domingo, 29 de diciembre de 2013

La segunda Lady Chatterley



Clifford Chatterley (paralizado de cintura para abajo como consecuencia de una grave herida de guerra) y su joven esposa Constance viven en un pequeño pueblo minero, más bien aislados de sus congéneres. Reciben pocas visitas. La mujer intenta mentalizarse como puede acerca de su vida sin sexo («Vivía con él como una monja casada, convertida de nuevo en virgen por falta de práctica», p.24). Su propio padre le recomienda que busque un alivio fuera de casa, a la vez que insinúa a Clifford que ella no es feliz. Tras muchas reflexiones y circunloquios, el marido se aviene a una forzada liberalidad («La mujer parece ser incapaz de vivir no solamente sin pan, sino ni siquiera sin pastel. Yo no puedo proporcionarte ese pastel: ésa es mi desgracia. Pero si alguien puede hacerlo, tómalo sin dudarlo», p.47). Por considerarlo un desahogo terapéutico que le evitará tensiones nerviosas, Clifford aceptará que su mujer tenga amantes... e incluso que engendre hijos. «Creo que temo perderte», concluye en la página 49.
Justo entonces aparece en escena el guardabosques Parkin, un hombre fuerte y huraño al que su esposa abandonó un tiempo atrás. Y la inexperta Constance, paulatinamente, se va fijando en él, con una mezcla de sorpresa y sensualidad creciente. No es el prototipo de hombre en el que hubiera reparado nunca, pero he aquí que la imagen de Parkin se convertirá en una fijación para ella, en una ola que irá empapando su vida inexorablemente.
Así arranca la conocida novela de D. H. Lawrence que, editada y conocida en todo el mundo y generadora de agrias polémicas, conoció hasta tres versiones (como se señala en el epílogo de este volumen). La que aquí nos entrega el sello Funambulista es La segunda Lady Chatterley, traducida por Gonzalo Gómez Montoro y Max Lacruz y editada con exquisitez digna de aplauso. En ella, aparte de las imágenes sexuales más perturbadoras, se nos ofrecen otros elementos que demuestran la brillantez novelística de Lawrence: la fina penetración psicológica en algunos de los componentes de las clases más humildes, la cuidada ambientación escénica de sus secuencias e incluso inteligentes reflexiones sobre la vida y el destino del ser humano, que aquí resulta diseccionado con elegancia y contundencia. Quizá incurra el autor de Eastwood en algunos chirridos formales (se pueden contar casi noventa adverbios en –mente en los tres primeros capítulos de la obra, lo que supone una enfadosa proliferación), pero su fluidez narrativa es envidiable y hace olvidar pronto esas minucias técnicas, regalándole al lector una historia densa, firma y que avanza con inquebrantable galanura.
La obra, que fue tildada de obscena en su día y que sufrió no pocas persecuciones, censuras y tijeretazos, se suma al largo catálogo de monumentos literarios que han sufrido la obcecación y los remilgos de su época: Las flores del mal, de Charles Baudelaire; Madame Bovary, de Gustave Flaubert; Historia de O, de Dominique Aury; Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley; o Los versos satánicos, de Salman Rushdie.

Si no conocen esta sorprendente propuesta de D. H. Lawrence (o la conocen, pero desean añadirle matices con la lectura de una narración alternativa), les recomiendo que se acerquen a este volumen de Funambulista: les conmocionará y les hará sumergirse en un caudal de aguas turbulentas del que saldrán con la piel erizada.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Cucurucho de microrrelatos (Literatura POP)



He conocido en mi vida muchos grupos literarios. Personas que se reunían para leer sus textos, intercambiar experiencias, aprender los unos de los otros y tratar de publicar finalmente los resultados en alguna revista, fanzine o libro discreto. Pero lo que tiene organizado en Molina de Segura (Murcia) el colectivo llamado La Molineta Literaria es que no tiene apariencia de normalidad. Primero, por la inusitada condensación de talento que circula por allí; y segundo, por el férreo entusiasmo que demuestran a la hora de dar salida a sus creaciones, que acaban por emerger a la luz en publicaciones de singular calidad.
Lo más reciente que han dado a la imprenta recibe el refrescante nombre de Cucurucho de microrrelatos (Literatura POP) y es un volumen de pequeñas diapositivas intensas donde todos los componentes del grupo despliegan ante el lector sus armas creativas (o sus almas creativas, que viene a ser lo mismo). Y, por si tan seductor panorama se antojara escaso, ilustraciones que acompañan a cada texto (la mayor parte de ellas debidas a la muñeca del incansable Ignacio Flórez de Losada).
Quien guste de las reflexiones sobre el tiempo se encontrará con símbolos muy hermosos, que se adornan del carácter hereditario (José Antonio Abellán); con misteriosos desdoblamientos borgianos (Manuela Sánchez Ibáñez); y hasta con habilidosos juegos entre lo oriental y lo cronológico (FSusano García). Quien sienta más inclinación por las historias de amor encontrará también alimento de elevada hermosura, desde tristes episodios de renuncias (Francisco Pellicer) hasta deliciosas piruetas de anonimato y autobuses (Blanca Pérez de Tudela), pasando por colisiones sorprendentes (Pablo Molero) o secuencias de amor magnético y sinóptico (Carmina Maricó).
Pero es que este bello volumen contiene muchas más ramas que no se pueden sujetar a grupos o temas. Hay tal proliferación de aventuras y descubrimientos que resulta imposible dar cuenta de todos: la maestría estatuaria de Manuel Moyano; los homicidios religiosos de Paco López Mengual; la tristeza migratoria de Teresa Soriano Oms; el candor pueril retratado, tanto literaria como plásticamente, por Berta Höpfner; las disquisiciones sobre una palabra perdida que nos traslada Felipe Julián Hernández Lorca; algunas escenas de luces más bien equívocas, como las que nos propone Elías Meana; las sublimes ironías líricas de Ewal Carrión Díaz, que juega prometedoramente con las palabras; la ignominia de la violencia que nos instala en el alma María Jesús Muñoz Bó; los regalos mágicos que recibe el artista de María Valgo; ese milagro vegetal que idea Yolanda Noguera Díaz; las decepcionadas clausuras de Pablo de Aguilar; las viñetas anafóricas que construye Elena Robles en “Días de septiembre”; las excursiones tabernarias de Rafael Rabadán; la singular influencia que la moda puede desplegar sobre el éxito o el fracaso de una cita a ciegas (como se encarga de recordarnos Pedro Brotini)...
Lo tiene todo esta obra para encandilar, seducir y convencer a los lectores que abran sus páginas. Por tenerlo todo, fíjense, tiene hasta el mejor microrrelato de amor que he leído en toda mi vida. Quizá la mejor historia de amor que he leído en mi vida. Tiene siete líneas, se titula “Palpitaciones” y su autor es Santa Cruz García Piqueras. No les digo más.

Acaben el año dejándose aconsejar por esta propuesta navideña. Me lo van a agradecer seguro.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Librerías



Afirmaba Camilo José Cela en la primera página de su obra La familia de Pascual Duarte que «hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas». A mí, por esas casualidades que a veces tiene la vida, se me ordenó marchar por el camino de los libros. No en vano pasé la mitad de mi niñez junto a mi tía Esperanza, que era bibliotecaria. Por eso siento una especial inclinación por las bibliotecas, los archivos y las librerías, que se me antojan lugares especialmente hermosos y amables. De tal manera que nada más tener noticia de que el premio Anagrama de Ensayo había reconocido como finalista a Jorge Carrión por una obra con el título Librerías procuré hacerme de inmediato con el volumen, para leerlo y valorarlo.
El propio Jorge Carrión, en la página 269 de su estudio, indica que «la infancia y, sobre todo, la adolescencia son las épocas en que uno se vuelve amante de las librerías». A él, según confiesa, le influyó también el hecho de que su padre, trabajador de Telefónica por las mañanas, completaba su sueldo como representante del Círculo de Lectores por las tardes. Aquel hijo que observaba la casa familiar llena de libros es ahora un viajero que procura conocer todas las librerías de las ciudades que va visitando, desde las más sofisticadas y populosas hasta las más humildes, completando una especie de pasaporte emocional e intelectual, donde quisiera cobijar todos los sellos diplomáticos del mundo. Nos hablará, por ejemplo, de la librería Charing Cross Road (que está en Londres), cuya extravagante dueña durante un buen montón de años, Christina Foyle, se negaba a usar teléfonos, calculadoras o cajas registradoras en el local (p.44); o de la librería Bertrand (fundada en 1732), la más antigua del mundo entre las que siguen en activo; o de una librería australiana (Angus & Robertson) que, olvidándose de la tradicional fusión entre café y librerías, «ha iniciado una campaña a partir del binomio Libros y cerveza» (p.261).
Pero es que la obra contiene también informaciones curiosas (como la que encontramos en la página 120, donde nos explica que «Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, leyó Mein Kampf en 1934 y convenció a Pío XI de la conveniencia de no incluirlo en el Índex, para no enfurecer al Führer») y algunas interesantes opiniones de Jorge Carrión relacionadas con el mundo de los libros («Nos ha tocado vivir el lentísimo fin del libro de papel, tan lento que quizá nunca llegue a ocurrir del todo», asegura en la página 241). En suna, nos hallamos ante un volumen enjundioso pero ameno, plagado de fotografías y de referencias chocantes, donde se nos permite viajar por las principales librerías del globo, desde Estados Unidos a Australia, pasando por Italia, Brasil, China, Alemania, Francia, España o Argentina.

