domingo, 30 de diciembre de 2012

Los Chico de Guzmán




No soy un gran frecuentador de los libros de investigación histórica, pero quizá por eso mismo cuando encuentro uno realmente notable me gusta dar cuenta de sus bondades. Es lo que ocurre en esta ocasión, con el volumen Cuatro generaciones de una familia española. Los Chico de Guzmán. 1736-1932, que el investigador Juan González Castaño publica gracias al esfuerzo conjunto de Tres Fronteras, la Real Academia Alfonso X el Sabio, la Fundación Cajamurcia, la Fundación Alfonso Ortega y los ayuntamientos de Mula y Cehegín. Es un tomo contundente (próximo a las quinientas páginas) y que, en principio, podría provocar reticencias en ciertos lectores, por dedicarse al estudio de una familia provinciana durante dos siglos. Pero les puedo asegurar que la prevención es infundada. Es verdad que el libro, por motivos profesionales más que evidentes, está impregnado con una abundante bibliografía donde no sólo se mencionan libros, sino también manuscritos, legajos, cartas particulares de varios archivos, balances de cuentas, etc. Pero, al contrario de lo que ocurre con otro tipo de obras de este género, está escrito con impecable finura y aporta elementos de la más exquisita amenidad, incluso cuando se detiene en los detalles más aparentemente nimios. Aportemos un ejemplo: cuando glosa un viaje de Pedro Chico de Guzmán a la ciudad del Tajo, a finales del siglo XVIII, lo hace con estas palabras: “La Semana Santa de 1798, que cayó entre el 1 y el 8 de abril, la pasó en Toledo, extasiándose con sus desfiles procesionales y recorriendo la ciudad. El viaje le costó 546 reales” (p.125). Ese miembro de la familia (al que se le dedican muchísimas páginas de la obra) no llegó a cumplir los cuarenta años, pero durante su existencia se significó por muchos motivos singulares. Así, Juan González Castaño nos explica que fue, a su entender, un buen poeta, y que sus composiciones se le antojan “merecedoras de ver la luz en un volumen” (p.165). En ellas llega a hablar de alguna hija a la que luego no reconoció (pp.171-172) y de alguna amante sobre cuya identidad el minucioso autor de la investigación se permite aventurar algunos datos (p.185). Igualmente, don Pedro Chico de Guzmán se comprometió en varias empresas culturales relacionadas con el mundo de la investigación y de la edición. Entusiasmado con los pormenores intelectuales que descubre en él, Juan González Castaño no duda en afirmar: “¡Qué gran político se perdieron las Cortes gaditanas, ante su negativa a formar parte de ellas!” (p.280). Particularmente delicioso para los amantes de las letras es el exhaustivo escrutinio que el historiador realiza de la biblioteca de don Pedro, que ocupa el capítulo 14 y se extiende entre las páginas 333 y 350, donde salen a colación desde Esopo hasta Cadalso, pasando por Lope de Vega, Shakespeare, Góngora, Píndaro u Homero. En otros momentos de la obra, refiriéndose a otros de los componentes de la familia, don Ginés, el autor de la obra sospecha que el motivo oficial de su muerte (la fiebre amarilla, que se lo llevó a la tumba en 1811) pudo no ser el auténtico. Tras leer con atención las cartas y documentos del personaje, advierte en la enumeración de sus dolencias los “síntomas probables de un cáncer de colon o de próstata” (p.49). Detalles como éste evidencian que el autor no es un mero acumulador de datos, sino un investigador en el sentido más amplio y rico de la palabra. Léase, pues, esta obra como lo que es: no sólo un valioso documento de investigación sino, además, un relato ameno y bien organizado que, por momentos, se adorna con aires de novela. Muy notable.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Todo un hombre



