domingo, 30 de diciembre de 2012

Los Chico de Guzmán




No soy un gran frecuentador de los libros de investigación histórica, pero quizá por eso mismo cuando encuentro uno realmente notable me gusta dar cuenta de sus bondades. Es lo que ocurre en esta ocasión, con el volumen Cuatro generaciones de una familia española. Los Chico de Guzmán. 1736-1932, que el investigador Juan González Castaño publica gracias al esfuerzo conjunto de Tres Fronteras, la Real Academia Alfonso X el Sabio, la Fundación Cajamurcia, la Fundación Alfonso Ortega y los ayuntamientos de Mula y Cehegín. Es un tomo contundente (próximo a las quinientas páginas) y que, en principio, podría provocar reticencias en ciertos lectores, por dedicarse al estudio de una familia provinciana durante dos siglos. Pero les puedo asegurar que la prevención es infundada. Es verdad que el libro, por motivos profesionales más que evidentes, está impregnado con una abundante bibliografía donde no sólo se mencionan libros, sino también manuscritos, legajos, cartas particulares de varios archivos, balances de cuentas, etc. Pero, al contrario de lo que ocurre con otro tipo de obras de este género, está escrito con impecable finura y aporta elementos de la más exquisita amenidad, incluso cuando se detiene en los detalles más aparentemente nimios. Aportemos un ejemplo: cuando glosa un viaje de Pedro Chico de Guzmán a la ciudad del Tajo, a finales del siglo XVIII, lo hace con estas palabras: “La Semana Santa de 1798, que cayó entre el 1 y el 8 de abril, la pasó en Toledo, extasiándose con sus desfiles procesionales y recorriendo la ciudad. El viaje le costó 546 reales” (p.125). Ese miembro de la familia (al que se le dedican muchísimas páginas de la obra) no llegó a cumplir los cuarenta años, pero durante su existencia se significó por muchos motivos singulares. Así, Juan González Castaño nos explica que fue, a su entender, un buen poeta, y que sus composiciones se le antojan “merecedoras de ver la luz en un volumen” (p.165). En ellas llega a hablar de alguna hija a la que luego no reconoció (pp.171-172) y de alguna amante sobre cuya identidad el minucioso autor de la investigación se permite aventurar algunos datos (p.185). Igualmente, don Pedro Chico de Guzmán se comprometió en varias empresas culturales relacionadas con el mundo de la investigación y de la edición. Entusiasmado con los pormenores intelectuales que descubre en él, Juan González Castaño no duda en afirmar: “¡Qué gran político se perdieron las Cortes gaditanas, ante su negativa a formar parte de ellas!” (p.280). Particularmente delicioso para los amantes de las letras es el exhaustivo escrutinio que el historiador realiza de la biblioteca de don Pedro, que ocupa el capítulo 14 y se extiende entre las páginas 333 y 350, donde salen a colación desde Esopo hasta Cadalso, pasando por Lope de Vega, Shakespeare, Góngora, Píndaro u Homero. En otros momentos de la obra, refiriéndose a otros de los componentes de la familia, don Ginés, el autor de la obra sospecha que el motivo oficial de su muerte (la fiebre amarilla, que se lo llevó a la tumba en 1811) pudo no ser el auténtico. Tras leer con atención las cartas y documentos del personaje, advierte en la enumeración de sus dolencias los “síntomas probables de un cáncer de colon o de próstata” (p.49). Detalles como éste evidencian que el autor no es un mero acumulador de datos, sino un investigador en el sentido más amplio y rico de la palabra. Léase, pues, esta obra como lo que es: no sólo un valioso documento de investigación sino, además, un relato ameno y bien organizado que, por momentos, se adorna con aires de novela. Muy notable.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Todo un hombre