No estamos pues ante el libro de un diletante, ni ante el libro que redactaría un bibliófilo, sino ante el conjunto de páginas de una persona que, movida por un afán invencible y quizá inexplicable, entra en una librería tras otra, coge los tomos, los repasa, los huele, lee párrafos al azar, escucha la música silenciosa de los volúmenes y compra algunos. Un enamorado.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La primera vez que no te quiero



Abrir un libro de la psicoanalista Lola López Mondéjar (Murcia, 1958) es siempre mostrarse dispuesto a emprender un viaje. Un viaje profundo, en el que se nos invita a penetrar en el alma torturada, indecisa y vulnerable de sus protagonistas. Por eso, quizá, me gustan tanto sus obras, desde el primer día: porque no hay en ellas concesiones a la facilidad, a la ñoñería, al simplismo. Todo está milimétricamente calculado para que el dibujo final constituya un cosmos, una tabla periódica, una biblioteca de emociones. Lola López Mondéjar (lo viene demostrando en sus últimas novelas, cada vez más decantadas y exquisitas) es muy habilidosa a la hora de proceder al análisis íntimo de sus personajes, de tal forma que sentimos que el alma de éstos es tan densa y está tan horadada de recovecos que necesitaríamos más de una lectura para acceder a sus secretos, a sus pulsiones más decisivas.
Su última propuesta se titula La primera vez que no te quiero (Siruela) y ahonda en esa línea narrativa tan interesante. Su protagonista es Julia, una chica que crece en un ambiente familiar difícil y que tiene que edificar su mundo interior y exterior a base de coraje, amnesia y pundonor. Su madre estuvo a punto de ahogarla cuando apenas tenía dos meses; su entorno familiar no cumple sus expectativas; su país está dominado por la siniestra dictadura del general Franco, castradora de libertades... Y Julia se ahoga en un océano de grisura. Ella cree que el mundo exterior tiene que estar lleno de colores, y que su objetivo vital consiste en salir a buscarlos. Pero se tropezará con varias personas y circunstancias que no se lo pondrán fácil: el Señor Oscuro (un hombre egoísta, que en realidad no la ama, aunque somete su voluntad gracias a una mentira tan revolucionaria como interesada); su marido, canónico, educado y aburrido, al que no duda en traicionar en la medida en que su corazón se lo exige (“Un hombre exquisito y bueno”, lo define en la página 24); un padre que jamás la auxilia con su ternura o su consejo, tan necesarios siempre para una hija (“Era opaco, oscuro, ausente”, afirma en la página 32); unos estudios que, en el estrecho horizonte español, se le figuran insuficientes, y que sentirá la urgencia de ampliar en el extranjero... Y Julia tiene que dar el salto fuera del mecanismo, como preconizaba Meursault: Francia e Italia le ofrecerán el amor apasionado de Paolo, las investigaciones en el mundo del psicoanálisis, el reforzamiento de sus ideales de izquierda, la apertura a horizontes que la irán moldeando. Se empleará en trabajos muy por debajo de su nivel intelectual, conocerá a gentes de todo tipo e irá de esa forma convirtiéndose en la Julia que necesita ser. Una mujer que busca y se busca, que se formula constantemente preguntas y que anhela respuestas. Una inquisidora radical que necesita entender el mundo y entenderse a sí misma. Y para ello utiliza la energía derivada de la pasión. Porque yo creo que ése es el rasgo que define con más exactitud a Julia: la voluntad que la impulsa hacia horizontes de conocimiento (en el amor, en su profesión, en sus ideas políticas), incluso cuando ejecuta un intento de suicidio (porque el suicidio es, aunque en su forma negativa, también un modo de la pasión). Frente a la protagonista sumisa, alienada y débil de Mi amor desgraciado (también publicada con el sello Siruela), Julia araña la tierra con las uñas para ir siempre más allá; y Lola López Mondéjar la acompaña en su viaje en dos líneas narrativas que se van alternando (la crónica de su infancia y la crónica de su actualidad), y que al final se acompasan para ofrecernos un dibujo panorámico de su vida y de su corazón.

«La felicidad es, intelectualmente, muy poco productiva», afirmaba la escritora en su libro Una casa en La Habana. «Tal vez nunca existió la alegría», dijo en Yo nací con la bossa nova. Lola López Mondéjar ha conseguido en esta novela una historia que, sin ser feliz, está adornada con tintes de heroicidad: el combate de una mujer para ser, en medio de un entorno hostil, ella misma.

domingo, 15 de diciembre de 2013

El absurdo fin de la realidad



Si tuviese que enumerar todas las circunstancias que convierten el último libro de Pedro Pujante (Murcia, 1976) en un volumen anómalo rebasaría con creces los límites de una reseña convencional. Afrontemos una de ellas, que puede servir como ejemplo y como indicio: el sustrato cultural sobre el que la novela se construye. El responsable de Ediciones Irreverentes, Miguel Ángel de Rus, utiliza en el prólogo la palabra metaliteratura, pero quizá la etiqueta se quede pequeña. El narrador, mucho más minucioso a la hora de explicar sus mecanismos mentales y fabuladores, nos alerta en la página 49: «Imagino mi existir como una combinación de lecturas. Como un entramado intertextual. [...] Como hipertextos a los que accedo de forma ocasional y arbitraria». Pero es que, si nos ceñimos a un recuento superficial descubriremos que Pedro Pujante cita en las ciento veinte páginas del libro más de ochenta nombres, entre escritores y filósofos: desde el griego Homero hasta la poeta murciana Vega Cerezo. Y quizá en este punto algunos lectores se estén preguntando ya por la rareza de que una obra novelística incluya ese monto erudito, cuando tantas otras lo hacen. No seré yo quien discuta ese juicio, pero aclararé que El absurdo fin de la realidad es una novela de ciencia-ficción. Y convendremos en que este tipo de obras no se caracterizan por tal despliegue.
Y es que Pedro Pujante, atrevido, lúdico, moviéndose a contracorriente, ha optado por irrumpir en el panorama de la ciencia ficción con un libro nada previsible, cuyo argumento es tan curioso como sonriente: unos alienígenas se dirigen hacia el planeta Tierra y tienen previsto presentarse en un villorrio «del Mediterráneo» (p.32) para tomar contacto con la especie humana. En concreto, aterrizarán en «una insignificante pedanía de Murcia que basa su economía en el pimentón, las hortalizas y la cerveza» (p.44). El pueblo se llama Orentes y la expectación que la llegada de los visitantes ha generado ha sido tremenda desde que la NASA enviara un aviso a su alcalde pedáneo para que organizasen una fiesta de bienvenida acorde con la importancia del evento. Miles de turistas, atraídos por la novedad, están llenando los alrededores de tiendas de campaña y cámaras de fotos, circunstancia perturbadora para los habitantes de Orentes, que son 267 personas y una vaca.
Pero de pronto, cuando todo parece estar dispuesto para la recepción, cuando el narrador de la historia dice tener casi ultimado su discurso (en el que quiere mezclar emoción y datos etnográficos), comienzan a producirse algunos hechos asombrosos: aparece un altísimo muro que aísla Orentes del resto de las poblaciones de su entorno; surgen por todos lados unas puertas extrañísimas que permiten realizar inauditos viajes de corto alcance (se quiere entrar en una despensa y se sale en un dormitorio ajeno o en la plaza pública); los relojes se detienen y comienzan a marcar el tiempo hacia atrás... ¿Qué es realmente lo que está pasando? ¿Cómo se explican estas anomalías?

Por difícil que resulte imaginarlo, Pedro Pujante consigue dar respuesta (y una respuesta, además, consistente) a todos los enigmas que han quedado insinuados arriba, conformando así una novela que, lejos de quedar coja o de abalanzarse hacia el absurdo, se cierra de un modo cabal. No es extraño que le otorgaran merecidamente el I Premio 451 de Novela de Ciencia Ficción.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