En la novela que publicó justo antes que ésta (la famosísima La hoguera de las vanidades, de 1987, donde nos relató la angustiosa historia del agente de bolsa Sherman McCoy), el virginiano Tom Wolfe aclaraba en una de sus páginas que “Charlie es el mote con el que los negros insultan a los peores racistas blancos”. Y no deja de ser curioso que nuestro autor haya elegido bautizar al protagonista de su siguiente producción con el mismo nombre: Charlie E. Croker, un millonario de zafia actitud, que pronuncia con desgarro sureño (se come la mitad de cada palabra) y que esconde, bajo su paternalismo prepotente y fanfarrón, a un self made man sexagenario con evidentes toques de racismo, sexismo y clasismo. Está, además, casado con una veinteañera turbadoramente hermosa y obscenamente perturbada por el lujo que los incontables millones de su marido le proporcionan. Y tiene unos amigos (como Inman Armholster) que comparten con él sus dilapidadoras aficiones de rico y su espantoso esnobismo social. Todo ello, encuadrado en la populosa ciudad de Atlanta, gobernada por un alcalde negro (Wesley Dobbs Jordan), con más de dos tercios de la población de la misma raza, y con una clase empresarial compuesta en su totalidad por hombres blancos, entre los cuales Charlie Croker e Inman Armholster brillan con especial luz, gracias a sus espectaculares imperios económicos. ¿Estamos ya situados ambientalmente, con este conjunto inicial de datos que les acabo de suministrar en pocas líneas? Bien, pues ahora la novela nos propone su vértigo mediante una detonación: el joven y prometedor deportista negro Fareek El cañón Fanon es acusado por la hija de Inman Armholster de haberla violado. La aparente tranquilidad racial en la que vive inmersa la ciudad de Atlanta desde hace décadas amenaza con resquebrajarse, porque un asunto de tan gravísima envergadura no puede ser abordado con tacto ni con sigilo, sobre todo teniendo en cuenta los modales barriobajeros y achulados de Fareek (que se cree el ombligo del mundo) y el carácter resolutivo de Inman Armholster (que parece dispuesto a cualquier cosa, con tal de hundir al profanador de su única hija).
Tom Wolfe, tan maquiavélico y tan habilidoso como siempre, utiliza estos elementos (y muchísimos más, que el limitado espacio de esta reseña me hace omitir) para elaborar un espacio novelesco de primera magnitud, donde los diálogos alcanzan cotas magistrales (yo creo que superiores a las logradas en La hoguera de las vanidades, que ya eran altas de por sí), donde cohabitan unos registros idiomáticos muy diferentes (el trabajo del traductor, Juan Gabriel López Guix, hay que tildarlo en este terreno de absolutamente encomiable) y donde no existen personajes secundarios, porque a todos dedica Wolfe su atención descriptiva y su parcela de profundización: el mediocre Raymond Peepgass, que busca un pelotazo que dé tranquilidad y dinero a su vejez; Conrad Hensley, un trabajador afectado por la reducción de plantilla en una empresa de Croker; Roger White II, abogado encargado de defender a Fareek; Harry Zale, un yuppie bancario que disfruta con su trabajo hasta límites inauditos; etc.
En un libro tan voluminoso como éste (más de setecientas cincuenta páginas de apretada tipografía), gratifica constatar el primoroso cuidado que ha puesto la editorial en su confección, del que sólo se escapa un defecto: en la página 573 aparece un “hayamos” que debería ser “hallamos”. Lo demás, para quitarse el sombrero.

