domingo, 26 de febrero de 2012

Correspondencia




Cuentan de Jorge Luis Borges una anécdota no sé si inventada, deformada, malévola o fidedigna que me gustaría recordar hoy. Al parecer, paseaba nuestro escritor tranquilamente, ya con fama mundial, por la ciudad de Buenos Aires. Un joven se le acercó y, con ojos admirativos y voz balbuciente, le anunció: «Maestro, yo escribo». A lo que Borges, esbozando una sonrisa, respondió: «Qué casualidad, yo también». Y me sirve esta anécdota, auténtica o apócrifa (de Borges se han contado tantos chascarrillos como de Camilo José Cela o de Quevedo), para reflexionar sobre la relación maestro-discípulo en el mundo de la literatura. ¿Cuántos escritores, a lo largo de la Historia, se habrán animado a dirigirse por escrito o de forma oral a otros, a quienes consideraban sus maestros, para rendirles tributo de fidelidad, solicitar que les lean o pedirles consejo de algún tipo?
La editorial Funambulista nos presenta hoy, traducida por Rubén Pujante Corbalán, la Correspondencia que mantuvieron dos de los escritores rusos más conocidos en Occidente: Anton Chejov y Maxim Gorki. En el momento en que se inicia el intercambio de cartas, notas y telegramas entre ellos (con un fervoroso envío de palabras que Gorki le hace llegar al maestro Chejov en octubre de 1898, declarándole su admiración infinita), el desequilibrio entre ambos es notable: Anton Chejov ya tenía escritas media docena de obras teatrales, un par de novelas y bastantes cuentos; Maxim Gorki, por el contrario, apenas estaba comenzando a dar sus primeras hojas notables en el mundo de la literatura. Ese desequilibrio (usaré ese nombre, a falta de otro mejor) se observa en la forma en que Gorki se dirige a Chejov: siempre reverencioso, siempre admirativo, siempre acrítico («Le estrecho la mano con fuerza, su mano de genio», p.25). En cambio, el tono que emplea Anton Chejov para dirigirse a Maxim Gorki, siendo respetuoso y lleno de afecto, no condesciende a la tolerancia: le indica las exageraciones en las que incurre en sus cuentos («En sus cuentos notamos los excesos», p.27), le afea su falta de cohesión textual («Uno tiene la impresión de que no es la obra de un autor, sino de siete: señal de que es usted todavía joven y de que su talento no está aún suficientemente decantado», p.97); e incluso, cuando Gorki le suplica que le permita dedicarle una obra que está a punto de publicar, Chejov se permite incluso decirle cómo tiene que hacerlo («Redacte en la medida de lo posible la dedicatoria sin literatura inútil: quiero decir que escriba solamente: A... y eso es todo», p.81).
Sin entrar en la calidad literaria de ambos autores, que es magnífica, lo que más me ha llamado la atención de este epistolario (también desequilibrado: Gorki escribe 54 mensajes, mientras que Chejov se limita a 35) es el aspecto que podríamos llamar psicológico: vemos a un Chejov más frío, menos proclive a los elogios, más parco en sus efusiones; y a un Gorki que se derrama en loas sobre su maestro; que le traslada su preocupación por el modo en que el editor de Chejov está explotando a éste, por no pagarle lo que realmente merece con sus páginas, que se venden muchísimo en toda Rusia (puede verse al respecto la página 176); así como en humildades igualmente sinceras, que chocan por su sencillez y por su marmórea contundencia («Soy más necio que una locomotora. [...] Pero no hay raíles debajo de mí, mi sensibilidad es fresca y fuerte, pero pensar... no sé pensar. La catástrofe me aguarda», p.32). Y también nos sirve este conjunto de misivas para ver el modo en que ambos veían a otros escritores de su entorno, como Briusov, Bunin o Lev Tolstoi.
Unamos a ese conjunto de primores que presenta el volumen un postfacio excelente de Rubén Pujante, un papel de altísima calidad, una encuadernación sólida (con cinta marcadora incluida, ese hermoso detalle que tanto se olvida en los libros actuales) y unas notas de precisión inigualable, que nos aclaran las identidades de los personajes mencionados, y tendremos un libro que merece la pena conseguir y conservar. No es la primera vez que digo en esta página que el sello Funambulista trabaja como pocos en cuanto a primor. Este libro lo corrobora.