En la novela que publicó justo antes que ésta (la famosísima La hoguera de las vanidades, de 1987, donde nos relató la angustiosa historia del agente de bolsa Sherman McCoy), el virginiano Tom Wolfe aclaraba en una de sus páginas que “Charlie es el mote con el que los negros insultan a los peores racistas blancos”. Y no deja de ser curioso que nuestro autor haya elegido bautizar al protagonista de su siguiente producción con el mismo nombre: Charlie E. Croker, un millonario de zafia actitud, que pronuncia con desgarro sureño (se come la mitad de cada palabra) y que esconde, bajo su paternalismo prepotente y fanfarrón, a un self made man sexagenario con evidentes toques de racismo, sexismo y clasismo. Está, además, casado con una veinteañera turbadoramente hermosa y obscenamente perturbada por el lujo que los incontables millones de su marido le proporcionan. Y tiene unos amigos (como Inman Armholster) que comparten con él sus dilapidadoras aficiones de rico y su espantoso esnobismo social. Todo ello, encuadrado en la populosa ciudad de Atlanta, gobernada por un alcalde negro (Wesley Dobbs Jordan), con más de dos tercios de la población de la misma raza, y con una clase empresarial compuesta en su totalidad por hombres blancos, entre los cuales Charlie Croker e Inman Armholster brillan con especial luz, gracias a sus espectaculares imperios económicos. ¿Estamos ya situados ambientalmente, con este conjunto inicial de datos que les acabo de suministrar en pocas líneas? Bien, pues ahora la novela nos propone su vértigo mediante una detonación: el joven y prometedor deportista negro Fareek El cañón Fanon es acusado por la hija de Inman Armholster de haberla violado. La aparente tranquilidad racial en la que vive inmersa la ciudad de Atlanta desde hace décadas amenaza con resquebrajarse, porque un asunto de tan gravísima envergadura no puede ser abordado con tacto ni con sigilo, sobre todo teniendo en cuenta los modales barriobajeros y achulados de Fareek (que se cree el ombligo del mundo) y el carácter resolutivo de Inman Armholster (que parece dispuesto a cualquier cosa, con tal de hundir al profanador de su única hija).
Tom Wolfe, tan maquiavélico y tan habilidoso como siempre, utiliza estos elementos (y muchísimos más, que el limitado espacio de esta reseña me hace omitir) para elaborar un espacio novelesco de primera magnitud, donde los diálogos alcanzan cotas magistrales (yo creo que superiores a las logradas en La hoguera de las vanidades, que ya eran altas de por sí), donde cohabitan unos registros idiomáticos muy diferentes (el trabajo del traductor, Juan Gabriel López Guix, hay que tildarlo en este terreno de absolutamente encomiable) y donde no existen personajes secundarios, porque a todos dedica Wolfe su atención descriptiva y su parcela de profundización: el mediocre Raymond Peepgass, que busca un pelotazo que dé tranquilidad y dinero a su vejez; Conrad Hensley, un trabajador afectado por la reducción de plantilla en una empresa de Croker; Roger White II, abogado encargado de defender a Fareek; Harry Zale, un yuppie bancario que disfruta con su trabajo hasta límites inauditos; etc.
En un libro tan voluminoso como éste (más de setecientas cincuenta páginas de apretada tipografía), gratifica constatar el primoroso cuidado que ha puesto la editorial en su confección, del que sólo se escapa un defecto: en la página 573 aparece un “hayamos” que debería ser “hallamos”. Lo demás, para quitarse el sombrero.

martes, 25 de diciembre de 2012

Blanco sobre negro



Leo en la página 11 de este libro: “No quiero describir el hedor de la decadencia humana nilo abyecto de su animalidad. Es decir: no es mi intención multiplicar el ya infinito rosario de cargas encadenadas de maldad. No quiero”. Quien con tan gráficas palabras se expresa es Rubén Gallego, un joven paralítico cerebral (nieto de Ignacio Gallego, dirigente del Partido Comunista de España en el exilio), que conoció la inmundicia de los orfanatos soviéticos y que padeció en manos de sus niñeras mil y una tribulaciones y penalidades, que lo llevaron a desear morir. De ese horror que duró años nos refiere anécdotas escalofriantes (como la que sirve de apertura al libro, donde nos cuenta que en cierta ocasión tuvo que salir arrastrándose de su dormitorio para ir al aseo, y que nadie lo atendió, a pesar de que estaba desnudo y que afuera nevaba), pero también ejemplos de solidaridad y hermandad profunda en las adversidades (como los que conoció con su amigo Sasha).
Flotan en este libro (y saltan hacia los ojos del lector) pequeñas historias colosales, de supervivencia, dolor y desencanto (el viejo espía ya inservible que se corta el gaznate; la rata que se pasea, oronda y repulsiva, por un gélido asilo de ancianos); tristes anécdotas pobladas de amargura, barreras visibles e invisibles, y melancólicas renuncias que laceran el alma. Pero que nadie se llame a engaño, suponiendo que leerá un volumen sensiblero, cuyo mérito esencial es el fomento de las lágrimas, por acumulación de sevicias. Nada hay de esto en las páginas que conforman el volumen. O no lo hay, al menos, en primera instancia. El autor sabe manejar con notable soltura los tiempos narrativos y juega hábilmente con el argumento y con la sintaxis de sus historias, conformando un espléndido libro que trasciende con amplitud su anécdota biográfica (aunque parezca difícil o milagroso) e instalándolo rn el terreno de las obras literarias dignas. Sirvan como ejemplo capítulos tan magistralmente contados como “El héroe”, o episodios de tanta intensidad emocional como el de la croqueta (páginas 70-74), en el que Rubén nos cuenta cómo durante una época se negó a comer, porque su peso (apenas 17 kilos, ya con 11 años) resultaba muy oneroso para las niñeras. Una obra para descubrir cómo algunas personas sobreviven al infortunio con dosis increíbles de coraje.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Lazos de sangre