martes, 25 de diciembre de 2012

Blanco sobre negro



Leo en la página 11 de este libro: “No quiero describir el hedor de la decadencia humana nilo abyecto de su animalidad. Es decir: no es mi intención multiplicar el ya infinito rosario de cargas encadenadas de maldad. No quiero”. Quien con tan gráficas palabras se expresa es Rubén Gallego, un joven paralítico cerebral (nieto de Ignacio Gallego, dirigente del Partido Comunista de España en el exilio), que conoció la inmundicia de los orfanatos soviéticos y que padeció en manos de sus niñeras mil y una tribulaciones y penalidades, que lo llevaron a desear morir. De ese horror que duró años nos refiere anécdotas escalofriantes (como la que sirve de apertura al libro, donde nos cuenta que en cierta ocasión tuvo que salir arrastrándose de su dormitorio para ir al aseo, y que nadie lo atendió, a pesar de que estaba desnudo y que afuera nevaba), pero también ejemplos de solidaridad y hermandad profunda en las adversidades (como los que conoció con su amigo Sasha).
Flotan en este libro (y saltan hacia los ojos del lector) pequeñas historias colosales, de supervivencia, dolor y desencanto (el viejo espía ya inservible que se corta el gaznate; la rata que se pasea, oronda y repulsiva, por un gélido asilo de ancianos); tristes anécdotas pobladas de amargura, barreras visibles e invisibles, y melancólicas renuncias que laceran el alma. Pero que nadie se llame a engaño, suponiendo que leerá un volumen sensiblero, cuyo mérito esencial es el fomento de las lágrimas, por acumulación de sevicias. Nada hay de esto en las páginas que conforman el volumen. O no lo hay, al menos, en primera instancia. El autor sabe manejar con notable soltura los tiempos narrativos y juega hábilmente con el argumento y con la sintaxis de sus historias, conformando un espléndido libro que trasciende con amplitud su anécdota biográfica (aunque parezca difícil o milagroso) e instalándolo rn el terreno de las obras literarias dignas. Sirvan como ejemplo capítulos tan magistralmente contados como “El héroe”, o episodios de tanta intensidad emocional como el de la croqueta (páginas 70-74), en el que Rubén nos cuenta cómo durante una época se negó a comer, porque su peso (apenas 17 kilos, ya con 11 años) resultaba muy oneroso para las niñeras. Una obra para descubrir cómo algunas personas sobreviven al infortunio con dosis increíbles de coraje.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Lazos de sangre




Encontrar un buen cuento es una alegría para la inteligencia. Encontrar un buen libro de cuentos es, más bien, un milagro. Y Lola López Mondéjar ha logrado, en Lazos de sangre, ese milagro. Uno abre su tapa y le salta a los ojos el primer bombón, lleno de licores venecianos (“Las invitadas”), y la boca se le convierte en un palacio de Versalles, inundada de magia y de belleza. Y cuando uno extrae el último bombón (“Sospecha”) comprueba con felicidad, con asombro, con gratitud, que la escritora ha actuado como ese anfitrión bíblico que no dejaba para el final el vino mediocre, sino que homenajeaba a sus invitados ofreciéndoles de principio a fin las mismas excelencias etílicas.
Esta circunstancia, por otro lado, no nos debería sorprender, porque la escritora murciana lleva años construyendo una biografía literaria de lo más sólida, donde a los primores estilísticos se les une un ingrediente que yo valoro muchísimo en sus obras: el afán de introducirse en la mente humana, para explorarla e intentar entenderla. Ella sabe, como profesional de la psicología, que somos pozos, laberintos, enredaderas y ciénagas, pero también que experimentamos secuencias de luz, alborotos de risa e instantes de reconciliación. El chileno Pablo Neruda lo dijo sintéticamente en un verso memorable: «Todo fue para mí noche o relámpago»; es decir, mares de oscuridad y algunas estrellas en lo alto. Lola López Mondéjar, buceadora, minera, cirujana de lo abstracto (tan concreto a veces), topógrafa del alma, mira a sus personajes por dentro y nos relata lo que ve, lo que intuye, lo que puede deducir. Estudia sus comportamientos para saber quiénes son. Porque, quizá, no establece una frontera nítida entre personas y personajes, y ha comprendido que si describir tu aldea es describir el mundo, analizar seres ficticios puede servir para entender algo mejor a los reales.
En esta selección de piezas de diversos tamaños que nos ofrece ahora nos encontraremos con una mujer que se embriaga con una ciudad hasta el punto de convertirla en excusa para actuar de un modo abusivo con una amiga (es el caso de Clara en “Las invitadas”); con un ingeniero que trabaja como guía turístico en la ciudad de Roma y que termina comprendiendo antiguas y dolorosas tragedias familiares, que han empañado su forma de relacionarse consigo mismo y con los demás (Renzo, en la magnífica narración “Vicolo d’Orfeo”), con una señora que, golpeada por la enfermedad y por una imagen obsesiva, decide tomar una importante decisión después de viajar a Noruega (“El hermano gemelo”); con una anciana que, a lo largo de los años, va convirtiendo su hogar en un sitio cada vez más autárquico (cultivando un huerto, criando animales, instalando fuentes de energía propias, etc) hasta desembocar en un final profético o metafórico que logra estremecer en su último párrafo a los lectores (“El huerto”); con el humor o con la incomodidad que se generan en el protagonista de un registro, que vacía la casa de sus difuntos padres para proceder a su venta (“La herencia”); o con el singular narrador que nos va contando la vida de Aurelia y Marcial, un matrimonio que ha ido envejeciendo de forma desigual y sobre el que acechan como buitres las tristes sombras de la decrepitud... Y si acudimos a la segunda sección del volumen (que lleva por título Petits fours) nos deleitaremos con pequeñas, tibias historias de celos (“Viola de gamba”), con metáforas de atinada factura (“Migraciones”), con reflexiones ingeniosas sobre el misterio tonal del amor (“Insatisfacción”) o con un relato equilibrístico que sólo a su término nos entrega la llave interpretativa exacta (“Sospecha”).
Lola López Mondéjar, en fin, ya no tiene que buscarse: se ha encontrado. Libro tras libro, con férrea voluntad, ha ido aquilatando sus técnicas narrativas (que eran notables desde el principio) y ha consolidado eso tan difícil de definir pero tan fácil de apreciar por parte de los lectores a lo que llamamos estilo. De ahí que recomendar la adquisición y lectura de este libro no sea una decisión derivada de la amistad, sino un acto de pura justicia. Lazos de sangre es una colección de hermosas historias que hará disfrutar y pensar durante estas Navidades a quien decida hacerse con ella.

