martes, 30 de abril de 2013

El silencio de tu nombre




Hace ya tiempo que descubrí, en la prosa de Andrés Pérez Domínguez, su condición caleidoscópica; es decir, la anonadante virtud que tiene para alcanzar, sea cual sea la combinación de sus cristales, la belleza literaria. Nos hable de hombres, de mujeres, de espías, de boxeadores o de científicos, lo hace con elegancia inaudita y con un eficaz manejo de los resortes narrativos. Su última novela, El silencio de tu nombre, ostenta idénticas virtudes. Tratar de resumir su trama sería, aparte de absurdo y farragoso, una descortesía hacia sus futuros lectores. No incurriré, pues, en tal equivocación. Digamos simplemente que en el año 1950 se desata una lucha sorda para descubrir la localización de un inmenso tesoro robado por los nazis a los judíos, y que los escenarios de la obra (Madrid, París, Berlín, Génova, Andalucía) van viendo desfilar a un buen número de personajes: comunistas dominados por el idealismo, periodistas deportivos, chicas de alterne, burócratas corruptos, viejos héroes de guerra, falsificadores, agentes de la CIA, señoritos andaluces dedicados al espionaje, nazis camuflados... Y todo eso combinándose en una sorprendente obra de ingeniería novelesca, tan difícil de escribir como sencilla de leer, basada en los saltos temporales y en el delicado pero eficaz juego de las cajas chinas, que se cierra con un delicioso final lánguido. ¿Los personajes? Pues la misma perfección inmaculada que pregonamos de la trama o la escritura del libro podríamos aplicársela a ellos. En especial, a los cinco que constituyen la médula del relato: el capitán Martín Navarro (que ha visto cómo la lenta erosión de sus ideales lo arrojaba a un mundo sórdido), el periodista Gregorio León (que se ve envuelto en una trama que lo supera y que encuentra su única luz en los brazos de una mujer inesperada), Robert Bishop (un norteamericano con más densidad anímica de la que se podría pensar en sus primeras intervenciones), la banquera Mercedes Cifuentes (fascinante, poderosa y beata, digna aspirante a una futura novela con su historia) y Erika Walter (viuda de un personaje turbulento llamado Emil Liebermann, que terminará convertido en el gran protagonista fantasma de la obra). Con esta novela, el sevillano Andrés Pérez Domínguez nos traslada una fascinante historia de amor, pero también una serie de interesantes reflexiones sobre el sentido de la culpa, sobre el peso que en cada uno de nosotros imprime el pasado y sobre la forma en que inevitablemente termina por invadirnos la decepción al final de nuestras vidas. Quizá porque vivir sólo es elegir la postura en que seremos derrotados. Quién sabe.