El año de la lentitud



Hay poetas que luchan hasta encontrar una voz y, una vez que han logrado su propósito, se instalan en ella y repiten la fórmula incansablemente, bien porque les resulta cómoda desde el punto de vista intelectual o porque les resulta rentable desde el punto de vista comercial. Fulgencio Martínez (Murcia, 1960) no es uno de ellos, y no se resigna a la aceptación de esa mecánica empobrecedora. Sus versos son siempre búsquedas, niebla rasgada, manotazos lúcidos que ansían la luz; de ahí que sus volúmenes de poesía constituyan, casi literalmente, una cartografía cronológica de su espíritu, donde afloran voces, temas, ritmos, filias y fobias, al modo de una secuencia de diapositivas interiores. Si tiene claro que “el poeta es un artesano / que practica el noble oficio / de dar luz a las palabras” (o quizá de recibirla de ellas), está igualmente claro que el vate es un ser receptivo, especial, tenso, que ejecuta siempre la tarea agónica de “habitar la inquietud”. Fulgencio Martínez, consciente de la labor sisífica del poeta auténtico, esmalta una serie de abordajes emocionales e intelectuales a temas de toda condición. En “Turista en la metrópolis” nos sitúa en Lisboa, en dos secuencias separadas por veinte años de distancia (el tiempo es la única distancia) y por un tono diferente: de la felicidad ingenua a la melancolía lánguida. Y Fernando Pessoa como telón de fondo. En “Campamento de rumanos en el sur de Francia” nos muestra valiosas líneas de compasión por el débil, el arrojado, el preterido. Y en otros poemas nos informará sobre alineaciones significativas (“He nacido en el siglo / de César Vallejo”) y sobre prevenciones también significativas, dibujadas sobre anonadantes muestras de encabalgamiento (“Retírate de la cornada pero más / de las canciones de amor; más del humo / que del fuego, y más de los felices / autoengañados que de los tristes”). Consciente de la finitud, que es aceptada con estoicismo (“No amanecerá siempre”), el poeta tiende en ocasiones la mirada hacia el pasado, con el objeto de tributar homenajes a personas como Dolores Ibárruri, la Pasionaria, por su condición de metáfora humana y combativa (“Un nombre parlante”); otras veces se centra en la actualidad, para hablarnos de esa juventud fresca y libre que pide cambios reales y nobles en el mundo (“Derecho a manifestarse”) o de esa casta gobernante que, a despecho de toda honestidad, ha enfangado y envilecido la economía y la política del país (“Discurso de acogida a los imputados electos”); y en otras buscará el maridaje entre pasado y presente, como en “Nocturno de Ulises”, donde el protagonista alude a las sirenas para referirse a las mujeres que atienden con su voz a los clientes de una línea erótica telefónica. Fulgencio Martínez, versátil, eficaz, profundo y lírico, nos deja en las manos este volumen de El año de la lentitud para invitarnos a la reflexión y para inundarnos con la belleza de sus palabras. Una tentación irresistible.

domingo, 8 de diciembre de 2013

El abuelo



En ocasiones, una buena película puede provocar en cierto sector del público el descubrimiento de una obra literaria de envergadura, que estaba dormida detrás y que experimenta una especie de grata resurrección gracias al mundo del celuloide. Ocurrió con El sur, de Víctor Erice (inspirada en una novela de Adelaida García Morales); ocurrió con Mucho ruido y pocas nueces, de Kenneth Branagh (sobre la comedia de William Shakespeare); y ha ocurrido también —por sólo citar un tercer ejemplo, bien significativo— con El abuelo, de José Luis Garci (historia basada en una curiosa novela dialogada del isleño Benito Pérez Galdós).
Ahora, la editorial Cátedra nos ofrece, en un manejable formato con notas de Rosa Amor del Olmo, esta producción del más importante narrador de nuestro siglo XIX, que nos muestra a un protagonista tan carismático como irritante y obsoleto: don Rodrigo de Arista-Potestad, conde de Albrit y señor de Polan, que vuelve en la vejez a sus antiguas posesiones (ahora, que se encuentra ya arruinado y desprovisto de todos sus privilegios sobre vidas y haciendas) con un objetivo singular: aproximarse a sus nietas (Nell y Dolly), observarlas con atención y determinar cuál de las dos comparte sangre con él. Porque, y esto lo sabe con seguridad, una de las chiquillas es fruto de los amores adulterinos de su madre, Lucrecia Richmond, que desdeñó a su esposo legítimo para ayuntarse con un pintor. Descubrir cuál es la heredera legítima de su apellido y cuál es una simple bastarda lo tendrá ocupado y desasosegado durante toda la obra, hasta que en las postrimerías del volumen consiga que la luz lo invada, con grandes dosis de estupor.
Sin duda, hay varios elementos de esta historia que llaman la atención y que seducen a los lectores, como no podía ser menos tratándose de don Benito: unos diálogos de gran viveza, unos personajes que quedan retratados de modo insuperable gracias a las pinceladas impresionistas del autor canario, unas gratas ambientaciones escénicas y un ritmo narrativo al que resulta difícil poner reparos. Pero es probable que sobre todos ellos domine la figura de don Rodrigo, un anciano irritable, clasista y de enfadosa arrogancia que, tratando a todo el mundo con una altanería y una prepotencia difícilmente entendibles o admisibles en la actualidad, queda retratado con las palabras que sobre él pronuncia don Salvador Angulo, el médico de Jerusa, en la página 231 de la novela: «A la exaltación del orgullo aristocrático, añade nuestro D. Rodrigo otra monomanía: la sutileza del honor y de la moral rígida, en un grado de rigidez casi imposible, y sin casi, en las sociedades modernas». En efecto, don Rodrigo se convierte pronto en un anciano soberbio y engreído que, lejos de agradecer el trato deferente que le siguen tributando sus antiguos criados (que ahora son ricos y dueños de su propio destino), estima que le deben sin vacilación esa pleitesía, que les exige con iracundos modales y que en ningún instante sabe agradecerles de corazón.

Retrato de un modo de pensamiento y también de una época, El abuelo pone ante nosotros una historia antigua sobre la dignidad del ser humano, las estirpes, la genética y las relaciones de vasallaje, que sorprenderá a más de uno de los lectores que, en estos albores del siglo XXI, la coja con curiosidad entre sus manos.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Crimen en La Torre de Montijo



Merceditas, la del guardarropa (lo explicó Joan Manuel Serrat), tenía bordadas en la boca la vida y la muerte. Y Florita, la hermosa hija de Julián y Enriqueta, chica modosa y de dulce trato, amén de lectora de Bécquer, se va a convertir sin pretenderlo en el núcleo y columna vertebral de tres varones que la circundan: Antonio (un hombre casado y pendenciero, que no dudará a la hora de golpear a quien ofenda a su esposa pero que, al mismo tiempo, se prendará de los encantos femeninos de la muchacha, a quien ronda obsesivamente), Miguel (vendedor de leña que frecuenta el burdel y que, una vez dilapidado su capital en disfrutes carnales, retorna a sus modales toscos, gruñones y violentos) y Gabriel (un chico de buena fama, laborioso e intachable, que desea sobre todas las cosas casarse con Florita, buena amiga de su hermana Provi). Los tres varones revolotean en torno a la prudente muchacha, modelo de recatos y de virtudes.
Añadamos al cuadro otros personajes, no menos intensos ni seductores, para enriquecer el panorama narrativo: Felipe, un homosexual atrapado en una familia intransigente y zafia, con unos hermanos que se burlan de él por sus cremas y por su vagancia, y con un padre que se evade en el vino para no escupirle con demasiado vigor el asco que siente por su condición de sarasa; don Gaspar, un jubilado que ha venido desde Zamora para construirse una vivienda cómoda y amplia en La Torre de Montijo, donde espera pasar sus últimos años en paz; Ramón, un mastodóntico retrasado que se convierte en la voz abrupta y entrecortada del inconsciente colectivo; o Marcelino, un guardia civil tan tenaz como inescrupuloso y torpe.
Y ahora pongamos un paisaje: una zona rural del extrarradio de Molina de Segura (Murcia), con media docena de casas, un horno comunal, algunas viejas bicicletas y motocarros... y algunas inquinas de difícil solución, pespunteadas con patatas al mazo y vino del terreno.
¿Lo tienen?

Bien, pues ahora vuelvan la vista hacia Gabriel, Antonio y Miguel, los tres lugareños que se citaban al principio: uno de ellos se convertirá en esta novela en un violador; otro, en un asesino; y el tercero se tirará un tiempo en la cárcel, por un delito de sangre que no ha protagonizado. Los detalles los tienen ustedes en la reciente y última novela de José María López Conesa, Crimen en La Torre de Montijo. Y les adelanto que merece la pena adentrarse en sus páginas: contienen buenas pinturas costumbristas, diálogos ágiles y certeros, penetraciones psicológicas y una prosa llena de amenidad y soltura, construida sobre capítulos rápidos y eficaces. Anótenla para estas Navidades.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Historia de las utopías



Desde el origen de los tiempos, los pensadores más ecuánimes han sido conscientes de que el mundo, tal y como lo ha vertebrado la especie humana, es injusto y perfectible. De tal manera que, en algunos casos, se hayan aplicado a la labor teórica de idear un modelo más armonioso, compensado y razonable para la organización social de sus miembros. Esta tradición intelectual, que arrancó con Arístocles y aún no se ha detenido, es analizada por Lewis Mumford en su volumen Historia de las utopías, que el sello riojano Pepitas de calabaza acaba de poner en las librerías, con la traducción de Diego Luis Sanromán.
Las tres primeras aproximaciones del ensayista tienen como objeto de estudio la República de Platón (que propugna la distribución social de sus habitantes en función de sus inclinaciones naturales y donde se tolera y aun se estimula la eugenesia: “La gente que era demasiado deforme en términos físicos o espirituales debía ser eliminada”, p.58), la Utopía de Tomás Moro (en la cual se fomenta la vida alternativa entre campo y ciudad, además de solucionar el problema de la falta de mano de obra agrícola “recurriendo a los servicios de las clases que, en los tiempos de Moro, vivían mayoritariamente ociosas: los príncipes, los ricos y los mendigos”, p.74) y la Cristianópolis de Johann Valentin Andreae (una democracia de artesanos en la que, por ejemplo, los maestros de primaria son reclutados entre “lo más selecto de los ciudadanos”, p.98).
Repasa luego la utopía asociacionista de Fourier, más industrial que ideológica, la cual no produce entusiasmo en el autor del libro (“Confieso que resulta difícil tomarse en serio a este patético hombrecillo”, p.122); el proyecto de ciudad industrial ejemplar de Robert Owen (“Un noble personaje, incluso cuando su actitud resulta forzada y su tono, estridente”, p.123); las ideas de Theodor Hertzka, el economista austriaco (“indescriptiblemente insulsas”, p.142); la excesiva reglamentación gubernamental de la utopía diseñada por Étienne Cabet (“Comer, trabajar, vestirse, dormir… no hay manera de escapar a las reglamentaciones estatales”, p.148)… Pero también nos habla de otros proyectos encauzados en la misma línea, aunque no atribuibles a un solo autor, como el ideal de la Casa Solariega (un reducto armónico a pequeña escala, adaptado a su gusto por creadores tan diferentes como Rabelais, Pope, H. G. Wells, Bernard Shaw o Chéjov), la dickensiana propuesta de Coketown (que se construye sobre un modelo fabril donde las calles son rectas, la comodidad está supeditada a la eficacia y donde se persigue de forma obsesiva la producción, con consecuencias visionarias que luego la realidad suscribiría: “Solo fabricando cosas de una calidad lo suficientemente baja para que se hagan pedazos cuanto antes, o bien cambiando la moda lo suficientemente a menudo, puede mantenerse la mayor parte de su maquinaria en funcionamiento”, p.204) o la fría estructura de Megalópolis (donde prima lo artificial, la uniformidad y la estandarización burocrática, tan desangelada como espeluznante).

