lunes, 8 de octubre de 2012

Él



Mercedes Pinto fue una tinerfeña aguerrida, culta y cosmopolita, que se significó en su tiempo (1883-1976) como mujer de convicciones republicanas, feministas y adelantadas a su época. Tuvo la desgracia de contraer matrimonio con un hombre de espíritu perturbado, que amargó la existencia conyugal con sus destemplanzas y violencias físicas y que la impulsó al abandono del hogar común. En esta obra, titulada Él y publicada por Ediciones Escalera, nos encontramos con una singular crónica novelada de aquellos días, que conviene glosar con un cierto detenimiento, para que los lectores adviertan el tono de la obra.
Desde el mismo día en que se casaron, el marido se mostró como un celoso enfermizo, patológico, que veía incluso en un pobre huésped moribundo del hotel donde se hospedaban a un amante que la buscaba con lascivia secreta; luego, durante un viaje por mar, él trató de suicidarse, pero se las arregló para hacer creer a la marinería que había sido ella la alocada que intentaba matarse; cuando el colérico esposo supo que esperaban un hijo no reaccionó de mejor forma («¡Qué inoportunidad más grande! ¡Por todos lados gastos y más gastos!», p.20); en otras ocasiones estuvo a punto de despeñarla a ella por un precipicio (p.34), le provocó una grave hemorragia por zarandearla tras dar a luz (p.44), mata inmisericorde al pajarillo que su hijo pensaba liberar (p.47), trata de ahogar a la narradora mientras ésta duerme (p.53), destroza a patadas el árbol de Navidad que con tanto cariño ha preparado la mujer para los hijos (p.58), le disloca un brazo (p.76), etc. Frente a esas virulencias, ella visita a algunos abogados, que le indican la imposibilidad de divorciarse, porque el marido es un hombre respetado en los ambientes académicos y no muestra signos externos de locura (p.38); a sacerdotes que lo único que le piden es resignación y oraciones para que su marido mejore (p.40); a jueces que le piden a ella que haga esfuerzos para la buena marcha de la institución matrimonial (p.88); y a médicos que se niegan a firmar ningún parte de locura de su esposo, porque no son especialistas (p.89).
Al final, amargada por la incomprensión, la mujer que nos cuenta la historia termina por explotar: «¡Anatema sobre vosotros los cobardes que no levantasteis la voz para defenderme! ¡Sobre vosotros y sobre vuestros hijos recaiga mi dolor —¡todo el amargo manantial de mi dolor!— y el hambre, y la sed, y los insomnios torturantes, y todo el cruento palpitar de mis tremendas y apocalípticas horas de soledad!» (p.90)
Como se puede observar en el resumen, se trata de una historia donde los roles positivos y negativos están fuertemente marcados, y creo que esa polaridad de tintas no le hace demasiado bien a la novela. En efecto, cualquier lector se dará cuenta de inmediato de cómo chirría la obstinación hiperbólica de la narradora por presentarse como inocente, sumisa, tolerante, sufridora, abnegada, desplegando una «caridad sin límites, para quien había pateado las fibras más tiernas de toda mi existencia moral y material» (p.66), frente a la desaforada brutalidad unánime (casi caricaturesca), las reacciones desquiciadas, las pantomimas crueles y la falta de humanidad de su esposo... Lejos de mí erigir dudas sobre la realidad de lo contado; pero sí sobre su credibilidad narrativa. El maniqueísmo buena-malo que plantea la autora isleña tiñe de esperpento o de parodia sus páginas. La mujer del césar (se ha dicho incontables veces) no sólo debe ser honrada, sino además parecerlo.
Esto no implica, ojo, que la obra sea mala o que la debamos desdeñar. En modo alguno. Antes bien, creo que constituye un documento interesantísimo sobre el estado psicológico y social de una mujer (símbolo de miles como ella) que tuvo que batallar contra prejuicios machistas, injusticias flagrantes y cegueras torpes o interesadas de sus contemporáneos. En ese sentido, su valor es incuestionable. Léase, pues, sin dejarse amedrentar por los excesos (en muchas secuencias se tiene la sensación de estar presenciando el matrimonio entre la madre Teresa de Calcuta y Landrú) y se comprenderá que debemos leer este singular texto para saber de dónde venimos y qué avances se han logrado en el difícil pero imprescindible camino de la igualdad. Gloria a las precursoras.

1 comentario:

Leandro dijo...

Leyendo esta reseña me he acordado de Carmen Laforet, aunque me da la sensación de que ella habría contado mucho mejor su propia historia