domingo, 28 de abril de 2013

El asunto Lemoine



El modo en que se hace frente a un revés de la vida o a un infortunio inesperado suele ser altamente revelador del temple que uno posee. El estoicismo, la rabia, la tranquilidad o la iracundia son las válvulas de escape más habituales. El humor, por el contrario, es menos frecuente. Jorge Luis Borges, desdeñado eterno por la academia sueca, definía su postergación del premio Nobel de Literatura como “una costumbre escandinava”; y el no menos genial Mark Twain, en el año 1897, dirigió un telegrama a la redacción del New York Journal con motivo de la noticia periodística donde se anunciaba su muerte, a la que tildó de “exageración”.
Marcel Proust, uno de los más grandes novelistas franceses de la Historia, se vio sorprendido a principios del siglo XX por un desagradable enredo: un hábil ingeniero llamado Henri Lemoine afirmaba que había descubierto la fórmula para fabricar diamantes de una manera sencilla y con un coste ridículo. La polvareda que se derivó de tal asunto lo llevó a entrevistarse con Julius Werner, presidente de la compañía De Beers (especializada en la comercialización de diamantes), a quien le ofreció mantener en secreto dicha fórmula a cambio de una exorbitante cantidad de dinero. Werner, temiendo un colapso del mercado mundial si se hacía pública la fórmula de Lemoine, accedió a sus requerimientos. Al cabo de los años, y tras no pocas vicisitudes (en las cuales se incluyó un pequeño período de cárcel para el estafador), Henri Lemoine y su esposa desaparecieron para siempre, llevándose los millones de francos que habían conseguido.
Marcel Proust, que era accionista minoritario de la compañía De Beers, vivió de cerca aquella rocambolesca situación. Y en el año 1919 publicó este librito donde abordaba el asunto de una manera altamente original: elaborando nueve pastiches en los que imaginaba cómo contarían el suceso otros tantos escritores franceses de la época. Así, nos presenta un texto atribuido a Honoré de Balzac, lleno de florituras tediosas, de digresiones constantes y de remisiones a otros libros suyos, para que el lector acuda a ellos (al modo en que también lo hacía en España Julián Marías, por ejemplo); otro texto firmado con el nombre de Gustave Flaubert, atiborrado de evanescencias morosas; otro más, complementario del anterior, donde Sainte-Beuve critica la versión de Flaubert (sorprendente juego de cajas chinas por parte de Proust); una versión de Ernest Renan, donde la asfixia que deparan los adjetivos es anonadante; o una página del diario de los hermanos Goncourt donde, entre otros detalles, se recoge la estrafalaria e irónica noticia de que “Marcel Proust se ha suicidado tras la caída de los valores diamantíferos” (p.54). Los nombres de Régnier, Michelet, Émile Faguet o Saint-Simon completan este mosaico sonriente, distendido y juguetón.
Suele pregonarse de ciertos escritores (como del propio Marcel Proust, Emmanuel Kant o Edgar Allan Poe) que sus páginas carecen de todo asomo de sentido del humor; pero El asunto Lemoine, traducido por Ascensión Cuesta y editado hermosamente por el sello Funambulista, viene a demostrar que no es así. Frente a la minuciosidad exquisita aunque tal vez algo plúmbea de otros libros suyos, aquí Marcel Proust se autoriza la pirueta, la broma, la sonrisa; y el resultado es un volumen tan singular como interesante, que llama la atención de los lectores de un modo irrefutable.

miércoles, 24 de abril de 2013

Galicia, Galicia




Para quienes hayan leído (y por tanto admiren) la obra narrativa del gallego Manuel Rivas (compuesta por títulos tan estupendos como ¿Qué me quieres, amor? o El lápiz del carpintero) aquí se nos ofrece, en la traducción de Xosé Mato, una ladera distinta de su creatividad: los artículos periodísticos. En ellos, Rivas continúa con algunos de sus temas predilectos, como las críticas a las tropelías paisajísticas que ha de soportar su tierra, o el elogio fervoroso de las vacas (nos recuerda que hay un millón de ellas en Galicia, y cita con cierta cachaza la frase donde Milan Kundera asegura que el hombre es un simple parásito de este animal).
Nos ofrece también en este libro algunas erudiciones tan simpáticas como la que indica que el futbolín fue inventado por el gallego Alexandre Finisterre, y condimenta sus párrafos con unos aforimos de alta belleza, que acercan el volumen por momentos a los territorios de la lírica o el ensayo (“Sin el esteticismo de lo simbólico, la vida es un plato insípido”; “En la buena poesía, cada palabra es una llave, pero también una cerradura”; etc). Pero sin duda lo más llamativo del libro es ese esperpento cómico que Manuel Rivas titula con gracejo y retranca En el mejor país del mundo (y que se fue publicando en el diario La Voz de Galicia durante el año 1990, por entregas), donde realiza una hilarante parodia del gobierno de Manuel Fraga. Resumir su argumento o pretender establecer un inventario de sus humoradas es uno y lo mismo, pero lo podemos ilustrar medianamente con cuatro secuencias: la celebración de una convención de tránsfugas políticos (multitudinaria, por cierto); el viaje de incógnito que realiza Fidel Castro a La Coruña, para quedarse a trabajar en un convento; la mastodóntica queimada que se organiza llenando de aguardiente el embalse de Portomarín y pegándole fuego con un lanzallamas de napalm (y quien pulsa el gatillo es el propio Manuel Fraga, que quiere ingresar por la puerta grande en el Libro Guinness de los récords); o ese instante en el que Rivas justifica que el presidente gallego consulte con una afamada meiga “en estos tiempos en que las certezas se derrumban y las ideologías ceden ante el Principio de Incertidumbre de Heisenberg” (p.52).
En suma, un libro ameno, divertido y muy bien escrito (yerrarán quienes se obstinen en considerarlo una obra secundaria en el currículum de su autor), con el que se sedimenta más todavía una de las trayectorias literarias más notables de nuestro país.