Encontrar un buen cuento es una alegría para la inteligencia. Encontrar un buen libro de cuentos es, más bien, un milagro. Y Lola López Mondéjar ha logrado, en Lazos de sangre, ese milagro. Uno abre su tapa y le salta a los ojos el primer bombón, lleno de licores venecianos (“Las invitadas”), y la boca se le convierte en un palacio de Versalles, inundada de magia y de belleza. Y cuando uno extrae el último bombón (“Sospecha”) comprueba con felicidad, con asombro, con gratitud, que la escritora ha actuado como ese anfitrión bíblico que no dejaba para el final el vino mediocre, sino que homenajeaba a sus invitados ofreciéndoles de principio a fin las mismas excelencias etílicas.
Esta circunstancia, por otro lado, no nos debería sorprender, porque la escritora murciana lleva años construyendo una biografía literaria de lo más sólida, donde a los primores estilísticos se les une un ingrediente que yo valoro muchísimo en sus obras: el afán de introducirse en la mente humana, para explorarla e intentar entenderla. Ella sabe, como profesional de la psicología, que somos pozos, laberintos, enredaderas y ciénagas, pero también que experimentamos secuencias de luz, alborotos de risa e instantes de reconciliación. El chileno Pablo Neruda lo dijo sintéticamente en un verso memorable: «Todo fue para mí noche o relámpago»; es decir, mares de oscuridad y algunas estrellas en lo alto. Lola López Mondéjar, buceadora, minera, cirujana de lo abstracto (tan concreto a veces), topógrafa del alma, mira a sus personajes por dentro y nos relata lo que ve, lo que intuye, lo que puede deducir. Estudia sus comportamientos para saber quiénes son. Porque, quizá, no establece una frontera nítida entre personas y personajes, y ha comprendido que si describir tu aldea es describir el mundo, analizar seres ficticios puede servir para entender algo mejor a los reales.
En esta selección de piezas de diversos tamaños que nos ofrece ahora nos encontraremos con una mujer que se embriaga con una ciudad hasta el punto de convertirla en excusa para actuar de un modo abusivo con una amiga (es el caso de Clara en “Las invitadas”); con un ingeniero que trabaja como guía turístico en la ciudad de Roma y que termina comprendiendo antiguas y dolorosas tragedias familiares, que han empañado su forma de relacionarse consigo mismo y con los demás (Renzo, en la magnífica narración “Vicolo d’Orfeo”), con una señora que, golpeada por la enfermedad y por una imagen obsesiva, decide tomar una importante decisión después de viajar a Noruega (“El hermano gemelo”); con una anciana que, a lo largo de los años, va convirtiendo su hogar en un sitio cada vez más autárquico (cultivando un huerto, criando animales, instalando fuentes de energía propias, etc) hasta desembocar en un final profético o metafórico que logra estremecer en su último párrafo a los lectores (“El huerto”); con el humor o con la incomodidad que se generan en el protagonista de un registro, que vacía la casa de sus difuntos padres para proceder a su venta (“La herencia”); o con el singular narrador que nos va contando la vida de Aurelia y Marcial, un matrimonio que ha ido envejeciendo de forma desigual y sobre el que acechan como buitres las tristes sombras de la decrepitud... Y si acudimos a la segunda sección del volumen (que lleva por título Petits fours) nos deleitaremos con pequeñas, tibias historias de celos (“Viola de gamba”), con metáforas de atinada factura (“Migraciones”), con reflexiones ingeniosas sobre el misterio tonal del amor (“Insatisfacción”) o con un relato equilibrístico que sólo a su término nos entrega la llave interpretativa exacta (“Sospecha”).
Lola López Mondéjar, en fin, ya no tiene que buscarse: se ha encontrado. Libro tras libro, con férrea voluntad, ha ido aquilatando sus técnicas narrativas (que eran notables desde el principio) y ha consolidado eso tan difícil de definir pero tan fácil de apreciar por parte de los lectores a lo que llamamos estilo. De ahí que recomendar la adquisición y lectura de este libro no sea una decisión derivada de la amistad, sino un acto de pura justicia. Lazos de sangre es una colección de hermosas historias que hará disfrutar y pensar durante estas Navidades a quien decida hacerse con ella.

jueves, 20 de diciembre de 2012

La soñadora




Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948), escritor que comenzó a ser conocido con la publicación de El lenguaje de las fuentes (Nacional de Narrativa en el año 1994), que siguió sorprendiendo a los lectores con Marea oculta (por la que le dieron el premio Miguel Delibes), que estuvo a punto de pifiarla para siempre con aquella tontería llamada Ña y Bel, y que alcanzó mediana consagración al obtener el premio Nadal de 1999 con Las historias de Marta y Fernando, nos muestra en La soñadora (Areté) un relato melancólico donde se nos relatan viejas historias de amor (sentimiento que es hermosamente descrito por el novelista como “la conquista de la lentitud” en la página 185), ambientadas en el pueblo castellano de Medina de Rioseco.
Todo comienza cuando el arquitecto Juan Hervás regresa al pueblo de su infancia e inicia un sorprendente diálogo con el fantasma de Aurora, su novia primera. Juntos, van rescatando del olvido la historia de Adela, un viejo episodio lleno de pasiones, erotismo y búsqueda de lo absoluto, que les contó en su infancia doña Manolita y que terminó de forma trágica (“Todas las mujeres están obsesionadas con entregarse a una gran pasión. Viven esperando ese momento sin saber que, cuando llegue, las destruirá”, p.59).
Poco a poco, el lector irá descubriendo las conexiones entre esta aciaga pasión y la historia de Juan y Aurora, a base de acercamientos parciales, convergentes o complementarios. Y también descubrimos, con lentitud sacra, que la historia de Adela y Monzó, como la historia de los narradores, es en realidad una misteriosa pirámide cuyo secreto (que yo aquí no desvelaré) se hunde en la arena siempre imprevisible de la memoria.
Una novela seductora y llena de nieblas de la que, bien es verdad, Gustavo Martín Garzo podría haber extirpado muchos laísmos chirriantes (“Creo que la molestó mi sinceridad”, p.165; “¿Qué nombre la puso?”, p.245; etc) y alguna que otra preposición colocada con el discutible sistema del esturreo. Por lo demás, bien.