jueves, 20 de diciembre de 2012

La soñadora




Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948), escritor que comenzó a ser conocido con la publicación de El lenguaje de las fuentes (Nacional de Narrativa en el año 1994), que siguió sorprendiendo a los lectores con Marea oculta (por la que le dieron el premio Miguel Delibes), que estuvo a punto de pifiarla para siempre con aquella tontería llamada Ña y Bel, y que alcanzó mediana consagración al obtener el premio Nadal de 1999 con Las historias de Marta y Fernando, nos muestra en La soñadora (Areté) un relato melancólico donde se nos relatan viejas historias de amor (sentimiento que es hermosamente descrito por el novelista como “la conquista de la lentitud” en la página 185), ambientadas en el pueblo castellano de Medina de Rioseco.
Todo comienza cuando el arquitecto Juan Hervás regresa al pueblo de su infancia e inicia un sorprendente diálogo con el fantasma de Aurora, su novia primera. Juntos, van rescatando del olvido la historia de Adela, un viejo episodio lleno de pasiones, erotismo y búsqueda de lo absoluto, que les contó en su infancia doña Manolita y que terminó de forma trágica (“Todas las mujeres están obsesionadas con entregarse a una gran pasión. Viven esperando ese momento sin saber que, cuando llegue, las destruirá”, p.59).
Poco a poco, el lector irá descubriendo las conexiones entre esta aciaga pasión y la historia de Juan y Aurora, a base de acercamientos parciales, convergentes o complementarios. Y también descubrimos, con lentitud sacra, que la historia de Adela y Monzó, como la historia de los narradores, es en realidad una misteriosa pirámide cuyo secreto (que yo aquí no desvelaré) se hunde en la arena siempre imprevisible de la memoria.
Una novela seductora y llena de nieblas de la que, bien es verdad, Gustavo Martín Garzo podría haber extirpado muchos laísmos chirriantes (“Creo que la molestó mi sinceridad”, p.165; “¿Qué nombre la puso?”, p.245; etc) y alguna que otra preposición colocada con el discutible sistema del esturreo. Por lo demás, bien.