domingo, 19 de febrero de 2012

El frente ruso




Recuerdo que, hará cosa de quince o veinte años, leí un singular libro firmado por Pablo Huneeus y cuyo título era Homo burocraticus (la Real Academia Española exigiría hoy una tilde en la segunda palabra). Allí, con humor, desparpajo y prosa fácil, se nos caracterizaba a aquellas personas que, instaladas en el seno de la Administración Pública, chapotean en labores más o menos nebulosas, más o menos rutinarias, más o menos inútiles. Ahora, el francés Jean-Claude Lalumière (Burdeos, 1970) nos da su versión de ese espíritu burocrático, circunscribiéndolo a la diplomacia gala. La obra, que apareció en 2010, ha sido traducida por Paula Cifuentes para el sello barcelonés Libros del Asteroide y es, sin duda, un libro espléndido.
Su protagonista es un joven que consigue aprobar unas oposiciones como funcionario y que, después de cinco años de desempeño laboral, está destinado en el Ministerio de Asuntos Exteriores francés. Desde pequeño era un fervoroso lector de la revista Geo y eso le hizo enamorarse de países y paisajes que ahora, en su edad adulta, está deseando conocer. Para ello (pensó), nada más atinado que entrar en la carrera diplomática. Es una profesión que te permite ver mundo, conocer sus peculiaridades, desempeñar tu labor entre gentes diversas, conocer idiomas, tener trato con culturas distintas... Pero la realidad ha venido a golpearlo con la maza de lo anodino: su trabajo es de una grisura y de una inanidad lamentables. Para más inri, ni siquiera lo destinan a un lugar exótico, sino a las misteriosas oficinas a las que se conoce como “El frente ruso”, donde se estudian y pulen las relaciones con los países de la Europa del Este y Siberia. Descubrirá allí de inmediato que los sueños se oxidan rápidamente cuando resultan expuestos al aire de la realidad: sus viajes serán rancios, acelerados o infructuosos; sus gestiones, más folclóricas que importantes; y sus relaciones con los compañeros, tan falsas como precarias. Muy pronto aprenderá los absurdos de su oficio («El valor de un funcionario se mide por la cantidad de expedientes que tiene a su cargo, incluso si alguno no sirve más que para sostener a los otros en la estantería», p.75) y la enorme cantidad de gente rara a la que puede conocerse por ahí (como esa pareja que sólo viaja a destinos turísticos que han sido azotados por una catástrofe reciente, porque así obtienen unos precios baratísimos: «Visitamos Nueva York en 2001, Bali en 2002 y Madrid tras los atentados de Atocha. Sin olvidar Tailandia en 2006, justo después del tsunami», p.105).
Pero lo interesante de la narración no radica únicamente en este retrato sarcástico o desmitificador de la diplomacia, sino también en el humor que a veces impregna las páginas de la novela. Basta recordar, por ejemplo, aquella secuencia retrospectiva de las páginas 50-51 donde, tras haber escuchado en labios de su padre la palabra Homosexual, el protagonista, con apenas ocho años, se enredó a buscar en el diccionario y llegó a la hilarante conclusión de que era «alguien al que le gustaban los animales y plantas y que no dudaba en regalarlos a aquellos que tenían el mismo sexo que él»; o el delirante episodio de la paloma (que se desarrolla entre las páginas 63 y 74 a base de correos electrónicos y que supone una inmejorable sátira de los métodos administrativos); o cuando el narrador explica que, durante su niñez, las pastillas contra el mareo no le servían para nada durante los viajes que la familia llevaba a cabo («Para mí tenían el mismo efecto que una fricción de Vicks Vaporub sobre una mesa de madera», p.170). Y, sobre todo, recomiendo fervientemente a los lectores que se detengan con especial lentitud y con especial atención en el excelente final lánguido de la obra, semejante en belleza y eficacia narrativa a los de La tempestad (Juan Manuel de Prada) o El dueño del secreto (Antonio Muñoz Molina). Por múltiples razones (las enumeradas, pero también las que han tenido que quedar fuera, por simple cuestión de espacio), El frente ruso, de Jean-Claude Lalumière, es una novela altamente recomendable, que el público español haría muy bien en no dejar de lado: se sonríe, se aprende y se disfruta muchísimo con ella.