Con una prosa amena, una lucidez encomiable y una gran densidad de datos, Mumford construye un trabajo de enorme interés, en el que conocemos cómo las mentes más preclaras –y también algunas fanáticas o locoides– han intentado resolver uno de los enigmas más prolongados y oscuros de la historia humana: por qué, a despecho de nuestro desarrollo cerebral, hemos sido incapaces de organizar justa y racionalmente nuestra vida.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Einstein. Su vida y su universo



Reconozco con pesadumbre (no con humildad) que por más esfuerzos que he aplicado durante años a las tesis espacio-temporales de Albert Einstein jamás he logrado entenderlas. Me faltan sin duda matemáticas, física y capacidad de abstracción: no son carencias que resulten fáciles de difuminar. Tal vez por eso me he cogido esta voluminosa propuesta biográfica de Walter Isaacson sobre el genio de Ulm: con la ilusión de que me asaltase la luz sobre su figura y sus ideas. Sería hermoso decir que he logrado mi propósito, pero faltaría a la verdad si lo pregonase.
He entendido, eso sí, cómo un cuerpo de enorme masa puede deformar el espacio-tiempo a su alrededor a través de una metáfora hermosa y simple: una pesada bola colocada sobre un colchón curva el colchón y provoca que otras bolas menores se acerquen a ella, fruto de la inclinación. Es tan sencillo que me avergüenza no haberlo captado antes.
Y he aprendido también un buen caudal de detalles sobre la vida de este físico teórico. Por ejemplo, que sus expedientes académicos demuestran que sus famosas malas notas constituyen una información errónea. Siempre fue, en letras y en ciencias, un excelente estudiante (página 43). Por ejemplo, que pasaron nueve años desde su graduación sin que nadie le ofreciera un puesto como profesor universitario. De hecho, incluso habían pasado cuatro desde su célebre artículo de 1905, donde sentaba las bases de la Relatividad (páginas 81-82). Por ejemplo, que tuvo una hija llamada Lieserl, de la que pronto se perdió la pista, porque la dieron en aparente adopción de forma misteriosa (páginas 115-116). Por ejemplo, que Einstein frecuentó en Praga la tertulia de Bertha Fanta, a la que también asistía un chico timidísimo llamado Franz Kafka. Por ejemplo, que tuvo infinidad de líos amorosos con amigas, secretarias y algunas admiradoras. O que, por referirme a una última anécdota chocante, no sabía nadar.
Y para los amantes de las anécdotas curiosas, hay en la página 130 una que vale su peso en oro: habla Walter Isaacson del número de Avogadro (el número de moléculas que se estima que contiene un mol de gas) y lo sitúa en 6’02214 . 1023. Por tratarse de una cantidad elevadísima, y para que nos hagamos una idea de ella, escribe: “Si se esparciera esa misma cantidad de palomitas de maíz sin abrir por todo el territorio estadounidense, formaría una capa de más de 14 kilómetros de espesor”. Alucinante.

Un volumen, por tanto, lleno de curiosidades y datos estimulantes para quienes desean conocer un poco mejor la textura científica del mundo en el que vivimos. Y que, como es natural, puede completarse con otras lecturas del mismo tipo. Yo ya estoy buscando la siguiente.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Hablando pronto y mal



Siempre me han gustado las personas reflexivas y honestas. Los intelectuales que, armados de paciencia, fichas, capacidad de observación y buena prosa, van creando volúmenes para que los demás valoremos sus tinos, discutamos sus tesis y enriquezcamos nuestra visión de las cosas. Por eso leo con admiración a Julián Marías, consulto el diccionario de María Moliner y trato de no perderme los libros de Amando de Miguel. La editorial Espasa acaba de entregarnos la más reciente producción de este último: Hablando pronto y mal, un ambicioso y ameno recorrido por el estado actual de nuestro idioma, sometido a mil vaivenes, erosiones y maltratos por parte de periodistas, políticos, tertulianos y otros bípedos implumes.
En sus páginas, el conocido sociólogo ayunta centenares de curiosidades y reflexiones, donde el aparato teórico se reduce a niveles elementales y donde priman los ejemplos, que se utilizan para ofrecer una imagen plástica, chocante, iluminadora o paradójica. ¿Resulta sensato llamar parabrisas al cristal posterior de un coche (p.47)? ¿Se sabe con exactitud lo que significa la voz pedante (p.59)? ¿Por qué se les llama ascensores si también sirven para bajar (p.97)? ¿Cuál es la razón de que se califique de punto limpio al lugar donde se almacena la basura del municipio (p.97)? Con ingenio, y echando mano de unos materiales sorprendentes y decantados, Amando de Miguel nos va descubriendo un buen caudal de ejemplos donde la pereza, la ignorancia, el ansia de manipular o el gracejo campan a sus anchas.
Pero es que, lejos de conformarse con el mero análisis lingüístico, el autor zamorano dedica también su atención a interesantes cuestiones psicológicas («Es extraña la querencia de tener razón a toda costa. Nos pasamos media vida intentándolo, sin que lleguemos a averiguar por qué ese empeño imposible de que nos den la razón en los debates, discusiones o peleas», p.29), irónicamente libertarias («Hay una suerte de nuevo individualismo por el que ‘cada uno se expresa como quiere’. Ya me gustaría aplicar ese principio liberador a la declaración de la renta para el Fisco», p.43), políticas («Puede parecer extraño que se importen futbolistas u otros profesionales pero no políticos. En la sociedad española actual hay lugar para varios millones de extranjeros con residencia permanente. Sin embargo, prácticamente todos los políticos son autóctonos», p.81) y hasta jurídicas («Para evadirse de opinar sobre la conducta de los jueces, los políticos suelen decir hay que dejar trabajar a los jueces. No se entiende muy bien por qué los contribuyentes no pueden disentir de la opinión de un juez, pero esa es la doctrina que priva. Tampoco resulta comprensible que, si se critica a un juez, se le impide trabajar», p.205).
Especial atención y gracia tiene el capítulo 5, que se titula “Analfabetos funcionales pero locuaces” y que extiende desde la página 175 hasta el final del volumen, donde el sociólogo analiza el lenguaje de los políticos y tertulianos. El politiqués y el tertulianés resultan aquí diseccionados con una finura, un acierto y una contundencia que producen más de una sonrisa.

Libro, pues, para todo tipo de lectores, que no requiere conocimientos en el ámbito de ninguna disciplina (ni siquiera la filología) y que propone el análisis de giros, palabras y muletillas, desde el punto de vista de un observador inteligente. Léanlo para divertirse o para aprender. Igual consiguen ambas cosas.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Las frutas de la luna