martes, 18 de diciembre de 2012

Cartas a Katherine Whitmore



Cuando ya resultaba muy difícil elegir, porque estaba casado y era padre, el poeta Pedro Salinas conoció a Katherine Reding, una alumna de la que se enamoró instantáneamente y con la que vivió sensaciones que lo llevaron a redactar La voz a ti debida y Razón de amor, sus dos libros mejores. Fue una pasión secreta (quizá todas las grandes pasiones son secretas) que iluminó sus días durante una época (1932-1947), llenándolo de ilusiones, felicidad e impulsos creativos; y que, como el mismo Salinas previó en sus poemas más realistas o resignados, se acabó disolviendo en la nada. Era un amor imposible (quizá todos los grandes amores son imposibles) y los meses y los años luchaban en su contra. Katherine Reding, más sensata que el escritor o tal vez empujada por una mayor dosis de conformidad o amargura, levó anclas de ese puerto cuyas aguas quietas comenzaban a pudrirse y contrajo matrimonio con otro hombre, pasando así a convertirse en Katherine Whitmore. Los dos barcos, en alta mar (poeta y amada) se alejaban el uno del otro.
Ahora, buena parte de aquella larga historia tristísima, real, encendida y gozosa, aparece en estas 151 cartas que la editorial Tusquets, bajo el cuidado de Enric Bou, ofrece a los lectores españoles, tras muchos años de permanencia muda en los archivos de la universidad de Harvard. En ellas vemos a un Pedro Salinas entusiasta, juguetón, febril, que emplea diminutivos adolescentes para dirigirse a su amada y que se desespera, también con ansiedad adolescente, por la tardanza o la brevedad de sus contestaciones. Le dice a Katherine que no ha de albergar sentimientos de culpa por este amor (“Lo que a ti te doy a nadie se lo quito”), que las dificultades ayudan a sublimarlo y poetizarlo (“Me querías con la mirada. No podías quererme con otra cosa”) y que nada conseguirá diluir en el futuro la belleza de ese don (“Ya nadie me podrá quitar esta cosa tan grande en la vida: haber encontrado un alma así, y que me haya querido, que me quiera”).
Un libro delicioso, dulce y terrible que nos desvela el epistolario íntimo y secreto de quien fue, con el permiso de Pablo Neruda, el mejor poeta amoroso en español del siglo XX. Si alguna vez ha amado usted de verdad, léaselo.

domingo, 16 de diciembre de 2012

La señorita Julie



Estamos en la cocina de la casa del conde y en ella, entre fogones, sartenes, mesas bastas y algún especiero, va a desarrollarse una acción de lo más peculiar e inesperada: Julie, la hija y heredera, asiste a un baile en el que confraterniza con la servidumbre y muestra con ellos una liberalidad tan extrema, tan impropia, tan incómoda, que produce una inquietud generalizada. En un sistema jerárquico y clasista, las concesiones no son nunca juzgadas con agradecimiento sino con suspicacia... salvo en el caso de Jean, un criado ambicioso y de espíritu soberbio que ve en esta situación equívoca la gran oportunidad de obtener los favores sexuales de la señorita Julie, icono erótico y estamental que le perturba desde la infancia. Con el auxilio de la cerveza, del baile y, sobre todo, de la oratoria (que ha desarrollado escuchando a sus superiores), el astuto Jean envolverá a la imprudente joven en una tela gelatinosa hacia la que se abalanza.
Kristin, la cocinera, que es medio novia de Jean, explica los devaneos de la señorita utilizando una clave fisiológica («Tiene el periodo y entonces se porta siempre de una manera rara», p.47); pero August Strindberg prefiere entregar a los lectores una interpretación más centrada en el ámbito psicológico. Así, comprobamos que el nivel simbólico de sus ensoñaciones delata con claridad a los protagonistas: la señorita Julie ha imaginado más de una vez que se encuentra en lo alto de una columna (como Simón el Estilita o el clérigo Fermín de Pas) y siente deseos de arrojarse, hacia el suelo o el subsuelo; Jean se figura tumbado a la sombra de un árbol y anhela trepar hasta un nido altísimo «donde está el huevo de oro» (p.54). Es imposible retratar con más exactitud los temperamentos de una y otro. Pero no pensemos que las burbujas psicológicas acaban en esa secuencia: las descubrimos también en el escalofrío que recorre la piel y el corazón de Jean cada vez que se acuerda de las botas relucientes y señoriales del conde (p.68) o en la vertiginosa escena sádica en la que el criado corta con un hacha el cuello del jilguero de Julie (p.93): hacer daño, humillar y verter sangre (virginidad) son símbolos caros al psicoanálisis. Con sus provocaciones sexuales hacia abajo, la señorita Julie habilita inonscientemente las altanerías hacia arriba de Jean. Y cuando quiere ponerles un freno ya imposible, restableciendo el mármol del status («Los criados serán siempre criados»), escucha la réplica desafiante, brutal, crecida del muchacho («Y las putas, putas»).
En ese punto de inflexión de la obra (cuando las tornas se cambian y es Jean quien se hace con las riendas) comienza el análisis sin duda más interesante del drama: un criado que vislumbra en este desliz de su señora la ocasión única del medro... y una chica a la que el bochorno invade y que se imagina abofeteada por el qué dirán social. August Strindberg (Estocolmo, 1849), hombre de importantes desequilibrios psíquicos cuya biografía, escrita por Jorge Guinart, aparecerá también en el sello Funambulista, introduce aquí el bisturí con tanta precisión como falta de misericordia, diseccionando a sus personajes hasta el más pequeño recoveco, para inquietud y zozobra de los lectores, que se quedarán mudos de asombro cuando asistan al espeluznante giro final de la pieza.
Introducida con un maravilloso texto sobre teoría teatral elaborado por el propio Strindberg (donde se analiza el papel educativo de la escena, se reflexiona sobre la temática del drama, se ofrecen explicaciones topográficas sobre la función del decorado o se discute la conveniencia de reducir el espacio físico dedicado a los espectadores), traducida por Jesús Pardo y con un epílogo brillante del ya mencionado estudioso Jorge Guinart (Strindberg y el canibalismo psíquico), esta obra nos presenta a uno de los personajes más complejos y enigmáticos del autor sueco, aunque también a uno de los más ligados a su propia alma (Francisco Uriz anotó en su edición de la pieza, en 1982, que «probablemente a nadie le habría extrañado que Strindberg hubiera dicho: La señorita Julia soy yo»). Léase pues este drama, breve pero intenso, con la certidumbre de que nos encontramos ante una de las obras teatrales más importantes del siglo XIX.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Recuerdos míos



