domingo, 27 de mayo de 2012

Cárceles imaginarias



Lo he dicho alguna otra vez y no le temo a la repetición, porque el orgullo legítimo es un atributo del alma: antes de que el escritor Luis Leante obtuviese el reconocimiento internacional con Mira si yo te querré yo dejé publicado en uno de mis libros que el narrador caravaqueño terminaría publicando en Alfaguara. Dense cuenta qué poco me equivoqué; e imaginen la felicidad que me produce haber acertado con mi predicción, habida cuenta de la amistad que siento por Luis Leante y de la admiración que sus novelas me provocan.
La última demostración de esa brillantez que atesora es la novela que, inspirándose en un poema del chileno Nicanor Parra, lleva por título Cárceles imaginarias. En ella se nos habla de un atentado anarquista que se produjo en la calle Canvis Nous de Barcelona en 1896, del que jamás se llegó a conocer al autor. Por una serie de azares, que no conviene desvelar para no disminuir el placer que los lectores sentirán descubriéndolos por sí mismos, uno de los protagonistas de la narración, el historiador Matías Farré, recibe unos documentos que le llevan a deducir que el autor de aquel atentado sangriento y misterioso fue Ezequiel Deulofeu, hijo de un acomodado editor de biblias de la Ciudad Condal. A partir de ese instante comienza una prolija investigación sobre el mismo, que Luis Leante completa con secuencias donde nos sitúa en los años finales del siglo XIX (una analepsis ambiciosa y maravillosamente urdida), para que constatemos qué fue lo que ocurrió en realidad con Ezequiel, y si fue o no el responsable de la matanza anarquista que se le atribuye. La ambientación del mundo catalán decimonónico (costumbres sociales, modos de hablar, ideologías, indumentarias, etc) es sin duda magnífica; y contribuye poderosamente a dotar el texto de una atmósfera de verdad que lo vuelve casi fotográfico.
Amor, fatalidad, odio, ternura y política se mezclan en esta narración como los licores en una coctelera. Pero Luis Leante no se permite la equivocación o el nerviosismo de proceder a la agitación de dicha coctelera, porque semejante brusquedad (él lo sabe, como excelente novelista) hubiera adulterado la placidez de la lectura. Leante deja que los ingredientes se acaricien entre sí, se hermanen, se repelan. Deja que el tiempo los macere y confunda. Y permite que sea el lector quien, acompañando embelesado a Matías en su viaje de investigación, reconstruya las texturas y los colores originales de la historia (y de la Historia). El escritor caravaqueño, destrísimo en el oficio de escribir, sabe que algunas de las revelaciones que nos desea suministrar para que entendamos al completo esta historia no pueden estar al alcance de Matías Farré, porque el tiempo es un colador paradójico: sólo deja pasar los elementos grandes. De ahí que, para no quebrantar nunca los cauces de la verosimilitud, nos sitúe en el presente o en el pasado según las necesidades narrativas y psicológicas que cada situación comporte. Ezequiel Deulofeu fue —¿y quién no lo es, verdaderamente?— un enigma, y no está en las manos de Matías desentrañar los matices últimos de su vivir: lo intuirá o descubrirá en las páginas finales.
Con una habilidad asombrosa para construir las dos historias en paralelo, sin que los lectores pierdan interés por ninguna o lleguen a confundir sus líneas de trazado, Luis Leante imprime a éstas una suavísima inclinación, tenue como un perfume, que las va aproximando inexorablemente. Hasta el punto de que cuando los lectores vengan a darse cuenta, descubrirán con ojos maravillados hasta dónde les conduce la sabia mano novelesca del escritor. «No está el mañana —ni el ayer— escrito», sentenció el poeta andaluz Antonio Machado. Y es una certera verdad. Se equivocará quien piense que el pasado es un fósil o una figura inamovible, donde los caracteres y los colores ya no admiten variación y están clarísimos. Luis Leante nos presenta a unos seres, del presente y del pasado, zaheridos por la fatalidad, a los que la Historia (esta vez con mayúscula) sacude y maneja como marionetas. Tal vez la tarea del novelista, y en consecuencia también la del lector, sea en estos casos impartir un poco de justicia en medio de la niebla, el dolor y la zozobra.

1 comentario:

supersalvajuan dijo...

Pues nada, si no está escrito el mañana, mejor que mejor.