martes, 18 de diciembre de 2012

Cartas a Katherine Whitmore



Cuando ya resultaba muy difícil elegir, porque estaba casado y era padre, el poeta Pedro Salinas conoció a Katherine Reding, una alumna de la que se enamoró instantáneamente y con la que vivió sensaciones que lo llevaron a redactar La voz a ti debida y Razón de amor, sus dos libros mejores. Fue una pasión secreta (quizá todas las grandes pasiones son secretas) que iluminó sus días durante una época (1932-1947), llenándolo de ilusiones, felicidad e impulsos creativos; y que, como el mismo Salinas previó en sus poemas más realistas o resignados, se acabó disolviendo en la nada. Era un amor imposible (quizá todos los grandes amores son imposibles) y los meses y los años luchaban en su contra. Katherine Reding, más sensata que el escritor o tal vez empujada por una mayor dosis de conformidad o amargura, levó anclas de ese puerto cuyas aguas quietas comenzaban a pudrirse y contrajo matrimonio con otro hombre, pasando así a convertirse en Katherine Whitmore. Los dos barcos, en alta mar (poeta y amada) se alejaban el uno del otro.
Ahora, buena parte de aquella larga historia tristísima, real, encendida y gozosa, aparece en estas 151 cartas que la editorial Tusquets, bajo el cuidado de Enric Bou, ofrece a los lectores españoles, tras muchos años de permanencia muda en los archivos de la universidad de Harvard. En ellas vemos a un Pedro Salinas entusiasta, juguetón, febril, que emplea diminutivos adolescentes para dirigirse a su amada y que se desespera, también con ansiedad adolescente, por la tardanza o la brevedad de sus contestaciones. Le dice a Katherine que no ha de albergar sentimientos de culpa por este amor (“Lo que a ti te doy a nadie se lo quito”), que las dificultades ayudan a sublimarlo y poetizarlo (“Me querías con la mirada. No podías quererme con otra cosa”) y que nada conseguirá diluir en el futuro la belleza de ese don (“Ya nadie me podrá quitar esta cosa tan grande en la vida: haber encontrado un alma así, y que me haya querido, que me quiera”).
Un libro delicioso, dulce y terrible que nos desvela el epistolario íntimo y secreto de quien fue, con el permiso de Pablo Neruda, el mejor poeta amoroso en español del siglo XX. Si alguna vez ha amado usted de verdad, léaselo.

domingo, 16 de diciembre de 2012

La señorita Julie



Estamos en la cocina de la casa del conde y en ella, entre fogones, sartenes, mesas bastas y algún especiero, va a desarrollarse una acción de lo más peculiar e inesperada: Julie, la hija y heredera, asiste a un baile en el que confraterniza con la servidumbre y muestra con ellos una liberalidad tan extrema, tan impropia, tan incómoda, que produce una inquietud generalizada. En un sistema jerárquico y clasista, las concesiones no son nunca juzgadas con agradecimiento sino con suspicacia... salvo en el caso de Jean, un criado ambicioso y de espíritu soberbio que ve en esta situación equívoca la gran oportunidad de obtener los favores sexuales de la señorita Julie, icono erótico y estamental que le perturba desde la infancia. Con el auxilio de la cerveza, del baile y, sobre todo, de la oratoria (que ha desarrollado escuchando a sus superiores), el astuto Jean envolverá a la imprudente joven en una tela gelatinosa hacia la que se abalanza.
Kristin, la cocinera, que es medio novia de Jean, explica los devaneos de la señorita utilizando una clave fisiológica («Tiene el periodo y entonces se porta siempre de una manera rara», p.47); pero August Strindberg prefiere entregar a los lectores una interpretación más centrada en el ámbito psicológico. Así, comprobamos que el nivel simbólico de sus ensoñaciones delata con claridad a los protagonistas: la señorita Julie ha imaginado más de una vez que se encuentra en lo alto de una columna (como Simón el Estilita o el clérigo Fermín de Pas) y siente deseos de arrojarse, hacia el suelo o el subsuelo; Jean se figura tumbado a la sombra de un árbol y anhela trepar hasta un nido altísimo «donde está el huevo de oro» (p.54). Es imposible retratar con más exactitud los temperamentos de una y otro. Pero no pensemos que las burbujas psicológicas acaban en esa secuencia: las descubrimos también en el escalofrío que recorre la piel y el corazón de Jean cada vez que se acuerda de las botas relucientes y señoriales del conde (p.68) o en la vertiginosa escena sádica en la que el criado corta con un hacha el cuello del jilguero de Julie (p.93): hacer daño, humillar y verter sangre (virginidad) son símbolos caros al psicoanálisis. Con sus provocaciones sexuales hacia abajo, la señorita Julie habilita inonscientemente las altanerías hacia arriba de Jean. Y cuando quiere ponerles un freno ya imposible, restableciendo el mármol del status («Los criados serán siempre criados»), escucha la réplica desafiante, brutal, crecida del muchacho («Y las putas, putas»).
En ese punto de inflexión de la obra (cuando las tornas se cambian y es Jean quien se hace con las riendas) comienza el análisis sin duda más interesante del drama: un criado que vislumbra en este desliz de su señora la ocasión única del medro... y una chica a la que el bochorno invade y que se imagina abofeteada por el qué dirán social. August Strindberg (Estocolmo, 1849), hombre de importantes desequilibrios psíquicos cuya biografía, escrita por Jorge Guinart, aparecerá también en el sello Funambulista, introduce aquí el bisturí con tanta precisión como falta de misericordia, diseccionando a sus personajes hasta el más pequeño recoveco, para inquietud y zozobra de los lectores, que se quedarán mudos de asombro cuando asistan al espeluznante giro final de la pieza.
Introducida con un maravilloso texto sobre teoría teatral elaborado por el propio Strindberg (donde se analiza el papel educativo de la escena, se reflexiona sobre la temática del drama, se ofrecen explicaciones topográficas sobre la función del decorado o se discute la conveniencia de reducir el espacio físico dedicado a los espectadores), traducida por Jesús Pardo y con un epílogo brillante del ya mencionado estudioso Jorge Guinart (Strindberg y el canibalismo psíquico), esta obra nos presenta a uno de los personajes más complejos y enigmáticos del autor sueco, aunque también a uno de los más ligados a su propia alma (Francisco Uriz anotó en su edición de la pieza, en 1982, que «probablemente a nadie le habría extrañado que Strindberg hubiera dicho: La señorita Julia soy yo»). Léase pues este drama, breve pero intenso, con la certidumbre de que nos encontramos ante una de las obras teatrales más importantes del siglo XIX.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Recuerdos míos



