domingo, 14 de octubre de 2012

Los años de lluvia



Baltasar Gracián lo dijo, con su prosa nudista: «Más obran quintaesencias que fárragos». Y aunque la sentencia no se pueda —ni se debe— aplicar a los textos puramente literarios, porque la belleza a veces anida en la sencillez y a veces en el barroquismo, sí que ayuda para rebatir a quienes adjetivan de menor e incluso de tramposo el moderno caudal de los microrrelatos. Y tampoco aporta dicterios razonables —ni razonados— el crítico que se escuda en el hecho, incontestable, de que existen infinitos microrrelatos que se reducen al esqueleto del chiste, del juego de palabras o de la paradoja simplista. Concedido. Pero no es un argumento de peso contra el género, sino contra sus malos representantes. Aceptar su validez sería como despreciar a Vicente Aleixandre con la peregrina ocurrencia de que casi todos los poetas surrealistas son unos impostores o unas medianías.
Dentro de la torrentera rica, sugerente y luminosa que los microrrelatos aportan al mundo de la literatura actual (y me limitaré a ofrecer cuatro nombres que lo ejemplifican: Fernando Iwasaki, Ángel Olgoso, Miguel Ángel Zapata y Manuel Moyano), acabo de descubrir a otro narrador sumamente interesante: Jesús Esnaola. El sello editorial Paréntesis nos ofrece ahora su colección de historias Los años de lluvia, que contiene páginas memorables, no sólo por la brillantez sinóptica de sus propuestas argumentales sino también por el acierto de su ejecución. Sirvan como ejemplo algunas narraciones de este volumen, como la titulada Capitalismo, en la que el escritor donostiarra reflexiona sobre la horrenda condición subterránea y terrorífica de la vida, que se rige invisiblemente (Miguel de Unamuno lo dejó escrito) por un festín de antropofagia; o como Mariposas, donde se analizan las posibles aplicaciones prácticas del célebre ‘Efecto mariposa’ a la vida cotidiana del narrador. Tenemos aquí dos historias, extraídas de las primeras páginas del libro, donde Jesús Esnaola nos muestra el evidente vigor de su prosa y su acertada selección de palabras y enfoques para construir un orbe mínimo, pero perfecto y cerrado, al modo de una impoluta canica de metal.
Pero es que si continuamos avanzando por la obra (y la maravilla de sus primeros relatos nos lo pone fácil para que actuemos así), el encanto no hace sino aumentar y aquilatarse. Nos encontraremos en esa exploración con la delicia tierna y melancólica de un hombre que asiste al funeral de un compañero de juegos de infancia, aguardando el momento en que se producirá el milagro que sólo él conoce (Esperanza); con la inesperada reacción de un padre que, después de esperar trillizos, recibe por parte de la enfermera la noticia de que en realidad han nacido dos hijos solamente (Trillizos); con las asombrosas posibilidades que imprimen en el carácter humano los dibujos de las aceras (Geometría); o con un médico muy especial, que puede conseguir que sus pacientes adelgacen de forma estrepitosa y permanente gracias a un mecanismo tan sencillo como inquietante (La coronilla). Y nos formularemos también algunas interrogaciones, inducidas por Jesús Esnaola, que provocarán en nosotros asombro o sonrisa. Así, en Malos tiempos sabremos de qué podría querellarse un monstruo contra su inventor, y qué le echaría en cara si pudiera enfrentarse a él; y en El hatillo descubriremos qué es lo que hace un hombre no demasiado convencido cuando su mujer le anuncia que ha decidido que tengan un bebé. Añadan a esos ejemplos maravillas sintéticas como Tic-tac o delicias crueles como La mesilla y se harán una idea bastante aproximada de lo que les espera en este fantástico volumen.
Decía el argentino Jorge Luis Borges, con la contundencia epigramática que siempre reservó para sus dicterios, que quizá un solo hexámetro de Virgilio era el contrapeso necesario que la Historia de la Literatura utilizaba para sobreponerse al plúmbeo poema del Cid. No es mala sentencia, y quizá podríamos reutilizarla para sintetizar lo que Los días de lluvia aporta al panorama narrativo actual: un respiradero y una ventana, una ráfaga de luz frente a demasiados escritos ombliguistas, en los que los lectores naufragan o se asfixian. Jesús Esnaola Moraza recupera esa vieja tradición de contar. Y de contar bien, además. Con pocas palabras, pero con mucha clase. Con poca extensión, pero con mucha intensidad. Un auténtico lujo, vaya.

1 comentario:

Propílogo dijo...

Me alegro mucho de leer una reseña así, por lo que tiene de crítica frente al microrrelato fútil, y por lo que tiene de alabanza fundada del libro de Jesus.
"Mucha clase", qué cierto. Así escribe Jesus, con precisión y sin estrépitos, sabiendo defender la elección de cada una de sus palabras y el fondo que sustenta cada microrrelato.
Un saludo
Gabriel