Hay quienes, odiando la monotonía, frecuentan siempre a escritores nuevos que les permitan hallar, libro a libro, propuestas distintas, refrescantes, llenas de asombro y de sorpresas; hay quienes, por el contrario, prefieren visitar de modo fiel a los mismos escritores de siempre, por haberse habituado a su dicción y sus temas, y encontrarse cómodos en el territorio que les dibujan en sus páginas. Para ambas categorías, aparentemente disyuntivas, puede servir la lectura del último volumen de relatos de Ángel Olgoso. Y es que el granadino, a pesar de haber dado ya a la imprenta un número amplio de obras, consigue en cada una de ellas parecerse a esa ave Fénix de la mitología que, cada quinientos años, se adentraba en el fuego y, tras consumirse, emergía intacta y distinta.
Lo único que en el caso de Ángel Olgoso se mantiene inamovible es la calidad literaria, circunstancia que nos mueve a sus lectores a seguir su trayectoria con inquebrantable devoción. El escritor se aplica como un orfebre (y es una de sus características principales) para que sus relatos ostenten una inmaculada riqueza de lenguaje, frente a la austeridad menesterosa o rácana que otros fabuladores se empeñan en adoptar. De hecho, buena parte de las historias que contiene este libro son, más que otra cosa, cuadros de lenguaje, estampas enjoyadas de vocabulario, en las que poco hay de argumento y mucho de preocupación formal y léxica. Puede servir como ejemplo Águila de sangre, unas de las primeras narraciones del volumen, o la prosa lírica, estática, giratoria, de Aramundos. Pero también hay otros relatos donde Ángel Olgoso apuesta con más intensidad por el argumento, adoptando esquemas narrativos de asombrosa factura. En Contraviaje nos describe un mundo desmontable, que los silentes y eficaces Tibor y Ferenc desguazan metafóricamente; en Suero (una de mis narraciones favoritas) observamos una cotidiana cadena de mujeres que se relacionan por un singular cordón unitivo familiar: los goteros y los sueros que las mantienen alimentadas durante diferentes episodios sanitarios de sus vidas; en Materia oscura nos pone ante los ojos una alegoría de sonriente modernidad preocupante: el chantaje al que una Compañía Eléctrica somete a la humanidad, gracias a que surte energía a todo el planeta y cuenta con la bovina resignación de sus clientes («La mansedumbre de los clavos nunca dejará de sorprender al martillo», p.113), quienes por fin son exhortados a cumplir un sacrificio de insospechadas proporciones; y en Dybbuk, por no mencionar sino unos pocos relatos del volumen, se decanta por el relato-epístola, donde un escritor llamado Ángel, granadino y autor de obras que llevan títulos como Los demonios del lugar o Cuentos de otro mundo, advierte con estupor que alguien lo ha suplantado, con elegancia y aplomo, en una lectura de cuentos a la que por timidez no se atrevió a acudir.
El único relato en el que, a mi juicio, el narrador no ha andado tan fino (y no se trata desde luego de un reproche, sino de una apreciación tan subjetiva como discutible) es en El síndrome de Lugrís, donde el abuso de cursivas galleguistas y el amontonamiento de calles, tradiciones o lugares, más que dar color a la historia que nos traslada produce un efecto de atosigamiento sobre los lectores, a quienes no era necesario demostrar, me parece, que alguien del sur puede ambientar sus relatos con eficacia en el mundo galaico. El bombardeo de pinceladas se torna, por adición, brochazo. Y fatiga y aburre.

Pero decía (y lo reitero) que el magnífico narrador que es Ángel Olgoso consigue en este libro, una vez más, el difícil propósito de retar a los lectores, asaetearlos con propuestas muy variadas, intrigarlos y finalmente seducirlos. Es una tarea que siempre ha bordado y que vuelve a bordar.

domingo, 17 de noviembre de 2013

La puerta entreabierta



Hay un momento en la trayectoria de ciertos escritores en que, de broma o en serio, con carácter permanente o momentáneo, eligen camuflarse bajo la careta de un seudónimo. Y esos seudónimos ya se quedan ahí, en la historia de la literatura, con diferentes intensidades y valías. Ocurre en el mundo de la novela (Azorín, Clarín, Stendhal), en la poesía (Novalis, Álvaro de Campos, Julio Denis, Pablo Neruda), en el periodismo (El pobrecito hablador, que encubría a Mariano José de Larra; G. Caín, fórmula que inventó Guillermo Cabrera Infante al combinar las sílabas iniciales de sus apellidos), en el teatro (Tirso de Molina)... Si supiera de un buen libro sobre la historia de esas sustituciones, créanme que lo compraba, leía y reseñaba aquí, porque es un tema que me resulta fascinante.
Una actualización curiosa de ese procedimiento se acaba de producir en la editorial Tusquets: se ha lanzado un volumen novelístico de la desconocida Fernanda Kubbs y, mediante un fajín publicitario que rodea el libro, se advierte a los compradores de que esa autora no es sino la catalana Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, 1945), circunstancia que se corrobora nada más abrir el tomo, ver su foto en la solapa y leer las líneas de su biografía. ¿El motivo del cambio de nombre? Nada que ver con El artista antes conocido como Prince: simplemente que la narradora ha decidido inaugurar una serie de novelas con ese nombre ficticio, que se supone que tendrá continuación en los próximos años.
La primera entrega es la que, con el número 795 de la colección Andanzas, acaba de aparecer con el título de La puerta entreabierta. Y su arranque es falsamente convencional y sosegado: una joven periodista recibe de su jefe el encargo de visitar a una pitonisa de renombre, que se encuentra en la ciudad. Descreída de todo lo que tenga que ver con las artes adivinatorias, irritada con su superior (sospecha que le adjudica trabajos enojosos para que, sintiéndose menospreciada, dimita y abandone el periódico) y con la tibia ilusión de salir esa noche a tomar unas copas con un compañero de la redacción, Isa se sienta ante Madame Krauza, una histriónica mujer que pronuncia con marcado acento extranjero y que, mientras le formula preguntas, va acariciando una bola de cristal que está situada entre las dos mujeres. Como se puede observar, nada que quebrante el guión típico de este tipo de encuentros, ni que vulnere los clichés. Pero de pronto, sin que medie una explicación razonable del fenómeno, Isa se da cuenta de dos detalles que la sorprenden y noquean: el primero es que Madame Krauza ya no pronuncia como una extranjera, sino como una persona del país, y además asustada; el segundo es que ella, Isa, la descreída e intrépida periodista de investigación, se encuentra atrapada dentro de la bola de cristal.
Lo que sucede a partir de ahí no debe ser contado, sino leído. Con la habilidad esperable de una escritora tan curtida, Cristina Fernández Cubas nos llevará por los caminos de la sorpresa, de la magia y de la paradoja, haciéndonos cruzar fronteras y reflexionar sobre los espejos, las dimensiones ignoradas y la fuerza de los sentimientos.

He aquí una novela distinta, que nos conduce hacia meditaciones muy interesantes sobre la condición humana y sobre sus trampantojos.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Josefine y yo



Los ancianos —siempre lo he dicho— esconden historias. Aunque, pensándolo bien, quizá el verbo esconder no resulte el más adecuado para definir su espíritu, porque incorpora como ingredientes básicos las nociones de ocultación y oscuridad cuando, realmente, lo que muchos de ellos quieren es precisamente lo contrario: compartir, comunicar, revelar. Basta con tirarles un poco de la lengua.
El protagonista masculino de esta novela de Hans Magnus Enzensberger (que traduce Richard Gross para el sello Anagrama) se llama Joachim, es un joven economista de brillante proyección y, un día, experimenta un encuentro fortuito que marcará su vida: una anciana es zarandeada por un motorista que pretende robarle su bolso; y él, movido por un impulso cívico, logra desbaratar la acción. Desde ese instante acudirá todos los martes a tomar el té a su casa e irá conociendo la intimidad intelectual y biográfica de la corrosiva Josefine K.
Ella, excéntrica, iconoclasta, provocadora y desinhibida, le hablará a sus anchas de deporte («¡Qué lástima que no haya modo de prohibir esa aberración! Un hábito repugnante, si quiere que le diga la verdad»), de la solidaridad humana («Hubo tiempos en que siempre había que solidarizarse con algo o alguien. Pero luego reparé en que era una vía de un solo carril. Si mal no recuerdo, nunca nadie se ha solidarizado conmigo»), del Estado («Ese chupóptero sólo quiere cobrar. Nos extorsiona como la mafia: siempre tenemos que pagar un impuesto»), de los diseñadores («Cualquier botarate cree tener ideas. Y eso que la mayoría de las cosas no tienen mejora. Es un disparate pretender retocar una cama o una bicicleta. Son objetos perfectos [...] Lo que yo necesito es una mesa que tenga forma de mesa y no de hamburguesa»), de los expertos en el estudio de la mente («Los psicólogos son los únicos que se oponen al olvido. No me extraña que sean infelices»), de la hipocresía mundial («Tengo derecho a poseer armas nucleares, pero el que tú pretendas otro tanto es algo intolerable a lo que me opondré por todos los medios. O fíjense en los musulmanes. Insisten en poder construir en nuestras latitudes todas las mezquitas que les dé la gana, pero ni hablar de levantar una iglesia cristiana en Riad o Esmirna. Desean que respetemos sus reglas, pero no viceversa. Y así sucesivamente»), de la cultura («Es un hecho minoritario. Las llamadas personas normales prefieren el jaleo y la diversión. Un poco de televisión, de vez en cuando una película de terror, una discoteca ensordecedora o, naturalmente, un partido de fútbol, que es lo que más les gusta»), de la publicidad («Prohibiría la publicidad, porque intoxica el espacio público y nos roba tiempo. ¿Acaso es necesario que en medio de una película salga un señor de voz babosa para ponernos un limpiador de inodoro delante de las narices?»), del sexo («La naturaleza nos obliga a unos esfuerzos acrobáticos curiosísimos»), de los informativos de televisión («Es un milagro que no terminemos en el psiquiátrico, víctimas de un ataque de esquizofrenia causado por la avalancha de noticias con que nos bombardean cada día»), del vínculo conyugal («Todo matrimonio por amor representa un riesgo demencial, un riesgo que ningún jugador de ruleta asumiría») y de cualquier otro tema que, de manera abrupta y deslenguada, le venga a la cabeza. En ocasiones, conseguirá irritar a Joachim (o al lector); y en otras provocará una incómoda sensación de empatía, pese a su visceralidad.