Un poeta se nutre (muchas veces se ha dicho, y casi siempre con razón) de las cálidas brasas de su infancia, de todas aquellas experiencias y personas que conoció en su niñez, y que lo empaparon de símbolos y de figuras. Lo que ocurre es que quien se dedica a rastrear esos remotos estadios de la memoria y a mostrarnos el resultado de esa espeleología espiritual no suele ser alguien de la familia, alguien que conviviese con el poeta desde el principio, sino un erudito que, con voluntad y a veces incluso con acierto, indaga las claves desde fuera.
Del genial Federico García Lorca teníamos la suerte de contar con algunos documentos realmente importantes (estoy pensando en el libro Federico y su mundo, de su hermano Francisco) y ahora, gracias a la labor tenaz y esforzada de su hermana Isabel, podemos disfrutar desde hace una década del volumen Recuerdos míos, que recibió el XV Premio Comillas y que, en edición de Ana Gurruchaga y con prólogo de Claudio Guillén, podemos encontrar en el catálogo de la editorial Tusquets.
Nos enteramos de infinidad de detalles de la Granada natal del poeta, de su casa y sus sirvientes, de los juegos que inventaba junto a su hermana Concha, de ese cuarto que tenía con el techo pintado de color violeta (p.55), de su rechazo tajante de la popularidad (p.88), de que le gustaba jugar a decir misa (p.48) o de que “tenía ratos de gran seriedad, como si estuviera ausente” (p.30). Pero también nos sirve este volumen para conocer mejor a la hermana pequeña de Federico, profesora de literatura en los Estados Unidos, lacerada ya para siempre por la terrible muerte de su hermano. Y aprendemos detalles que van desde lo pintoresco (como que la primera maestra que tuvo fue una tía abuela de Luis García Montero) hasta lo desgarrador (afirma en la página 234 que Luis Cernuda era el ser humano más falto de cariño que había conocido en su vida).
Pero, por encima de todo, está el esfuerzo de quien, negándose al olvido, rememora (a veces con un cierto caos: “No puedo tener un orden al recordar porque soy esencia de inquietud”, p.51) la memoria viva de su hermano. Una memoria, eso sí, empapada por la tristeza: “Yo no recuerdo la voz de Federico”, dice en la página 96. Se me figura la más desgarradora de las frases del libro y, con ella retumbando, les invito a leer la obra. Se emocionarán.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Cuadernos (1957-1972)