domingo, 21 de abril de 2013

Después del terremoto



Entiendo que una de las virtudes del artista (el pintor, el novelista, el poeta) es ser capaz de convertir la realidad que lo rodea en otra cosa, más densa, más perdurable, plenamente despojada de las anécdotas y del polvo de la momentaneidad. En el año 1995, la ciudad japonesa de Kobe fue sacudida por un terrible terremoto que alcanzó los 7’3 grados en la escala de Richter y que causó la muerte de más de seis mil personas. El suceso marcó a todo el país; y lo hizo también de una manera especial con un escritor nacido en Kioto en 1949, pero que vivió muchos años de su juventud en Kobe: Haruki Murakami.
Invocar ese nombre en la literatura de los últimos años es referirnos al más exitoso y occidental de todos los narradores nipones vivos, así que el libro donde abordó el tema del terremoto (publicado originalmente en el año 2000) alcanzó una difusión muy notable. Ahora, traducido del japonés por Lourdes Porta y editado por el sello Tusquets, tenemos la suerte de poderlo gozar en nuestro país. Se trata de una colección de seis historias donde Murakami traza una sinuosa línea de argumentos que, siendo profundamente dispares, tienen como hilván común el hecho de que alguno de los personajes se haya visto de una manera o de otra afectado por la experiencia del terremoto. Así, Komura es abandonado por su esposa, que ha permanecido cinco días completamente muda como consecuencia de las imágenes que del seísmo se han divulgado por televisión (Un ovni aterriza en Kushiro); el señor Miyake es un pintor entrado en los cuarenta, que gusta de encender hogueras en la playa y que encuentra en la joven Junko a una especie de alma gemela, nació en la localidad costera de Kobe (Paisaje con plancha); la doctora Satsuki, divorciada de un hombre que ahora vive en esa ciudad, disfruta de unas vacaciones en Bangkok y piensa con ira que ojalá que el temblor de tierra lo haya fulminado (Tailandia); etc.
Pero esta pirueta de conexión no es más que una anécdota en el tomo. En realidad, a poco que se reflexione sobre los relatos, se comprende en seguida que Haruki Murakami nos está proponiendo unas intensas reflexiones sobre la condición humana, sobre los miedos, las soledades, las flaquezas psicológicas y el dolor que siempre nos acecha en los diferentes meandros del camino de la vida. Komura se encuentra tan perdido por el abandono de su esposa que habrá de buscar en un viaje a Hokkaido el oxígeno que lo libere de la asfixia de su hogar; Yoshiya, empleado en una editorial que aún vive con su jovencísima madre, descubre un día por la calle de forma azarosa a un hombre al que le falta el lóbulo de una oreja... como a su padre biológico, que lo abandonó de niño (Todos los hijos de Dios bailan); la doctora Satsuki tiene el alma tumefacta por ese viejo rencor que late contra su exmarido, y necesitará que una sanadora de espíritus le ayude a encontrar la paz; el talentoso escritor Junpei tendrá que preguntarse si está dispuesto a contraer matrimonio con Sayoko, una antigua amada que acaba de divorciarse (La torta de miel)... Zozobras, debilidades y un buen manojo de tristezas, que Haruki Murakami nos sirve con prosa excelente.

miércoles, 17 de abril de 2013

El alma de los peces




De vez en cuando aparece en la historia de la literatura un volumen con el que su autor se propone una indagación en la raíz misma del Mal, lo que equivale también a embarcarse en una búsqueda que ronda los territorios cenagosos del alma y sus más íntimas turbulencias. Lo hizo Ernst Jünger en Eumeswil; lo hizo Augusto Roa Bastos en Yo el Supremo; y lo hizo, en un territorio mucho más fácil de asimilar, Patrick Süskind en El perfume. El madrileño Antonio Gómez Rufo, que ya ha visitado algunas veces esta página (y que sin duda lo seguirá haciendo en el futuro), nos propone que conozcamos la historia turbulenta de Bruno Weiss, un misántropo iluminado que nace en la población austríaca de Weisberg a finales del siglo XIX, que se considera “de la estirpe de los conductores del mundo” (p.78), que etiqueta sin rubor a las mujeres como “sirvientas distinguidas de sus maridos” (p.111) y que cree que hay que “forjar un mundo nuevo” (p.66), aunque para lograr su descabellado propósito tenga que pegarle fuego al antiguo o masacrar sin piedad a todos sus habitantes. Es la suya, a no dudarlo, una personalidad aterradora, por los matices fascistoides y sanguinarios que exhibe; pero encuentra en Stefanie, la hija del juez Sendlinger, un eficaz y no menos aterrador complemento.
La historia, turbadora y febril, está relatada con una prosa de exquisita factura, donde es verdad que predomina la concisión (como observa Carmen Martín Gaite en el fajín que envuelve la portada), pero no es menos verdad que fulgen en su seno auténticas perlas líricas. Por ejemplo, cuando se dice en la página 35 que “Bruno Weiss tenía mirada de mar de isla, salvo cuando se irritaba, que miraba plomo”. No es de extrañar por tanto que la novela, que ya ha sido publicada en países como Bulgaria, Holanda o Grecia, haya merecido algunos comentarios elogiosos por parte de los lectores y la crítica especializada.
Sigo insistiendo en lo que ya he escrito otras veces (y me disculpo por mi reiteración): Antonio Gómez Rufo es uno de los autores más brillantes de cuantos escriben actualmente en España. Y El alma de los peces es una demostración más de que en mi juicio no hay exageración alguna. Dense el placer de comprobarlo por sí mismos.

