domingo, 30 de septiembre de 2012

El diablo de los ojos verdes



Emilio Carrère no pertenece a lo que podríamos llamar (si nos dejáramos llevar por la pedantería) el canon de la literatura española: ni alcanzó en vida unas ventas memorables, ni su fama rebasó unos límites medianos, ni elaboró un solo libro que pueda juzgarse de perfecto o de inmortal. Tuvo unos orígenes más bien complicados (hijo de madre soltera que murió al poco de darle a luz), pero habitó la comodidad económica de ser empleado del Tribunal de Cuentas y de recibir una sustanciosa herencia de su padre, malherido por el arrepentimiento. Pertenecer a la bohemia y, al tiempo, percibir un sueldo fijo como funcionario generaba un aparente contrasentido que él sobrellevó siempre con elegancia discreta.
Del farallón de cuentos, poemas, obras de teatro, novelas cortas, artículos y demás hojas volanderas que produjo, la editorial Salto de Página acaba de lanzar el interesante volumen recopilatorio El diablo de los ojos verdes, prologado por Luis Antonio de Villena, en el que se nos muestra un manojo de sus narraciones breves, donde podemos ver que el escritor madrileño era capaz de construir historias con gracia y sazonadas con personajes de interesante perfil, como ese cardenal Valenzuela que declara sin rubor en la página 16 «No creo en el diablo»; ese capellán de convento que pierde la cabeza por las noches y que recorre las celdas de las monjas que se encuentran bajo su protección, acostándose con ellas sin que las mismas muestren asco o repulsa («Todas las ursulinas caían en convulsión apenas me veían aparecen en el marco de su celda. Ninguna me rechazó jamás. Hasta parecía que me aguardaban con dulce impaciencia», p.21); ese novelista que se obsesiona con la idea de que los personajes de sus obras se están incorporando a la realidad, y desde allí le piden cuentas por haberlos creado (aquí, el influjo unamuniano es patente); o ese personaje humilde que, tras pasar 23 años en la cárcel por la violación y el asesinato de un niño, repite hasta su muerte una frase alucinada o inquietante: «¡Fueron los frailes!» (p.145).
Igualmente son notables los momentos en que Emilio Carrère desliza en sus líneas algunas humoradas irónicas cargadas de dinamita («Hacía tiempo que la Inquisición no abrasaba vivo a ningún delincuente, y esta ociosidad perjudicaba el buen crédito y celo de tan laborioso tribunal», p.30); pequeñas pinceladas donde se nota tanto su capacidad de observación de la realidad patria como su exactitud a la hora de definirla («Uno de esos piropos españoles, que tienen la rotundidad de un relincho», p.77); o anotaciones sobre el mundillo literario donde, después de lanzar un venablo agudísimo contra los vanidosos letraheridos, afirmando que cada uno de ellos «es un montgolfier hinchado por los gases de su vanidad, atónico ante su obra propia, sin más horizontes ni curiosidades espirituales que enviar su retrato a los periódicos y asegurar que sus libros han sido traducidos al javanés. ¡Gente pueril!» (p.62), reserva también un espacio para la afirmación profunda, que roza la filosofía («Un artista tiene la obligación de creer, primero, en lo inverosímil, y después, si tiene humor para ello, en la realidad», p.68).
Emilio Carrère, fumador de pipa, con un ojo revirado, «Verlaine oficial de Madrid» (para usar la fórmula de Francisco Umbral), queda retratado en estos cuentos donde cabe casi todo y donde casi todo puede encontrarse: irreverencias anticlericales, que luego moderaría durante los años del franquismo, con el que no fue demasiado crítico; filias pectorales (Emilio Carrère encuentra siempre en los pechos femeninos una fuente de inspiración para sus lubricidades y metáforas); páginas sobre ocultismo (Lo que vio la reina de Francia); concesiones a algunos tópicos de su tiempo, que él utilizaba como material para sus artículos de prensa o sus cuentos de circunstancias (El oráculo de la cabeza sangrienta); páginas donde nos retrata a los ociosos de casino de su época, en la línea de don Guido (El amigo Chamorro); e incluso narraciones escabrosas sobre pérdidas de la reputación social y abortos clandestinos (El limpio honor de Florestán). Es posible que Emilio Carrère no merezca estar en el Olimpo, pero tampoco hundido en el fango. Esta edición nos permite situarlo en el limpio escalón intermedio en el que le corresponde estar.

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