Poco a poco, soslayando sus impertinencias y preguntando a su criada Fryda, Joachim descubrirá qué se esconde en el alma y en el corazón de la misteriosa anciana, antigua cantante de ópera, tres veces casada y divorciada y que, pese a su actual pobreza, fue invitada a cenar en varias ocasiones por el jerarca nazi Joseph Goebbels. Un libro, a mi entender, fascinante.

domingo, 10 de noviembre de 2013

El secreto de Adán



Cuando hace unos años comencé a publicar reseñas en esta página me formulé a mí mismo una única promesa: decir siempre la verdad. Los lectores de mis páginas siempre me han merecido un exquisito respeto, así que me negaba por honradez a venderles humo, darles gato por liebre o venderles ganga a precio de mena. No era razonable. Durante meses y aun años he comentado aquí novelas, poemarios, libros de cuentos y de aforismos, ensayos, libros juveniles... Y siempre he respetado mi promesa. Lo haré, desgraciadamente, también hoy.
Y digo “desgraciadamente” porque la editorial que ha publicado el libro (Punto de Lectura) me merece un profundo aprecio y me disgusta tener que salpicarla de barro con mis líneas de hoy. Pero es que, sin paliativos, El secreto de Adán, de Guillermo Ferrara, me ha parecido un volumen insufrible. Todo en él es nefasto, salvo la documentación que el autor utiliza, que es abundante y muy variada. Con todo, ese detalle meritorio no salva el libro ni lo disculpa. Una novela tiene que ser un artefacto narrativo bien organizado donde se traslade a los lectores una historia creíble, con un lenguaje adecuado, un estilo brillante y un desarrollo milimétricamente medido. Y nada de eso hay en El secreto de Adán, que hace aguas por donde se la mire y que está erosionada por la aluminosis casi en cada página. Los personajes son puro cartón piedra y están tejidos con sartas de tópicos sobadísimos (un arqueólogo que descubre un gran misterio relacionado con la Atlántida; una chica guapa y seductora, hija del anterior; un apuesto héroe que mide metro noventa y que tiene un sólido prestigio profesional; un obispo ambicioso y pedófilo, que aspira a convertirse en papa); las situaciones son tan tediosas como previsibles (chica guapa y chico apuesto investigando en los archivos del arqueólogo y descubriendo terribles secretos que tambalearán los cimientos de la iglesia católica; interrogatorios con las bravatas más manidas); un lenguaje ramplón en el que se deslizan incluso algunas incorrecciones semánticas (se dice en la página 210 que «el primer Adán no es más que la abreviatura simbólica del ADN», como si una abreviatura pudiera ser más larga que el término sustituido); y, sobre todo, un anonadante batiburrillo de culturas, creencias, ciencias y artes, que Guillermo Ferrara nos sirve mezcladas en una coctelera increíble, donde todo cabe y todo vale, porque lo importante parece ser bombardear a los lectores con todas las conexiones posibles, por alocadas, traídas por los pelos o imbéciles que puedan antojarse: el cine de Hollywood, la creación del sida en un laboratorio, el sexo místico de los atlantes, los chakras, el yoga, la Biblia, Platón, la OTAN, el peyote, las danzas rituales de los derviches, el mapa de Piri Reis, la zona 51 norteamericana, los faquires de La India, el sirtaki, los juegos olímpicos de Londres, Cristóbal Colón, un inmenso asteroide que se dirige hacia la Tierra, las profecías mayas... Como se puede observar, una auténtica sandez que únicamente podría ser tolerada, incluso con alegría, si estuviese bien escrita. Que no es el caso.

¿Mejora el libro en sus momentos finales? Pues reconozco que no les sabría decir. Mi estómago y mis ojos me exigieron que parara en la página 220. Si ustedes tienen ánimo, sigan por mí.

viernes, 8 de noviembre de 2013

El paseo de las Delicias



Cada vez que me han preguntado mi opinión sobre la “moda literaria” de la guerra civil española de 1936 he respondido lo mismo: que no creo que se trate de una moda, sino de un tema, un pozo fecundo, rico y variado, del que beben prodigiosos fabulistas, como Alberto Méndez, Antonio Muñoz Molina o Rafael Chirles; y también (pero eso ya no es culpa del tema, sino de sus compositores) auténticos botarates, que lo utilizan como descarga emocional o diarreica, sin mayores asomos de brillantez.
Leo ahora en Alianza Literaria el volumen de relatos de Mercedes Deambrosis que, traducido por Manuel Talens, lleva por título El paseo de las Delicias, una obra compuesta por nueve narraciones de desigual factura. La primera (“El primer muerto”), historia de una chica de condición humilde que es violada por unos señoritos falangistas el primer día de la guerra, parece anunciarnos un volumen ramplón, más pendiente de lo sensiblero o vomitivo que de las notas puramente literarias. Pero después esa sensación se diluye con las posteriores narraciones, donde se eleva el nivel. En “El paseo de las Delicias” asistimos a un análisis muy interesante de la condición humana, cifrado en la figura de una portera que, incapaz de conseguir que el refinado don Luis (pulcro y atildado coleccionista de mariposas) se case con su voluminosa y nada atractiva hija, lo acaba denunciando a las autoridades republicanas para que lo lleven a dar un paseo de los de entonces, trufado de disparos. “A mal tiempo, buena cara” tiene como protagonista a doña Concha Zarzosa y Rey, una mujer altanera, fascista y taimada, que sabrá sobrevivir incluso en las circunstancias más adversas para su ideología y su condición social. “Tú y yo” nos sitúa ante dos personas distintas y enfrentadas: el izquierdista y el cura que envió a la muerte a su hermano (nada diré del diálogo que mantienen, porque su densidad psicológica y su sorpresa final bien merecen ser descubiertas por cada lector de forma individual). “Un matrimonio sin mancha” gira alrededor del matrimonio formado por la ingenua Rosita y el frío y misterioso Virgilio Bofarull, ante el cual todos los vecinos mantienen una actitud temerosa, que terminamos comprendiendo en el párrafo final. “Estoy dispuesta a entenderlo todo” se centra en una purga cruel, con aceite de ricino y golpes, ejecutada sobre unos personajes desvalidos… Luego, el volumen decae en las dos o tres historias finales, que más parecen añadido de relleno que auténtico material de primer orden.

Con un lenguaje que huye de lo alambicado, y con unos retratos tan desoladores como fidedignos, la escritora Mercedes Deambrosis consigue conformar un volumen que merece la pena leer. Olvidarse de las imperfecciones del primer relato y no prestar demasiada atención a los últimos nos permite gozar de los que forman el bloque central que, sin duda, son hermosos y memorables.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

El espejo desnudo



Julia Robles escribe unos cuentos deliciosos. Para adultos y para niños. Y la demostración la tenemos con cada obra que va saliendo de sus manos y entrega a los lectores, quienes las aguardamos con paciencia ilusionada. Las guapas deberían morir (Tres Fronteras) o Extrañas mujeres de azul (Diputación de Badajoz) son muestras más que suficientes, a las que conviene añadir los relatos que publica periódicamente en revistas por toda España.
En esta ocasión nos vuelve a dejar ante los ojos un volumen de historias ilustradas por el joven Pablo Manuel Moral, que realiza un trabajo hermoso, fiel complemento de las narraciones de Julia. Se trata de El espejo desnudo, una obra seria y divertida a la vez, llena de propuestas felices, donde la escritora gallega demuestra su alta solvencia a la hora de enfrentarse a las narraciones cortas, ya desde la primera historia. Porque, en efecto, ¿cómo actuar cuando un hada diminuta, juguetona e impertinente llamada Sarita no hace otra cosa que dar vueltas a tu alrededor a las tres de la madrugada, pidiéndote que asumas tu destino y tu vocación y escribas? La exterminadora de ideas es un relato igual de ingenioso: nos va contando cómo tiene por costumbre desechar una tras otra las ideas literarias que le van viniendo a la cabeza, para dejar que sólo sobrevivan las más fuertes (no es de esas escritoras que van apuntando en papelitos). Al final, descubrimos el asombroso truco de la narración, que nos obliga a quitarnos el sombrero, dando la razón a la narradora. Pero es que los siguientes argumentos continúan la línea de creatividad y sorpresa. Así, encontramos una dolorosa narración, de abuso y supervivencia (Suicidio); una espeluznante metáfora sobre la soledad y el aislamiento progresivo en que se convierte la existencia de una mujer (El pozo); la pregunta inquietante de hasta qué punto puede una tara física condicionar el futuro laboral, amistoso y sentimental de un hombre (y qué puede hacer su madre para restañar su pena, en tales circunstancias) (Tres dedos); un Juego de dioses que nos remite a Jorge Luis Borges, la metafísica y las muñecas matriuskas; una excursión en coche hacia la playa, que se acaba por transformar en una atroz pesadilla, digna de Cortázar o Lovecraft (Cortada por obras); un gran apunte de psicología erótica (Tentación); o un original relato de final sorprendente, que Julia dedica a la escritora María José Sánchez Vázquez (La mujer de metal). No hay cuento de este volumen del que no pueda extraerse algún primor estilístico o argumental, lo cual dice mucho de la consistencia literaria de su compositora, así que conviene celebrar este tomo con un sonoro aplauso, una inclinación de cabeza y una sonrisa de gratitud.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Montaigne y la bola del mundo