domingo, 14 de abril de 2013

La fatiga y los besos




Muchas veces he pensado lo curioso que sería si, además de existir los cronistas oficiales de un determinado lugar (como José Antonio Melgares lo es de Caravaca de la Cruz), existiesen los cronistas oficiales de una época, de un tiempo, de una etapa de nuestra vida. Y retomo la vieja idea después de leer este poemario de Pascual García, galardonado con el premio Francisco Sánchez Bautista y publicado ahora por el sello madrileño Vitruvio, porque el escritor de Moratalla ha ido parcelando en sus versos, libro tras libro, un territorio agrio y dulce a la vez, con aromas, sonidos y olores inconfundibles, donde burbujean ciertas imágenes recurrentes, intensas y duras: las migas pobres comidas en círculo alrededor de la sartén, metiendo todos la cuchara con un riguroso orden respetuoso; las conversaciones nocturnas de la familia al amparo de la lumbre, que dota a los rostros de tonalidades rojizas y al ambiente de una pátina oscura, casi tenebrista; la fatigosa aspereza bíblica del trabajo campesino de sol a sol, en condiciones miserables; la sed atroz que martiriza a quienes no pueden abandonar con frecuencia el tajo y notan la saliva espesándose en la boca; la vendimia desangelada y lluviosa en Francia, de donde se volvía con la espalda destrozada, las manos rendidas y un puñado de billetes arrugados en el bolsillo; esos domingos milagrosos que adquirían la condición de paréntesis, y en los cuales se madrugaba menos y se bebía vino en las tabernas para celebrar de alguna manera el descanso diminuto de la semana; etc.
Yo creo que todo poeta auténtico (los hay simplemente aficionados, y en verdad que son la mayoría) se caracteriza porque después de un proceso de depuración muy laborioso y lleno de meandros hace suyo un espacio, un tiempo, un tema, y desde ese instante gira siempre alrededor de él, o al menos en su proximidad. Es lo que ha hecho con exquisita brillantez y con espectaculares resultados Pascual García: pintar con los colores de sus versos el cuadro al óleo de su infancia, en una época difícil y en un lugar pobre. Así, los poemas se convierten en testimonios, en cajitas llenas de formol donde el tiempo queda apresado y retratado, en misteriosos anaqueles donde se ordenan los recuerdos de un tiempo que la literatura rescata del olvido absoluto.
Desde el punto de vista técnico, Pascual García sigue utilizando con elegancia los endecasílabos y heptasílabos, y continúa comprometido en un proceso depurativo del lenguaje que lo lleva a acendrarse en una pureza de arcilla o de luz, donde ya no se persigue la pirotecnia sino la autenticidad exacta de las palabras, de las frases, de las ambientaciones. Unamuno opinó una vez que la poesía era demasiado importante como para convertirse en música, pero se quedó a un peldaño de la verdad, porque el poeta auténtico sí que construye sus versos sobre un pentagrama emocional lleno de cadencias y ritmos. Lo que evita es el sonsonete, que tantos confunden erróneamente con la eufonía. Música es Vivaldi. Sonsonete es King África.
En el poema “Jornaleros” asegura Pascual que él escribe para recordar las supervivencias anónimas y heroicas de tantos hombres humildes como han tenido que padecer la ignominia de la Historia. Pocas veces ética y estética se han unido con tanta brillantez en un libro de versos.