Francamente, no sé por qué me llama tanto la atención la obra literaria de Emil Michel Cioran (1911-1995): no soy lector habitual de filosofía, el suicidio no figura entre mis asuntos literarios favoritos, apenas sé nada de la nación rumana, me resultan tan incongruentes la fe como el ateísmo y no me gustan los autores monotemáticos. Pero, cada vez que se anuncia un libro nuevo del pensador de Rasinari, me pongo como loco y no paro hasta dar con él y devorarlo. ¿Por qué? No sabría, sinceramente, dar una explicación, salvo la que se deriva de algo tan pueril como incontestable: me encantan los aforismos. Y Cioran, como Nietzsche, es una fuente maravillosa de ellos. Ese pensamiento en burbujas (que tanto provocaba la burla de Jorge Luis Borges cuando se lo aplicaba a Gómez de la Serna) a mí me resulta fascinante, aunque tengo claro que es peligrosísimo: se puede incurrir con cierta facilidad en el error de reducir a un pensador profundo a la condición de mercachifle que vende baratijas vistosas. A mí no me pasa ni con E.M. Cioran ni con Friedrich Nietzsche, pero es evidente que la tentación está ahí, flotando.
Este «filósofo aullador» (p.18), que se consideraba a sí mismo «un eremita en pleno París» (p.23) y que recordó siempre la frase escuchada a un loco en Berlín (Ich will meine Ruhe haben, Quiero que me dejen en paz), tenía muy claro que el núcleo central de su misión filosófica consistía en «sacar a la gente de su sueño eterno, aun sabiendo que cometo un crimen y que valdría mil veces más dejarlos perseverar en él, ya que, además, cuando despiertan, nada tengo que proponerles» (p.174). Toda la lucidez desgarrada de alguien que piensa así se concentra en este volumen, construido a partir de las libretas que el escritor iba rellenando con ideas, aforismos, proyectos y análisis en absoluto complacientes sobre sus propias obras. De ahí que los senderos que nos proponga sean tan variados, tan acres, tan llenos de vértigo; y que no se pueda recorrer de un tirón sin asfixia. A Cioran conviene aproximarse con cautela, con ironía y con la mente liberada —en la medida de lo posible— de prejuicios, porque sólo así se está facultado para llegar a entender la almendra de sus reflexiones. Liberados de la necesidad de darle la razón (o de negársela con ademanes furibundos), Emil Michel Cioran nos susurra sus ideas en frasquitos breves, esmerilados, densos. En algunos de ellos, nos explica que la más terrible maldición que aqueja al ser humano es la de no poder amar (que es «salir de la tristeza propia», p.21); que la única justificación histórica y psicológica que los hombres tienen para vivir en comunidad es «la de atormentarse, hacerse sufrir unos a otros» (p.64); que la charla con otros hombres se le antoja una simple forma de entretener el tiempo, pero jamás un modo de aprendizaje o intercambio de ideas («Como tengo la manía de leer, no siento la necesidad de aprender mediante la conversación; para mí es diversión y nada más. ¡Malditos sean los que quieren instruirme!», p.179); y que, lejos de experimentar satisfacción ante una persona que lo admira, se siente francamente incómodo en su presencia («El extraordinario malestar delante de un admirador. Sensación de estar vigilado, acechado, amenazado. En cambio, ¡qué libertad la de no ser observado por nadie!», p.226).
¿Que Cioran exagera o lleva sus frases hasta el esperpento, mediante el uso de la deformación? No seré yo quien lo niegue. Pero es que quizá en esas brutales hipérboles se esconda la verdad, que siempre es huidiza y efímera. Decía Francisco Umbral que la metáfora acaece cuando una cosa quiere ser otra... y comienza a serlo. ¿Por qué no podría ocurrir que Cioran, forzando el pensamiento, retorciendo las frases y los conceptos, esté extrayendo de ellos su auténtico zumo vital, su núcleo de revelación y de enjundia?
Sometiéndolo siempre a lecturas reflexivas (no comulgo con Emil Michel Cioran, como no comulgo con nadie), seguiré perseverando en su prosa, libro tras libro, cuaderno tras cuaderno. Y ojalá que sus inéditos no acabasen nunca. Siempre le concedo a las mentes que me parecen brillantes el fervor de la audiencia.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Cartas (1937-1954)




En las cuestiones literarias soy claramente romano. Es decir, que no sólo parto a priori del politeísmo sino que conforme voy conquistando otros pueblos incorporo a sus dioses máximos a mi panteón. De tal suerte que, aproximándome al medio siglo, tendría muy claros los seis nombres que colocaría en las caras de un hipotético dado lector: Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Paco Umbral, Antonio Muñoz Molina, Fernando Pessoa y William Shakespeare. Moriré feliz pensando que la vida me deparó, entre muchísimas otras que leí con gozo y con gratitud, esas seis presencias brillantes, luminosas, disímiles y magnéticas.
Cronológicamente, mi primer deslumbramiento fue Julio Cortázar, así que la excelente edición de sus cartas que acaba de lanzar el sello Alfaguara en cinco deslumbrantes volúmenes me ha regalado la alegría de volver a él en unas páginas nuevas. Los encargados de la edición son Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga. Y la obra, lejos de la condición meramente chismosa o anecdótica de este tipo de recopilaciones post mórtem, aporta muchísimos detalles sobre la personalidad, la vida, los gustos y la obra del argentino. Se trata —fácil resulta constatarlo— de misivas largas, enjundiosas, para nada circunstanciales, donde Cortázar se explaya en infinitos detalles sobre sus lecturas, sus paseos, sus tribulaciones económicas y académicas o su asistencia a conciertos y museos. De ahí que, en ocasiones, resulte abrumadora la cantidad de pintura, música o arte en general que el narrador hispanoamericano muestra haber devorado y asimilado durante sus estancias en Francia e Italia. Pero no conviene perder de vista que hablamos de centenares de referencias introducidas en su correspondencia privada, lo cual anula toda tentación de adjudicarles intenciones eruditas o falsarias. Fue un proceso gozoso y constante de empapado (viajes, pinacotecas, iglesias) que nutrió su alma.
Eso no quita para que aparezcan también (¿cómo podría ser de otra forma?) un buen cúmulo de informaciones menores, aunque siempre graciosamente formuladas, que afectan a su salud («Este traidor hígado que me ha dado la naturaleza», pág.123); sus gustos relacionados con los líquidos (adora el mate, pero la coca-cola se le antoja una «bebida infecta», pág.272); sus habilidades domésticas, reflejadas con gran carga irónica («Ya me plancho las camisas como un rey; la gente se para en la calle para felicitarme», pág.358) o sus gustos literarios (hablando de Octavio Paz en 1954 lo define como «un muchacho simplemente extraordinario, y todo un poeta», lo cual no deja de tener su gracia porque ambos, mexicano y argentino, nacieron en 1914: eran ya dos muchachos de cuarenta años).
A mi juicio, la carta más densa e interesante de este amplio primer volumen (592 páginas) es la que dirige a Juan José Arreola. En ella le elogia con minucia sus cuentos y expone algunas de sus ideas acerca del género breve. Dice, por ejemplo, que sería muy atinado crear «una escuela para educación de lectores de cuentos» y enseñarles cómo deben enfrentarse a los mismos; que muchos de los autores que conciben este tipo de historias cortas lo hacen sin prestar casi atención a las peculiaridades que deben adornarlas y a la ingeniería que debe presidir su redacción («El cuento está desprestigiado por los cuentos»); lanza su crítica contra quienes se obstinan en «creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela»; y añade, para concluir: «No me gustan las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la búsqueda del vellocino».
En la página 150, escribiéndole a su amigo Luis Gagliardi, aseguraba Julio Cortázar que él entendía el género epistolar como «un rito, una consagración tan atenta como la labor esencialmente creadora; sin la tensión, es cierto, que supone el poema; sin su desgarramiento, sus impaciencias, sus placeres indescriptibles ante el hallazgo o la esperanza del logro poético. Pero siempre una ceremonia un poco —¿cómo decirlo? —, un poco sagrada». Con esa clave han de ser entendidas estas páginas. Les puedo asegurar que no me voy a reprimir los deseos de ir dando cuenta de los demás volúmenes de la colección: he descubierto aquí mil ángulos ignorados de mi ídolo.