La pregunta es tan retórica como intrigante, y seguro que nos la hemos formulado más de una vez: ¿qué pensaría X de esto? O dicho de una forma ejemplar y con nombres concretos: ¿qué pensaría Platón de la enseñanza de hoy en día? ¿Qué pensaría Aristóteles de la física cuántica? ¿Qué pensaría Nietzsche de Internet? Es un modo de ficción intelectual con el que se corren riesgos, quién se atrevería a dudarlo, pero que puede llegar a ser muy revelador, porque nos permite afrontar los problemas de un modo diferente. Javier Mina acaba de ofrecernos un experimento de esta índole, que lleva por título Montaigne y la bola del mundo, y que le publica el sello Berenice.
En sus páginas, y apoyándose siempre en los textos de Michel de Montaigne, se busca hacernos reflexionar sobre mil y un temas que, de una manera u otra, conforman la esencia de nuestro mundo. Lo chocante es que Javier Mina, sin dejar de ser él mismo y de aportar su visión subjetiva de las cosas, trata de ser también Montaigne. Empapado de sus ideas y de su método intenta construir respuestas “montaignescas” que sean sólidas y atinadas. A mi juicio, lo consigue. Nos habla, por ejemplo, de Internet y de la infoxicación (es decir, el exceso de información que puede venirnos por vía informática, y que más que movilizarnos nos paraliza y anula); de las falsas profecías milenaristas, tan recurrentes como espectaculares (la última, relacionada con los mayas); del movimiento de los indignados (p.240); de la famosa memoria histórica y su relación con la guerra civil española de 1936; del brutal Holocausto judío; de los no menos brutales sistemas de represión y penalización en la Rusia soviética de Stalin; de los excesos flagrantes de la neopedagogía (p.252); del terrorismo de ETA; de los idiotas morales; de los nuevos cocineros (p.254); del rol paternalista que está adoptando el Estado (cada día con más virulencia y más desvergüenza); y de otros temas, tan variados como interesantes.
Pero es que Javier Mina no elude en ningún momento las afirmaciones categóricas y polémicas, que vienen a convertirse en la parte más sabrosa del volumen. Sirvan dos ejemplos, mientras dejo los demás para los lectores del tomo: los derechos de los animales, sobre cuyo reconocimiento es contundente (afirma que admitir esos derechos sólo puede provenir «de haberse dado un atracón de dibujos animados —ese pasatiempo en que los animales actúan como humanos— o de una sobredosis de amor por las mascotas y su marketing de ropitas y complementos», p.34) y la actuación de la Iglesia Católica que, a su entender, «ha estado prefiriendo que la gente contrajera, en última instancia, el sida a que se conculcara su doctrina sobre el uso del preservativo» (p.202).

Situado en medio de un Estado del Bienestar al que de un modo tan preocupante como acelerado «se le está desvaneciendo el apellido» (p.121), Javier Mina se enfrenta en esta obra, con rigor y con valentía, a todo tipo de asuntos, sin preocuparse de que el conjunto pueda parecer disperso, caótico o superficial. No es ninguna de esas cosas, puedo asegurarlo. Siguiendo el modelo divagatorio, digresivo, ramificante y fértil del ensayista francés al que toma como modelo, Mina consigue una obra montaignesca de principio a fin. Era un difícil empeño, que cumple con elegancia.

miércoles, 30 de octubre de 2013

En jardines ajenos



Hay libros que te llegan a las manos sin estridencias, sin el apoyo de grandes campañas publicitarias que los catapulten, sin grandes nombres del mundo de la cultura que apuesten por ellos; pero que terminan calando en tu ánimo y en tu inteligencia por una u otra razón, de forma indeleble. Me ha ocurrido algunas veces durante los últimos treinta años como lector y ha vuelto a suceder. Hablo de En jardines ajenos, del suizo Peter Stamm, un volumen de cuentos que traduce al español María Esperanza Romero y que publica la exquisita editorial Acantilado. Once historias impregnadas por una serena belleza y por elevados toques de elegancia que terminan por envolverte. No se busque en ellas ninguna sorpresa final (no son cuentos cortazarianos), sino más bien un fluir donde se capturan segmentos de vida, fotografías lánguidas, recuadros en los que la niebla se erige en protagonista.
Tenemos a esa anciana viuda que, con sus hijos desperdigados y la casa solitaria, recibe la visita de su nieta Martina, con su novio (La visita); tenemos a Henry, un tipo del este de Europa que trabaja como especialista en un espectáculo de coches y que, después de llevar una vida bastante solitaria, conoce a una camarera con la que quizá podría construir una vida en común (La pared en llamas); tenemos a una pobre mujer que está ingresada en una clínica y que resulta dibujada desde la óptica de una de sus vecinas, que le riega las plantas y mantiene en orden su hogar vacío (En jardines ajenos); tenemos la larga espera de un hombre, cuya pareja vuelve de un viaje y a la que quiere comunicarle una decisión trascendente (Toda la noche); tenemos una historia portuguesa, donde unas mujeres canadienses algo más bebidas de lo razonable se encuentran con el protagonista de la narración y viven con él unas horas irrepetibles (Fado); tenemos a una sorprendente pareja, que convierte el sexo en un mecanismo tan extraño como perturbador, a mitad de camino entre la perversión y la sociología (El experimento). Por no hablar de la inquietante metáfora que se cobija en el interior del relato La parada, en el que tres jóvenes observan cómo de un tren de enfermos que viajan hacia Lourdes es bajado un cadáver, mientras que el resto (la vida misma) permanece inalterado.
Si tuviera que precisar por qué me gusta la forma de estas historias tendría (lo confesaré) graves problemas; pero quede al menos constancia de mi admiración y de mi sorpresa por haber encontrado a un escritor como Peter Stamm, cuyo arte me gusta. No dudaré en leer otro libro suyo, si se coloca ante mis ojos.

domingo, 27 de octubre de 2013

La tabla periódica



Estudié ciencias puras y mi Selectividad fue también de ciencias puras. Ahora soy profesor de literatura. Eso significa que, en mí, ambos territorios se encuentran fundidos inextricablemente: me parece tan absurdo un poeta que no lea sobre física cuántica como un médico que reniegue de conocer la prosa de Muñoz Molina. Tal vez por eso acerco a esta página con cierta periodicidad novedades editoriales relacionadas con el mundo de la divulgación científica: porque me parece que un lector inquieto debería formarse en todas las disciplinas posibles, y que nada de lo humano (parafraseo a Terencio) debería resultarle ajeno.
La propuesta de hoy es un volumen muy enjundioso que, escrito por Hugh Aldersey-Williams y traducido por Joandomènec Ros, publica el sello Ariel. Y se basa en una idea de lo más original. ¿No decimos a veces que conviene moverse por la vida con pies de plomo, o que alguien tiene un corazón de oro, o que le falta hierro en la sangre? Los elementos de aquella vieja tabla periódica que ideó Mendeléyev, y que continúa rellenándose con cada descubrimiento o síntesis, forman parte de nuestra existencia: los contenemos, los respiramos, los usamos. Están en nuestro lenguaje, en nuestras cocinas, en nuestras células, en nuestros ordenadores. Y un libro donde se nos informe sobre sus peculiaridades, caracteres y anécdotas tenía que ser, por fuerza, ameno y curioso. Éste, sin duda, lo es.
Aprendemos en sus páginas que en los océanos del mundo hay disuelta una cantidad de oro equivalente, en dinero actual, a cuatrocientos billones de euros (p.41); que Jean Cocteau utilizó el mercurio para confeccionar un espejo que, en su película Orfeo, permitiese bajar al inframundo (p.115); que el propio autor de la obra realizó el experimento de destilar una y otra vez su orina, hasta lograr obtener cuatro gramos de fósforo (p.146); que el cloro se usa por su efecto letal en las guerras, ya que «desgarra los vasos sanguíneos que revisten los pulmones y la víctima acaba por ahogarse en el líquido producido mientras el cuerpo intenta reparar el daño» (p.159); que la importancia simbólica de la plata como elemento asociado a la virginidad ha vuelto a la palestra gracias al movimiento Silver Ring Thing, en el que los jóvenes que deciden mantenerse vírgenes de modo voluntario se ponen anillos de plata para simbolizar su compromiso con el grupo; o que el misterio sobre el lugar donde está la tumba de Cleopatra podría estar cercano a su conclusión, pues en el año 2008 se halló al sur de Alejandría (entre las ruinas calizas del templo de Isis y Osiris en la zona de Taposiris Magna) un busto que bien pudiera ser ella (p.322).