jueves, 11 de abril de 2013

Sefarad




“Cómo atreverse a la vana frivolidad de inventar, habiendo tantas vidas que merecieron ser contadas, cada una de ellas una novela, una malla de ramificaciones que conducen a otras novelas y otras vidas”. Con esta aseveración humilde pero inquebrantable que Antonio Muñoz Molina coloca en la página 569 de esta obra se justifica y subraya el espíritu de la misma: la voluntad de recoger del olvido un ramillete de historias grises (o aparentemente grises), de humillaciones entumecidas por la amnesia y de vidas maltratadas por el fluir heraclitiano de la Historia. Y conformar con todo ese material, con todos esos “bucles melancólicos” (como diría Jon Juaristi) una eficaz crónica del desarraigo, donde queden reflejadas las angustias del niño que perdió su pasado pueblerino y que ahora vive en la capital; la espera paralizante y amarguísima de quienes aguardan la depuración nazi (como el profesor Victor Klemperer) o estalinista (Natalia Ginzburg); el horror anciano del señor Salama, cuya familia fue aniquilada en un campo de concentración que ahora cubren los matojos; etc. Son historias que, en muchos casos, han sido tragadas por el olvido (hay un capítulo titulado Narva, que quizá por mera casualidad o quizá como símbolo, ni siquiera aparece en el índice del ejemplar que estoy manejando), pero que Muñoz Molina recupera y pone ante nuestros ojos, para que descubramos la secreta enseñanza prodigiosa que de ellas podemos extraer.
Este libro, como la cara del propio Muñoz Molina (hay escritores que envejecen con una majestad erosiva de incalculable belleza: Muñoz Molina, Sampedro, etc), tiene una tristeza antigua, honda y polvorienta; una angustia que se deriva del horror, y de la lucidez terrible de haberlo presenciado y no poderlo olvidar, ni mitigar, ni eludir. El novelista ha llevado a cabo el experimento (el peligroso experimento, desde el punto de vista humano) de encarnarse en las vidas de unos cuantos perdedores (unos judíos que fueron expulsados de España en el siglo XV, unos soldados que viven la indignidad de la guerra, un mendigo que sufre en sus carnes el oprobio de la postergación, un oscuro oficinista que distrae la inanidad de su existencia empapándose de las historias que otros le cuentan), y extraer de ahí una lección moral, vital, humana, que él cifra en una interrogación inquietante: “¿Qué harías tú si supieras que de un día para otro pueden expulsarte, que bastarán una firma y un sello de lacre al pie de un decreto para que tu vida entera quede desbaratada, para que lo pierdas todo, tu casa y tus bienes, tu vida de todos los días, y te veas arrojado a los caminos?” (p.543). Nadie que lea con mediano sosiego este vademécum de derrotas puede salir indemne de él. Y además está escrito con el primor inigualable al que ya nos tiene acostumbrados Antonio Muñoz Molina y que acaba de corroborar en su más reciente obra, Todo lo que era sólido. ¿Qué más se le puede pedir a un libro?