viernes, 30 de noviembre de 2012

Prueba de sabor




Desde hace tiempo, leo la poesía de Fulgencio Martínez con un respeto y una reverencia indesmayables, quizá porque advierto en sus versos los fulgores de un estilo otro, de una arquitectura interna que se diferencia ostensiblemente de los demás poetas a quienes frecuento. No se trata, desde luego, de una situación de superioridad o de inferioridad, sino de distinción. Cualquier poema de Fulgencio establece su propio canon e inunda la mente del lector con su particular cadencia interna de ritmos y propuestas filosóficas. En esta Prueba de sabor, que nos llega de la mano de la editorial sevillana Renacimiento, el poeta comienza su obra (madurísima ya) planteándose no sólo la noción de los límites, sino también la noción de ‘utilidad’ de su mensaje lírico (“¿Puede lo que uno escribe / servir de alguna ayuda / en un tiempo de emergencia social?”, p.16). Y, a continuación, se dispone a desentumecer nuestra inteligencia con una serie de sentencias hondas, en las que podríamos detenernos a reflexionar durante horas... o quizá durante toda nuestra vida (“Lo pequeño es infinito / si encontramos la medida del deseo”, p.25). Pero tampoco renuncia, como es habitual en sus páginas, a las emociones más dulces y tibias, como cuando nos acerca la imagen de un anciano que arroja migas a los pajarillos (p.24). Tales condiciones (la densidad filosófica, la ternura lírica) no impiden que, en ocasiones, el poeta se adentre por otros senderos menos habituales, como en ese texto que titula Ecopoema para pedir la abolición de la esclavitud silenciosa de nuestros días, donde se pregunta si la cola del paro no es un tema lo suficientemente preocupante como para que los poetas se dediquen a su análisis. O que nos revele sus filiaciones intelectuales en medio de un poema, con un mecanismo tan chocante como creativo en el aspecto léxico (“Este místico blasotear, unamuniar, / pascalear, kierkegaardear...”, p.91). Y es que ése es otro de los aspectos que hacen brillante y luminoso este libro: Fulgencio Martínez no se limita a poetizar sus ideas con suavidad o con música, como hacen otros poetas, sino que establece un auténtico, encarnizado combate con la materia verbal: emplea encabalgamientos abruptos, se muscula mediante metáforas intrépidas, fuerza adjetivaciones singulares... De tal suerte que los lectores tienen que estar pendientes de cada sustantivo, de cada giro, de cada jeribeque sintáctico, porque suele haber una intención oculta detrás de esos juegos. Lo he dicho alguna vez con respecto a la obra de Fulgencio Martínez y vuelvo a repetirlo: se lee esta poesía con la concentración de estar adentrándose en un texto sagrado, complejo, lleno de inteligentes sustancias interiores. No se puede viajar por estos versos sin proveerse de bombonas de oxígeno, porque la inmersión es larga y nos agotará los pulmones (o porque la ascensión es ardua y fatigará nuestras reservas de aire, como prefieran). Leer al poeta Fulgencio Martínez (1960) implica lentitud, paciencia, reflexión. Hay que actuar como un sumiller: tomar el poema, acercarlo a los ojos (y a la inteligencia); saborear con los labios, con la lengua, con el paladar; percibir el aroma, destilar esencias... Fundirse con el objeto poético y tratar de entender las mil luces que nos acechan en su interior. A veces, con tono de Jorge Guillén; a veces, con esquirlas de E. M. Cioran. Saldrán exhaustos de ella quienes lo intenten. Saldrán enriquecidos.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Retazos de los días




