Que el arte posee atributos mágicos lo sabían ya,
posiblemente, aquellos antepasados nuestros que exorcizaron sus miedos o
cifraron sus esperanzas en las pinturas rupestres de las cuevas. Pero que, en
plena actualidad (años 90 del pasado siglo), se atribuya a un cuadro la virtud
de frenar los progresos devastadores de la leucemia en el cuerpo jovencísimo de
una mujer es, cuando menos, una propuesta que genera perplejidad. Manuel Vicent
(Valencia, 1936), articulista frecuente en el diario El País y atesorador de
premios novelísticos tan notables como el Nadal (1986) o el Alfaguara (1999),
nos plantea ese supuesto narrativo en su obra La novia de Matisse.
En ella vertebra la acción alrededor de tres
personajes básicos: Míchel Vedrano (un marchante internacional de oscura
prehistoria y esplendoroso presente, muy atractivo todavía a pesar de sus 57
años), Luis Bastos (un financiero que ha visto crecer geométricamente su cuenta
bancaria con el boom de los 80, y que se ha convertido en un manirroto
coleccionista de arte) y Julia (esposa de éste, y piedra angular de la trama).
Pero, en realidad, el gran protagonista de la novela es (y cito) “un dibujo de
Matisse, el boceto del desnudo que aparece a la izquierda del cuadro La alegría de vivir” (p.93); un cuadro
bellísimo que se convertirá, por efecto de su virtud totémica, en un garante de
la salud de Julia. No en vano nos advierte el narrador de la historia, en la página
204, de las insospechadas virtudes terapéuticas del arte: “La belleza te sana,
te salva, te hace inmortal por sólo entregar tu vida a ella como hacen los místicos
con Dios”. Ese sacerdocio entusiasmado será el que salve la vida a la mujer del
financiero.
Refiriéndose a uno de sus libros más olvidados (El anarquista coronado de adelfas, de
1979), escribió una vez Manuel Vicent: “No sé si esto es una novela, ni
siquiera si es un relato. Después de releer el original he llegado a la
conclusión de que esto sólo es un libro de imágenes. Tengo una manera peculiar
de escribir, un método compulsivo de decir las cosas: abro la manguera a toda
presión y con la angustia de unos cien metros libres lleno doscientos folios en
un mes”. Por fortuna, los años han limado en él la intemperancia de la juventud
(y la sordidez hidráulica de sus metáforas), y ha logrado convertirse en un
escritor más tranquilo, más reposado y auxiliado por una más calmosa lentitud
narrativa. Fruto de ello es esta obra, La
novia de Matisse, donde hace gala de unas espléndidas maneras como
novelista. Hay, con todo, alguna aspereza que no sé si habrá corregido en
sucesivas ediciones de la obra (el vocablo expertizara,
por ejemplo, que mancha la página 78). Pero en general es un libro que se lee
con entusiasmo.
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