Un poeta se nutre (muchas veces se ha dicho, y casi siempre con razón) de las cálidas brasas de su infancia, de todas aquellas experiencias y personas que conoció en su niñez, y que lo empaparon de símbolos y de figuras. Lo que ocurre es que quien se dedica a rastrear esos remotos estadios de la memoria y a mostrarnos el resultado de esa espeleología espiritual no suele ser alguien de la familia, alguien que conviviese con el poeta desde el principio, sino un erudito que, con voluntad y a veces incluso con acierto, indaga las claves desde fuera.
Del genial Federico García Lorca teníamos la suerte de contar con algunos documentos realmente importantes (estoy pensando en el libro Federico y su mundo, de su hermano Francisco) y ahora, gracias a la labor tenaz y esforzada de su hermana Isabel, podemos disfrutar desde hace una década del volumen Recuerdos míos, que recibió el XV Premio Comillas y que, en edición de Ana Gurruchaga y con prólogo de Claudio Guillén, podemos encontrar en el catálogo de la editorial Tusquets.
Nos enteramos de infinidad de detalles de la Granada natal del poeta, de su casa y sus sirvientes, de los juegos que inventaba junto a su hermana Concha, de ese cuarto que tenía con el techo pintado de color violeta (p.55), de su rechazo tajante de la popularidad (p.88), de que le gustaba jugar a decir misa (p.48) o de que “tenía ratos de gran seriedad, como si estuviera ausente” (p.30). Pero también nos sirve este volumen para conocer mejor a la hermana pequeña de Federico, profesora de literatura en los Estados Unidos, lacerada ya para siempre por la terrible muerte de su hermano. Y aprendemos detalles que van desde lo pintoresco (como que la primera maestra que tuvo fue una tía abuela de Luis García Montero) hasta lo desgarrador (afirma en la página 234 que Luis Cernuda era el ser humano más falto de cariño que había conocido en su vida).
Pero, por encima de todo, está el esfuerzo de quien, negándose al olvido, rememora (a veces con un cierto caos: “No puedo tener un orden al recordar porque soy esencia de inquietud”, p.51) la memoria viva de su hermano. Una memoria, eso sí, empapada por la tristeza: “Yo no recuerdo la voz de Federico”, dice en la página 96. Se me figura la más desgarradora de las frases del libro y, con ella retumbando, les invito a leer la obra. Se emocionarán.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Cuadernos (1957-1972)