domingo, 12 de febrero de 2012

El cartógrafo de Lisboa




Deliciosa. No hay otro adjetivo que, a mi parecer, defina con más exactitud la novela El cartógrafo de Lisboa, de Erik Orsenna, que la editorial Tusquets acaba de situar en las librerías. Es, a no dudarlo, una novela histórica, una espléndida novela histórica; pero también es mucho más: un fascinante retrato de época, una profunda aproximación al alma humana y una revisión —documentada, serena y firme— sobre los primeros años de la conquista de América, donde la sangre y el oro brillaron con igual intensidad sobre las enormes tierras del Nuevo Mundo.
El protagonista es un hombre ya anciano, zaherido por la enfermedad y el tedio. Durante su juventud, trabajó como cartógrafo en la capital portuguesa (lo contrataron en 1469, por su extraordinaria capacidad para escribir con letras de tamaño minúsculo) y ahora, viviendo en la isla de La Española en 1511, justifica sus últimas horas rememorando lo que ha sido su vida ante dos hombres singulares: uno se llama Jerónimo y es un simple copista, que tiene como tarea la de registrar por escrito todos los detalles de sus confesiones; el otro es fray Bartolomé de las Casas, que pide a su homónimo interlocutor que se extienda cuanto desee: no hay menudencia que le resulte desdeñable para la documentación de su informe, en el que pretende que quede reflejada toda la verdad del proceso de conquista. No es preciso andarse con más tapujos ni más misterios: el narrador de la historia (y protagonista por tanto de esta singular experiencia memorialística) es Bartolomé Colón, hermano menor del Almirante. Él nos irá contando, con una prosa elegante y llena de belleza, cómo recibió sus primeras enseñanzas de un religioso analfabeto, que trató de educarlo en la santa ignorancia, pues a Dios no le gustan aquellos que indagan en los misterios de la naturaleza («¿Por qué los curas tenían tanto miedo a la verdad?», p.49) y cómo, en 1476, la calma de su vida quedó perturbada: justo en el instante en que su hermano Cristóbal comenzó a desarrollar su proyecto de viajar a las Indias por mar.
El padre Las Casas, que desea recabar detalles sobre todo de Cristóbal, tiene que escuchar con paciencia cómo su hermano Bartolomé le refiere todo tipo de anécdotas sobre su vida lisboeta: la llegada de un misterioso animal llamado rinoceronte, que provocó estupefacción entre los habitantes de la ciudad cuando fue desembarcado (pp.54-60); la manera singular a imaginativa en que imponían nombre a las plantas y animales que iban llegando de las expediciones africanas (pp.66-67); ese jardín al que las mujeres de los marineros que llevaban meses fuera del hogar acudían para copular con hombres ciegos (sin palabras, sin nombres, sin que peligrase su reputación); la anonadante costumbre de las grandes damas, que se desnudaban sin pudor ante sus esclavos negros, por no considerarlos personas, ni considerar que pudieran sentir impulsos como los varones blancos; la obsesión que los hermanos Colón llegaron a tener con el libro Imago Mundi, del teólogo francés Pierre D’Ailly, que luego serviría grandemente a Cristóbal para trazar su plan de viaje; o las referencias a una mujer llamada Isabel, a la que pretendió de un modo estéril por estar ya casada, y a quien identifica como su «único amor» (p.111). Pero tampoco ahorrará detalles Bartolomé Colón acerca del grave error que cometió la corona lusa al desdeñar la financiación del viaje («Portugal rechazó el regalo de mi hermano», p.269); de la vergüenza que sintió en el año 1500, cuando lo llevaron preso a España como a un vulgar malhechor; o de la fortísima y desagradable impresión que le produjeron los sangrientos perros que Vasco Núñez de Balboa puso al servicio de los soldados españoles para destrozar y devorar a los despavoridos indígenas («¿Por qué descubrir, si matamos a los que descubrimos?», p.325)... Utilizando una documentación que se adivina elevada pero que jamás nos entorpece la lectura con erudiciones o fárragos, Erik Orsenna consigue en esta obra un texto novelístico de primer orden, donde conviven el humor, la ironía, la dureza, la melancolía, la reflexión y las ambientaciones históricas, para entregarnos unas páginas que difícilmente dejarán insatisfecho a lector alguno. Una de las mejores narraciones que he leído en los últimos meses.