Moviéndose con agilidad entre la documentación y la experimentación, entre los datos eruditos y las curiosidades históricas, Hugh Aldersey-Williams consigue que un tema tan aparentemente árido como es el de los elementos inertes de la tabla periódica se convierta en historias, leyendas, bombas, esculturas, fuegos artificiales, etiquetas anacrónicas (dice que el dominico fray Bartolomé de las Casas era «creyente en la teología de la liberación», en la página 35), santificaciones graciosas (llega a bautizar a Madame Curie con el simpático nombre de «Nuestra Señora del Radio», en la página 193) y, en fin, un caudal tan notable de informaciones que conviene leerlas para aprender y disfrutar.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Poemas tardíos



Si hablamos de Georg Friedrich Philipp Freiherr von Hardenberg es muy probable que la inmensa mayoría de los lectores (incluso de los lectores informados) abran la boca en señal de estupefacción. Pero si añadimos que este poeta fue conocido con el sobrenombre de Novalis la cosa seguramente cambiará para muchos. Autor de vida corta y obra intensa, Novalis ha tenido una presencia constante en la poesía europea durante todo el siglo XX, sobre todo por sus Himnos a la noche. Gracias a Ediciones Linteo disponemos ahora de un volumen delicioso que, traducido y prologado brillantemente por Antonio Pau, reúne sus Poemas tardíos en un magnífico tomo bilingüe, que se vertebra en tres secciones, llenas de belleza y de versos memorables.
La primera se titula "Poemas de Freiberg" y en ella se nos trasladan muchas ideas interesantes: que el poeta es alguien que "prefiere permanecer callado cuando está contento" (p.31); que debemos ser hospitalarios con aquellos seres que, por azares de la vida o la fortuna, deambulan sin rumbo ("Permaneced amables con el extranjero. / Escasas alegrías le están deparadas", p.31); que el núcleo de la sabiduría auténtica se cifra en aquella frase clásica que conviene no olvidar ("Conócete a ti mismo"); o que la poesía, a veces, se convierte en un lugar mágico desde el que emitir ideas nuevas ("Inauditas, potentes / cosas nunca dichas por labios mortales / quiero proclamar", p.55). No falta tampoco en este apartado algún poema más coyuntural y pedestre, como el que dedica al aniversario de la mina Augusta, justamente olvidable.
La segunda sección son los "Poemas del regreso", que contiene textos de amor tan deliciosos como el que lleva por rótulo "A Julia", donde asegura que la muerte no tiene poder bastante para cancelar el vínculo espiritual que une a dos personas auténticamente enamoradas. Igual de contundente se muestra a la hora de analizar ciertos dolores, cuya eternidad penosa se le antoja evidente ("Hay algunas heridas que están doliendo siempre", p.91). Como detalle anecdótico, ahí está la composición "A Tieck", dos de cuyos versos provocan un cierto espeluzno, sobre todo porque recuerdan a una célebre profecía ideada por Adolf Hitler ("Proclamarás el último reino, / que durará mil años", p.67).
Y el tercer bloque son los "Poemas de la novela Heinrich Von Ofterdingen", donde el poeta se queja de que, hablando en nombre de todos y pensando en todos, no recibe agradecimiento alguno por parte de los destinatarios de sus palabras (pp.113-115); y donde, también, asevera que los arrebatos pasionales y su lamentación pueden unirse de forma indisoluble ("Lágrimas de amor, llamas de amor, / juntas fluid", p.167).
En suma, libro para leer con calma, en silencio, preferiblemente de noche, y en el que están contenidos todos los primores de aquel vate romántico y desgraciado, que sufrió de amor y que ha dejado una huella perdurable en la Historia de la Literatura.

domingo, 20 de octubre de 2013

El equipo Hércules y el oro de Rommel



No es tan fácil, a pesar de lo que algunos ingenuos sospechan, escribir literatura para jóvenes. Primero, hay que elegir unos temas que les parezcan sugerentes; después hay que seleccionar unos protagonistas con los que se puedan identificar, de una u otra forma; más tarde debe buscarse un tono y un vocabulario que les resulten accesibles y seductores; y por fin deben conjuntarse todos esos elementos en una trama ágil, amena, con momentos climáticos y anticlimáticos, sorpresas y quiebros. ¿Fácil? De ninguna manera. Por eso produce tanta felicidad encontrarse con buenos textos juveniles, en medio de la habitual grisura que caracteriza el panorama en España.
Francisco Peñalver Giménez es el autor de El equipo Hércules y el oro de Rommel (Círculo Rojo, 2012), una historia de búsquedas, tesoros, fidelidades y aprendizajes, protagonizada por tres amigos que prometen continuidad: Guillermo (un adolescente con sobrepeso, adicto a los ingenios electrónicos, cerebral e ingenuo), Jorge (musculoso, simpático, impulsivo, voluntario en el cuerpo de bomberos) y Laura (trece años mayor que ellos, exploradora marina, idealista y generosa). Esta primera aventura en la que se ven embarcados (y nunca mejor dicho) arranca cuando Guillermo recibe un misterioso mensaje con unas coordenadas cartográficas que Laura traduce para ellos: el punto que señalan se encuentra en pleno Mediterráneo, no demasiado lejos de Isla Grosa. ¿Qué es lo que se supone que tienen que localizar? ¿Qué secreto se oculta en el fondo del mar, justo en ese punto? Ninguno de los tres lo sabe, como es lógico, pero las inmersiones que comenzarán a producirse para desentrañar el asunto tendrán un añadido inquietante: si tres son los protagonistas de la narración, viajando en el Carcharias, tres serán también los enemigos, que se acercan hasta ellos a bordo del Nemrod: dos sicarios albaneses, tan descerebrados como expeditivos (uno de ellos porta un martillo con restos de sangre, con el que tortura y mata a sus adversarios), capitaneados por un curioso buscador de tesoros que se hace llamar Doctor Toppi, viejo conocido de Laura.
Todos buscan lo mismo pero, acogiéndose al fértil canon de Todorov, unos actúan como protagonistas y otros como antagonistas, estableciéndose una dialéctica de buenos y malos en la que Toppi, educadísimo y culto, parece por momentos nadar entre dos aguas. De hecho, sus exquisitas maneras de gentleman (cortés, pulcro en el vestir, elegante en la dicción, entendido en vinos) comenzarán provocando un cierto síndrome de Estocolmo en Guillermo, más impresionable y candoroso que sus compañeros de aventura.
Pero es que la línea principal narrativa que Francisco Peñalver nos pone ante los ojos no es el único imán para los lectores. Hay al menos otras tres que capturarán su atención y que enriquecerán la trama: los sucesos acaecidos en 1943 (el viaje de un submarino alemán cargado de cajas selladas que nadie ha recuperado nunca), el modo truculento en que el doctor Toppi perdió una de sus manos... y ese final abierto que nos permite soñar con una prolongación de la historia.

Estamos, pues, ante el prometedor arranque de una serie que, esperemos, muy pronto nos ofrecerá su continuación. Francisco Peñalver Giménez se ha ganado el derecho a que confiemos en su pluma, e incluso a que más de un profesor de instituto consulte esta obra y se plantee la posibilidad de ponerla como lectura en su centro.

miércoles, 16 de octubre de 2013

El doctor Fischer de Ginebra



¿Cuáles son los límites de la codicia humana? ¿Cuáles las fronteras que jamás se atrevería a cruzar uno por dignidad, por orgullo, por amor propio? ¿Estaríamos dispuestos a cualquier bajeza con tal de satisfacer nuestras ansias de riqueza? La pregunta se la plantea de forma narrativa Graham Greene en El doctor Fischer de Ginebra, una reflexión inquietante sobre las sentinas del espíritu humano… En sus páginas, compuestas por el maduro Alfred Jones (un hombre al que le falta una mano, traductor de cartas comerciales en una empresa suiza dedicada al chocolate y que estuvo casado con Anna-Luise, hija del doctor que da título a la obra), asistimos a un análisis terrible, que no deja a nadie indiferente. El enigmático doctor es un hombre que ha obtenido su millonaria fortuna gracias a un invento (un dentífrico) y que, misántropo y con un sentido del humor bastante perverso, organiza periódicamente fiestas en las que se rodea de una serie de personajes singulares: un antiguo militar que tiene fama de no haber participado nunca en una lucha, un actor de cine de trayectoria más bien mediocre, una viuda empalagosa, un hombre con la espalda deformada por una enfermedad… Todos ellos tienen un elemento común: les vence el amor por el lujo y la riqueza. Y Fischer, que se ha propuesto demostrar (y demostrarse) que todos tenemos un precio y que basta estar dispuesto a pagarlo para sumir al prójimo en la indignidad, organiza con ellos unos experimentos donde la ironía, la sociología y la náusea caminan de la mano. Todos están invitados a sumarse a sus fiestas, y en ellas tendrán que aceptar sin réplica las humillaciones que el doctor Fischer tenga a bien dispensarles: se burlará de sus deformaciones, de su cobardía, de su comportamiento; pondrá en sus platos comida asquerosa que, no obstante, deberán comer sin protesta (porridge frío, por ejemplo); será desdeñoso y cruel con ellos… Nadie deberá enfadarse, nadie deberá contestar, nadie deberá defenderse. Y el premio, cuando la velada concluya, será un regalo espléndido que el doctor pondrá en sus manos: un objeto de oro, un presente de inmenso valor, una joya. Como telón de fondo, dos historias de amor que no van a concluir de un modo agradable: la de Steiner con la esposa de Fischer y la de Jones con la hija del mismo.
En ese esquema horrendo, que nadie vulnera y nadie cuestiona, se introduce como chirrido inesperado el narrador protagonista, Alfred Jones, un cincuentón que acaba de casarse con la hija veinteañera del doctor Fischer y que, perplejo, se niega a participar en estas esperpénticas reuniones. Pero todo se confabulará para que termine sumándose, aunque sea como testigo, a una de ellas. Desde ese instante, el mecanismo lo atrapará, con consecuencias tan llamativas como reveladoras, que le sirven a Graham Greene para poner ante nuestros ojos los entresijos del alma humana, donde la luz y el cieno conviven.

Escrito con una prosa limpia, diáfana, sin complicaciones retóricas, El doctor Fischer de Ginebra nos habla del amor, de la dignidad, de la rectitud, pero también de la perversión y del peligro de los límites. Al final, resulta ser una novela grata, turbadora y excelente, que nos hace mirar y mirarnos. ¿Qué papel jugaría yo en ese esquema (terminas por preguntarte, aunque no quieras)? ¿Sería Kips, sería Belmont, sería Montgomery, sería Dean? ¿O tal vez sería Jones, Fischer o Steiner? La respuesta no es fácil. Las respuestas nunca son fáciles. Léanla y lo comprobarán.