domingo, 7 de abril de 2013

Intento de escapada




En la contraportada de Demasiado tarde para volver (Murcia, 2008), Miguel Ángel Hernández nos comunicaba que se sentía «un escritor frustrado, triste y melancólico». Y aunque las condiciones del alma no dependen de una forma directa de los accidentes del éxito, es probable que esta afirmación haya sufrido alguna metamorfosis después de que el jurado del premio Herralde de novela dictaminara hace pocos meses que esta obra que ahora tenemos entre las manos merecía aparecer bajo el sello Anagrama, a nivel nacional.
En esta primera narración extensa que publica, el escritor se adentra en un mundo que conoce espléndidamente (es profesor de esa materia en la universidad de Murcia): el territorio del arte moderno. Sus protagonistas son fundamentalmente tres: un joven estudiante de último curso llamado Marcos, reconcentrado en sí mismo, con problemas de comunicación, peso y alopecia; una profesora atractiva que le imparte clase (Helena); y un reputado artista de fama mundial, Jacobo Montes, que suscita tantas polémicas como adhesiones por sus obras. Y el eje argumental es tan sencillo como turbador: Montes llega a la ciudad donde estudia Marcos y lo utiliza (gracias a la intermediación de su amiga Helena) como ayudante para ir perfilando las líneas de su siguiente obra. Se tratará de una acción artística donde intervendrá como protagonista Omar, un inmigrante sin papeles que acepta servir como conejillo de Indias en un proyecto que Marcos, al principio, encuentra llamativo, pero que poco a poco le va pareciendo inhumano o vejatorio. Sumergidos en la elegante prosa de Miguel Ángel Hernández, los lectores avanzarán, hechizados, por las páginas de esta historia inaudita, que los llevará de la sorpresa a la repulsión, de la indignidad a las meditaciones, del pasmo al silencio.
¿Qué elementos (aparte de la propia belleza expresiva del texto, que ya he comentado) han llamado mi atención de forma particular en Intento de escapada? Pues yo diría que cuatro: las interesantes indagaciones de Miguel Ángel Hernández sobre las fronteras (elásticas, cambiantes, difusas, cuánticas) del mundo del arte; su atinada observación acerca de la invisibilidad del paria (los marginados, los inmigrantes ilegales, etc, son en buena medida personas sin entidad real para la sociedad que los circunda); la forma eficaz en que los artistas utilizan el discurso como disfraz (me ha resultado inevitable recordar aquella frase de Ramón Gómez de la Serna, incluida en su Diario póstumo, en la que se burlaba de una persona que le ponía «un forro de palabras» a todo lo que decía, por huero que fuese); y, difuminada en varios protagonistas y con diversas intensidades, su meditación sobre los límites de la dignidad. Porque yo creo que esta novela, si tuviéramos que reducirla a la estupidez de una fórmula, trata de eso, del modo en que cada personaje se enfrenta a su propio concepto de la dignidad: el estudiante que no quiere decepcionar a la profesora de la que está prendado; el artista que se niega a reconocer fronteras a su impulso creativo; el inmigrante que necesita dinero a costa de lo que sea...
Intento de escapada es una novela sobre el arte, pero sobre todo es una novela sobre las miserias del espíritu humano, sobre aquellos pliegues oscuros de nuestro interior donde no nos agrada hundir los ojos. Léanla con calma y les enriquecerá, a la vez que les sobrecoge.

jueves, 4 de abril de 2013

Wilde total



Oscar Guay. Creo que con esa broma fonética se puede sintetizar perfectamente lo que Luis Antonio de Villena trata de ofrecernos en este libro: la imagen (subjetiva, pero muy documentada) de Oscar Wilde, aquel adorador de la Belleza que odiaba el deporte, que sentía repulsión por cualquier forma de vulgaridad, que se embarcó en el ejercicio del dandismo (“Un dandi se quiere distante porque se sabe solo”, p.41) y que, tras años de fama y esplendor, conoció la cárcel (no sólo la célebre de Reading, a la que inmortalizó en un texto maravilloso, sino también las de Pentonville y Wandworth), paladeó los acíbares de la humillación pública y cayó fulminado por el odio social que se derivó de sus gustos homosexuales.
Seducido desde los 15 años (así lo reconoce explícitamente en el prólogo) por la imagen de este personaje, que supo fabricar estilo en su obra, en su vestimenta y en su creación literaria, Luis Antonio de Villena vuelve una vez más al análisis de Wilde, al que ya ha dedicado un alto número de páginas. Y lo hace desde una posición claramente afecta al escritor irlandés, aunque se vea obligado a reconocerle algunas sordideces bastante lamentables, como el modo en que hizo sufrir a su esposa Constance Mary Lloyd o el hecho de haber conocido a uno de sus mejores amigos, Robert Ross, en un urinario público en 1886.
Pero esta postura favorable a Wilde (que es legítima y que comparto) no es razonable que conduzca a afirmaciones tan paradójicas como las que Villena imprime en este libro. Así, tras narrar la vida excéntrica, snob, alcohólica, epatante y exquisita del protagonista, concluye que “pocos hombres ha habido menos frívolos que Oscar Wilde” (p.276). O esa fórmula chocantísima incluida en la página 233, donde arguye que el escritor no fue una persona promiscua (aunque Villena llega a anotar más de 20 nombres de amantes —entre los que destaca la tormentosa relación que lo unió a lord Alfred Douglas— y Rupert Croft-Cooke contabiliza otros 39 amantes en sus años postreros). La simpatía por Wilde (que, insisto, comparto) no debe llevar a la ceguera.
La obra, por lo demás, informa meticulosamente sobre la espléndida relación que Wilde mantuvo con el atormentado pintor Toulouse-Lautrec; de la cordialidad intermitente que lo unió a André Gide; o de la frialdad que siempre reservó para Marcel Proust. Una visión, pues, muy completa sobre uno de los escritores aforísticos más notables de la lengua inglesa.