miércoles, 8 de febrero de 2012

El plan maestro




Casi todo el mundo conoce las monstruosas atrocidades que los nazis infligieron durante aquel inicuo régimen llamado Tercer Reich: la masacre de millones de personas en los campos de concentración, el desdén homicida con el que vulneraron fronteras e invadieron países, el racismo criminal que desplegaron sin encontrar apenas resistencia... Pero ya no son tantos los que saben que para sustentar "científicamente" aquel reino de horror llegó a constituirse un instituto de investigaciones raciales: la Ahnenerbe, fundada por Heinrich Himmler en 1935.
Ahora, la investigadora Heather Pringle, en un certero y documentadísimo trabajo que lleva por título El plan maestro (Arqueología fantástica al servicio del régimen nazi) y que publica contundentemente Random House Mondadori con su sello Debate, analiza todas las insensateces, demencias, fraudes y crímenes que se cometieron por parte de los responsables de aquella institución, que comenzó de un modo más o menos idílico (buscaban restos arqueológicos que demostraran que los primitivos arios habían sido los fundadores de casi todas las culturas notables del mundo: desde la casta sacerdotal de los brahmanes o los jefes mongoles hasta los samurais de Japón, y para ello organizaron expediciones a Libia, Irán, el Tíbet, las islas Canarias, Islandia, Sudamérica y otros lugares); que derivó hacia el puro latrocinio (ellos fueron los asesores que determinaban, sin vacilación, qué piezas artísticas o arqueológicas debían ser expoliadas en los museos de todos los países que habían sido invadidos); y que acabó del modo más espantoso y más indigno: colaborando con sus conocimientos médicos en la tortura y el exterminio de los judíos, a quienes se les cercenaba la cabeza para formar colecciones de cráneos que se pudieran estudiar y exhibir en las universidades del Reich.
La investigadora Heather Pringle, sabiendo que son muchos quienes aún se niegan a aceptar la evidencia del horror nazi, no habla nunca basándose en suposiciones. Al contrario, respalda cada afirmación con un documento; cada acusación, con un informe firmado por Himmler, Ernst Schäffer, Bruno Beger o cualquier otro implicado; cada monstruosidad, con un dato histórico o fotográfico irrebatible. El libro es, pues, horrendamente exacto, horrendamente cierto. Y nos instala de lleno en la incomprensible frialdad con la que aquellos engendros torturaron, mutilaron, humillaron, robaron, violaron y asesinaron a todos los que consideraban inferiores.
Las fronteras morales pueden quedar vulneradas por muchas personas, eso es evidente. Pero la gran incógnita (con la que Heather Pringle cierra este valioso trabajo) radica en preguntarse por qué unas personas cultas, inteligentes y dotadas de sentido común, fueron capaces de abocarse de una forma tan criminal y tan descerebrada por el terraplén del horror. Seguimos sin conocer la respuesta para esa interrogación.

domingo, 5 de febrero de 2012

Recuerdos de Lisboa




Imaginemos a dos hombres barbudos que llegan a Lisboa en el año 1984, acompañados por sus mujeres. Viajan en un humilde Seat Panda y en sus maletas, que pronto serán robadas por unos desconocidos y de las que sustraerán las píldoras anticonceptivas, se acumula un vestuario más deudor de la órbita hippie que de la estética Yves Saint Laurent. Uno de esos viajeros se llamaba Paco; y veintitrés años más tarde, aprovechando una ausencia estudiantil de su hija Elena, su esposa y él deciden repetir la experiencia lusa. A pesar de las tentaciones modernas, el vehículo que eligen para volver a la patria chica de Fernando Pessoa y António Lobo Antunes no es el avión, al que consideran transporte poco adecuado para el disfrute del viaje («En la mayoría de ocasiones el recorrido se realiza tan rápido que el cuerpo llega antes que el alma al punto de destino»), sino otra vez en coche.
La primera información que se nos suministra sobre «este nuevo y definitivo viaje» que habría de durar cinco días (aunque quizá no tan definitivo, porque en la página final se nos advierte de que el autor piensa en regresar a la ciudad en un futuro cercano), nos habla de intensos contrastes. Hospedados en el moderno hotel Nacional, pronto descubrieron el autor y su esposa la profusión de los mendigos lisboetas (muchos de ellos aquejados por dolencias en los pies y las piernas, que el autor de la crónica atribuye irónicamente a la discreta condición del empedrado de la ciudad), que se situaba al lado de las bellezas arquitectónicas y de unos mariscos que impresionaron fuertemente a los viajeros. Y casi de inmediato brota la primera perplejidad, que me sacudió también a mí cuando visité Oporto, y que traslado literalmente con las palabras de Paco López Mengual: «Nos sentamos en un banco frente al Palacio Color de Rosa, donde reside el presidente de la República de Portugal. Después de varios intentos, ni mi mujer ni yo acertamos a decir su nombre [...]. Fuimos conscientes de lo distantes que vivimos los dos países que ocupamos la Península Ibérica». Cierto es.
Más tarde aparecerán algunos detalles de humor, que salpican el texto con el sello inconfundible de Paco López Mengual. Así, nos aconsejará lo que debemos hacer los murcianos para explicar más allá de nuestras fronteras de qué lugar procedemos y que los extranjeros se sitúen («Si nos encontramos en Berlín y un camarero alemán nos pregunta por nuestra región, lo más útil es mentar primero Benidorm; después, Marbella; y entonces, situarla en medio. O directamente, para no dar muchas explicaciones, ubicarla junto a Andalucía»); o nos contará el modo más bien indiscreto en que Jose y él se asomaron a la urna que contiene los restos de san Vicente, para comprobar si le faltaba de verdad algún dedo (dedo que, en teoría, se conserva respetuosamente en la iglesia de La Asunción de Molina de Segura); o nos ilustrará sobre la misteriosa doble tumba de Camoens, principal poeta portugués. No es raro, teniendo en cuenta la brillantez de su escritura, que Paco López Mengual haya tenido noticia de que su obra El mapa de un crimen está a disposición de los lectores lusos en la librería Bertrand (editada por Estrofes e Versos), justo tres años después de que ellos la visitaran en aquel julio de 2007. Y un consejo para escritores que busquen argumento con el que escribir una historia: yo les animaría a que visitaran las páginas 28 y 29 de este libro, donde se enterarán de la singular historia de Otelo de Carvalho, que pasó de ser líder de la revolución de los claveles a convertirse en ladrón.Escribió una vez Paco Umbral que de los genios se aprovechan hasta las migajas, pero le faltó añadir dos precisiones: que hay genios cuyas migajas son más bien infumables (Miguel de Unamuno, por ejemplo) y que hay genios que miman todos sus escritos, sin dejar ocasión a que se los tilde de migajas. Paco López Mengual, con la ayuda de La sierpe y el laúd (el maravilloso grupo poético ciezano que ha hecho posible este volumen), nos entrega aquí una obra exquisita que sólo los miopes juzgarán de menor.