Francamente, no sé por qué me llama tanto la atención la obra literaria de Emil Michel Cioran (1911-1995): no soy lector habitual de filosofía, el suicidio no figura entre mis asuntos literarios favoritos, apenas sé nada de la nación rumana, me resultan tan incongruentes la fe como el ateísmo y no me gustan los autores monotemáticos. Pero, cada vez que se anuncia un libro nuevo del pensador de Rasinari, me pongo como loco y no paro hasta dar con él y devorarlo. ¿Por qué? No sabría, sinceramente, dar una explicación, salvo la que se deriva de algo tan pueril como incontestable: me encantan los aforismos. Y Cioran, como Nietzsche, es una fuente maravillosa de ellos. Ese pensamiento en burbujas (que tanto provocaba la burla de Jorge Luis Borges cuando se lo aplicaba a Gómez de la Serna) a mí me resulta fascinante, aunque tengo claro que es peligrosísimo: se puede incurrir con cierta facilidad en el error de reducir a un pensador profundo a la condición de mercachifle que vende baratijas vistosas. A mí no me pasa ni con E.M. Cioran ni con Friedrich Nietzsche, pero es evidente que la tentación está ahí, flotando.
Este «filósofo aullador» (p.18), que se consideraba a sí mismo «un eremita en pleno París» (p.23) y que recordó siempre la frase escuchada a un loco en Berlín (Ich will meine Ruhe haben, Quiero que me dejen en paz), tenía muy claro que el núcleo central de su misión filosófica consistía en «sacar a la gente de su sueño eterno, aun sabiendo que cometo un crimen y que valdría mil veces más dejarlos perseverar en él, ya que, además, cuando despiertan, nada tengo que proponerles» (p.174). Toda la lucidez desgarrada de alguien que piensa así se concentra en este volumen, construido a partir de las libretas que el escritor iba rellenando con ideas, aforismos, proyectos y análisis en absoluto complacientes sobre sus propias obras. De ahí que los senderos que nos proponga sean tan variados, tan acres, tan llenos de vértigo; y que no se pueda recorrer de un tirón sin asfixia. A Cioran conviene aproximarse con cautela, con ironía y con la mente liberada —en la medida de lo posible— de prejuicios, porque sólo así se está facultado para llegar a entender la almendra de sus reflexiones. Liberados de la necesidad de darle la razón (o de negársela con ademanes furibundos), Emil Michel Cioran nos susurra sus ideas en frasquitos breves, esmerilados, densos. En algunos de ellos, nos explica que la más terrible maldición que aqueja al ser humano es la de no poder amar (que es «salir de la tristeza propia», p.21); que la única justificación histórica y psicológica que los hombres tienen para vivir en comunidad es «la de atormentarse, hacerse sufrir unos a otros» (p.64); que la charla con otros hombres se le antoja una simple forma de entretener el tiempo, pero jamás un modo de aprendizaje o intercambio de ideas («Como tengo la manía de leer, no siento la necesidad de aprender mediante la conversación; para mí es diversión y nada más. ¡Malditos sean los que quieren instruirme!», p.179); y que, lejos de experimentar satisfacción ante una persona que lo admira, se siente francamente incómodo en su presencia («El extraordinario malestar delante de un admirador. Sensación de estar vigilado, acechado, amenazado. En cambio, ¡qué libertad la de no ser observado por nadie!», p.226).
¿Que Cioran exagera o lleva sus frases hasta el esperpento, mediante el uso de la deformación? No seré yo quien lo niegue. Pero es que quizá en esas brutales hipérboles se esconda la verdad, que siempre es huidiza y efímera. Decía Francisco Umbral que la metáfora acaece cuando una cosa quiere ser otra... y comienza a serlo. ¿Por qué no podría ocurrir que Cioran, forzando el pensamiento, retorciendo las frases y los conceptos, esté extrayendo de ellos su auténtico zumo vital, su núcleo de revelación y de enjundia?
Sometiéndolo siempre a lecturas reflexivas (no comulgo con Emil Michel Cioran, como no comulgo con nadie), seguiré perseverando en su prosa, libro tras libro, cuaderno tras cuaderno. Y ojalá que sus inéditos no acabasen nunca. Siempre le concedo a las mentes que me parecen brillantes el fervor de la audiencia.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Cartas (1937-1954)




