personas. Se les llamará nenúfares y son la esperanza para la recuperación de la humanidad. No obstante, la situación en el país es cada vez más complicada: de hecho, se produce un inesperado golpe de estado que consigue “asesinar a la reina Letizia” (p.47) y que instaura un feroz proceso de control por parte de los militares.
No les voy (discúlpenme) a contar más. Pero sí les adelanto que cuando se sumerjan en la lectura asistirán a persecuciones febriles, disparos, suicidios (se les formará un nudo en la garganta en la página 131), sorpresas, momentos claustrofóbicos, inquietantes revelaciones científicas y hasta secuencias donde el horror y la antropofagia les pondrán los pelos de punta. Y todo ello servido con una prosa rápida, directa, que evita perderse en florituras.

Pascual Alacid Peñaranda sabe lo que se está haciendo. Tiene 27 años y ya ha dado su primer fruto en forma de novela. No era fácil. No era nada fácil. Y ha superado la prueba.