jueves, 2 de febrero de 2012

Sueños, espejismos y otros laberintos




Comenzar a publicar siendo joven o comenzar a publicar siendo maduro no son matices que importen desde el punto de vista literario. Violeta Hernando vivió una efímera notoriedad con catorce años, al publicar una novela, y Gonzalo Hidalgo Bayal ha tenido que esperar a superar el medio siglo para que se le preste atención en el mismo género. Se trata de dos evidentes caprichos injustos de la industria editorial: el primero, por exceso; el segundo, por defecto. En cambio, si hablamos del mundo de la autoedición (o al menos de la edición financiada por el autor) sí que existe un detalle que no debemos perder de vista: el escritor elige cuándo es el momento adecuado para darse a conocer; y ese matiz conviene tenerlo en cuenta. Jesús Morata, después de haber obtenido galardones por sus relatos en varios certámenes (Mula, Murcia, Pliego, Córdoba...) y después de haber analizado con sosiego las páginas que se encontraban en sus manos, ha decidido imprimirlas en el sello andaluz Círculo Rojo y entregarse al juicio amplio de los lectores. No se trata de una decisión precipitada ni ociosa, sino de la voluntad humilde de mostrar el trabajo a los demás y esperar sus opiniones. En total, veinte piezas que muestran el hacer prosístico de un escritor reposado y plural, que se desliza con la misma solvencia por los territorios del humor, la nostalgia, la frustración, la revisión de mitos clásicos (Fausto), los complejos laberintos de la mente humana e incluso por el terror, para conformar un caleidoscopio de historias realmente notable. Así, en Corazón, donde habita el olvido nos encontramos con un relato de senectud que estremece, por su sensibilidad y matices; en Todos los días, domingo nos es dado leer las líneas epistolares que una anciana llamada Rosa, herida por la melancolía, le dirige a su hermano, con quien lleva tiempo sin hablarse por una pelea familiar; en El visionario perplejo se nos ofrece una fábula inquietante sobre la condición humana, de alta penetración psicológica; Láudano nos acerca hasta una borrachera terrible de Edgar Allan Poe, que nos muestra su desgarro vital; y Adiós Guiomar se centra en la tristeza hondísima que zarandeó las horas finales de Antonio Machado, partiendo hacia el destierro francés sin la compañía del último amor de su vida. En suma, veinte propuestas para que apreciemos la valía de un narrador serio, de buen pulso, temperado y eficaz, que ha esperado hasta que la fruta estuviera madura, antes de entregarla a los lectores. Es un gesto que le honra.