En las cuestiones literarias soy claramente romano. Es decir, que no sólo parto a priori del politeísmo sino que conforme voy conquistando otros pueblos incorporo a sus dioses máximos a mi panteón. De tal suerte que, aproximándome al medio siglo, tendría muy claros los seis nombres que colocaría en las caras de un hipotético dado lector: Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Paco Umbral, Antonio Muñoz Molina, Fernando Pessoa y William Shakespeare. Moriré feliz pensando que la vida me deparó, entre muchísimas otras que leí con gozo y con gratitud, esas seis presencias brillantes, luminosas, disímiles y magnéticas.
Cronológicamente, mi primer deslumbramiento fue Julio Cortázar, así que la excelente edición de sus cartas que acaba de lanzar el sello Alfaguara en cinco deslumbrantes volúmenes me ha regalado la alegría de volver a él en unas páginas nuevas. Los encargados de la edición son Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga. Y la obra, lejos de la condición meramente chismosa o anecdótica de este tipo de recopilaciones post mórtem, aporta muchísimos detalles sobre la personalidad, la vida, los gustos y la obra del argentino. Se trata —fácil resulta constatarlo— de misivas largas, enjundiosas, para nada circunstanciales, donde Cortázar se explaya en infinitos detalles sobre sus lecturas, sus paseos, sus tribulaciones económicas y académicas o su asistencia a conciertos y museos. De ahí que, en ocasiones, resulte abrumadora la cantidad de pintura, música o arte en general que el narrador hispanoamericano muestra haber devorado y asimilado durante sus estancias en Francia e Italia. Pero no conviene perder de vista que hablamos de centenares de referencias introducidas en su correspondencia privada, lo cual anula toda tentación de adjudicarles intenciones eruditas o falsarias. Fue un proceso gozoso y constante de empapado (viajes, pinacotecas, iglesias) que nutrió su alma.
Eso no quita para que aparezcan también (¿cómo podría ser de otra forma?) un buen cúmulo de informaciones menores, aunque siempre graciosamente formuladas, que afectan a su salud («Este traidor hígado que me ha dado la naturaleza», pág.123); sus gustos relacionados con los líquidos (adora el mate, pero la coca-cola se le antoja una «bebida infecta», pág.272); sus habilidades domésticas, reflejadas con gran carga irónica («Ya me plancho las camisas como un rey; la gente se para en la calle para felicitarme», pág.358) o sus gustos literarios (hablando de Octavio Paz en 1954 lo define como «un muchacho simplemente extraordinario, y todo un poeta», lo cual no deja de tener su gracia porque ambos, mexicano y argentino, nacieron en 1914: eran ya dos muchachos de cuarenta años).
A mi juicio, la carta más densa e interesante de este amplio primer volumen (592 páginas) es la que dirige a Juan José Arreola. En ella le elogia con minucia sus cuentos y expone algunas de sus ideas acerca del género breve. Dice, por ejemplo, que sería muy atinado crear «una escuela para educación de lectores de cuentos» y enseñarles cómo deben enfrentarse a los mismos; que muchos de los autores que conciben este tipo de historias cortas lo hacen sin prestar casi atención a las peculiaridades que deben adornarlas y a la ingeniería que debe presidir su redacción («El cuento está desprestigiado por los cuentos»); lanza su crítica contra quienes se obstinan en «creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela»; y añade, para concluir: «No me gustan las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la búsqueda del vellocino».
En la página 150, escribiéndole a su amigo Luis Gagliardi, aseguraba Julio Cortázar que él entendía el género epistolar como «un rito, una consagración tan atenta como la labor esencialmente creadora; sin la tensión, es cierto, que supone el poema; sin su desgarramiento, sus impaciencias, sus placeres indescriptibles ante el hallazgo o la esperanza del logro poético. Pero siempre una ceremonia un poco —¿cómo decirlo? —, un poco sagrada». Con esa clave han de ser entendidas estas páginas. Les puedo asegurar que no me voy a reprimir los deseos de ir dando cuenta de los demás volúmenes de la colección: he descubierto aquí mil ángulos ignorados de mi ídolo.