domingo, 14 de abril de 2013

La fatiga y los besos




Muchas veces he pensado lo curioso que sería si, además de existir los cronistas oficiales de un determinado lugar (como José Antonio Melgares lo es de Caravaca de la Cruz), existiesen los cronistas oficiales de una época, de un tiempo, de una etapa de nuestra vida. Y retomo la vieja idea después de leer este poemario de Pascual García, galardonado con el premio Francisco Sánchez Bautista y publicado ahora por el sello madrileño Vitruvio, porque el escritor de Moratalla ha ido parcelando en sus versos, libro tras libro, un territorio agrio y dulce a la vez, con aromas, sonidos y olores inconfundibles, donde burbujean ciertas imágenes recurrentes, intensas y duras: las migas pobres comidas en círculo alrededor de la sartén, metiendo todos la cuchara con un riguroso orden respetuoso; las conversaciones nocturnas de la familia al amparo de la lumbre, que dota a los rostros de tonalidades rojizas y al ambiente de una pátina oscura, casi tenebrista; la fatigosa aspereza bíblica del trabajo campesino de sol a sol, en condiciones miserables; la sed atroz que martiriza a quienes no pueden abandonar con frecuencia el tajo y notan la saliva espesándose en la boca; la vendimia desangelada y lluviosa en Francia, de donde se volvía con la espalda destrozada, las manos rendidas y un puñado de billetes arrugados en el bolsillo; esos domingos milagrosos que adquirían la condición de paréntesis, y en los cuales se madrugaba menos y se bebía vino en las tabernas para celebrar de alguna manera el descanso diminuto de la semana; etc.
Yo creo que todo poeta auténtico (los hay simplemente aficionados, y en verdad que son la mayoría) se caracteriza porque después de un proceso de depuración muy laborioso y lleno de meandros hace suyo un espacio, un tiempo, un tema, y desde ese instante gira siempre alrededor de él, o al menos en su proximidad. Es lo que ha hecho con exquisita brillantez y con espectaculares resultados Pascual García: pintar con los colores de sus versos el cuadro al óleo de su infancia, en una época difícil y en un lugar pobre. Así, los poemas se convierten en testimonios, en cajitas llenas de formol donde el tiempo queda apresado y retratado, en misteriosos anaqueles donde se ordenan los recuerdos de un tiempo que la literatura rescata del olvido absoluto.
Desde el punto de vista técnico, Pascual García sigue utilizando con elegancia los endecasílabos y heptasílabos, y continúa comprometido en un proceso depurativo del lenguaje que lo lleva a acendrarse en una pureza de arcilla o de luz, donde ya no se persigue la pirotecnia sino la autenticidad exacta de las palabras, de las frases, de las ambientaciones. Unamuno opinó una vez que la poesía era demasiado importante como para convertirse en música, pero se quedó a un peldaño de la verdad, porque el poeta auténtico sí que construye sus versos sobre un pentagrama emocional lleno de cadencias y ritmos. Lo que evita es el sonsonete, que tantos confunden erróneamente con la eufonía. Música es Vivaldi. Sonsonete es King África.
En el poema “Jornaleros” asegura Pascual que él escribe para recordar las supervivencias anónimas y heroicas de tantos hombres humildes como han tenido que padecer la ignominia de la Historia. Pocas veces ética y estética se han unido con tanta brillantez en un libro de versos.

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