El primer punto que quiero dejar asentado acerca de este libro es que se trata de una obra hermosa. Así de simple. Éste es un hermoso libro: destila belleza, rezuma suavidad y empapa con su tempo despacioso, tenue, bien pautado. Ahora después aportaré más detalles, por si son tan amables de seguir leyendo, pero esa condición básica de delicia que les comento es anterior o superior a todas las cirugías menores que yo pudiera realizar sobre él. El libro mismo es calma, inteligencia y sensibilidad. Durante un año, María del Amor Olmos fue anotando en su particular cuaderno de navegación las imágenes que la asaltaban, las reflexiones que construía, las personas con las que se cruzada y las enseñanzas (sensoriales e intelectuales) que la vida la iba deparando.
Un dietario, de sobra se sabe por los antecedentes conocidos, es un cajón virginal y acogedor donde puede depositarse cualquier cosa: desde una piedra embarrada hasta un diamante. Jorge Luis Borges, con su habitual perspicacia poética, afirmó una vez que todo escritor se dedica durante su vida a escribir sobre héroes, flores, relojes, tigres, mapas, océanos, heridas, amaneceres, lágrimas, escombros y hogueras. Y que sólo al final se acaba descubriendo que toda esa enumeración caótica dibuja la imagen de su cara. No es metáfora baladí. Viene a explicarnos que todos los temas del escritor, todos sus escenarios, todos sus personajes, todas sus miradas conforman el caligrama secreto de su espíritu. María del Amor Olmos también se suma a esa interesante idea concibiendo una bitácora («Quien lo lea le ponga nombre», p.137) que se extiende durante un año exacto, de otoño a otoño. A lo largo del volumen se van sucediendo las marcas temporales que sitúan de forma conveniente al lector (Nochevieja, capítulo XXXV; primeros de febrero, capítulo XLII; finales de marzo, capítulo LV; segunda quincena de agosto, capítulo XC; etc), pero la autora se preocupa igualmente de que la textura temática, sus matices, sus colores fijen esa cronología, que no se detiene en lo meramente nominal. Del mismo modo se preocupa a la hora de establecer las condiciones topográficas del texto, que giran casi siempre alrededor de un eje murciano (de Murcia capital): la plaza de santa Eulalia, el mercado de san Lorenzo, el teatro de Julián Romea, la calle de Trapería, el Malecón, la avenida del teniente Flomesta... Para no caer en el reduccionismo provinciano nos da cuenta también de sus viajes a Madrid (capítulo VI), Andalucía (capítulo XIV) o Praga (capítulo LXXXIV).
¿Y qué es lo que ve María del Amor Olmos? ¿De qué nos habla en este fino prontuario de diapositivas? Lo cierto es que de muchas cosas; y muy variadas. Componen este tomo docenas de impactos emocionales, que la escritora recibe y traslada meticulosamente al papel: la visión de la torre de la catedral, el espectáculo invisible de la gente que pasea, los mendigos que suplican un auxilio, el peculiar e inquietante ruido de las cañerías de una casa, los piropos de un anciano gentil, la lección moral silenciosa de un chico en silla de ruedas, la prosa de Azorín, un concierto que la subyugó, el desgaste paulatino que sufren en nuestra vida las grandes palabras... La escritora murciana se convierte en una especie de imán, en un termómetro, en un microscopio, en un espejo que camina por el mundo, en una esponja que se empapa, orteguianamente, de sus circunstancias. Y luego, una vez que todo ha pasado ante sus ojos y ha viajado hacia el interior de su corazón, lo pone en el papel. Eso es Retazos de los días. En el capítulo CXXVI, cuando el libro está llegando a sus últimos mensajes, María del Amor Olmos anota estas dos líneas reveladoras bajo el título En blanco: «Hay que salir de sí. Siempre. Todo está afuera. Adentro, llevar sólo una gran tela blanca». Y aunque es probable que más de un lector no esté de acuerdo con ese aforismo (hay quien opina que todo está dentro de nosotros, y que la auténtica sabiduría consiste en escarbar y descubrirlo), no deja de ser un interesante argumento para la reflexión. Déjense seducir por las estampas que María del Amor Olmos, que seguro que les depararán felices ratos de lectura.

domingo, 18 de noviembre de 2012

El lado oculto de la noche



Todos los ingredientes que componen este libro de Norberto Luis Romero (Córdoba, Argentina, 1951) se unen para conformar lo que su contraportada define con acierto como «una fábula perversa». El narrador es un chico que asume con normalidad su condición de bastardo y que, mediante pinceladas narrativas, nos va dibujando el anómalo mundo en que creció y ha vivido. En la cúspide del poder se encuentra el hombre gordo, solitario, déspota, cruel y manipulador. Tiene a sus órdenes una ingente colección de guantes vivientes, que le sirven según su color: los azules son los adalides de la corrección y los buenos modales; los negros se adornan con los tintes de la brusquedad, la violencia y el poder ciego; los amarillos concentran sus habilidades en los manejos amatorios: tocan, arañan y masturban; los verdes son especialistas en protocolo y consejos para la vida; y los grises, menestrales y hacendosos. Todos ellos, trabajando al unísono como esclavos fieles del hombre gordo, convierten su vida en una constante y voluptuosa sucesión de caprichos satisfechos.
Por debajo de este sultán omnipotente figura una élite de «compradores trocadores» (capítulo XIII), compuesta por hombres y mujeres de alta condición social y económica que son invitados a las fiestas privadas del hombre gordo, donde reciben el agasajo de la comida, la bebida... y las atenciones sexuales de los guantes amarillos, que los llevan hasta la extenuación del orgasmo. Y en lo más humilde de la sociedad se encuentran las gentes como el narrador, que soportan la ignominia del maltrato, amontonan colecciones de objetos absurdos (su madre, pájaros disecados; su abuela, trapos de colores; él, esferas de todo tipo) y sufren con estoicismo las vejaciones de los guantes. Este sistema, jerárquico, estanco e inmisericorde, recuerda por momentos las castas de La India: nadie se cuestiona su validez, nadie acaricia la posibilidad de quebrantarlo o subvertirlo. Y, como telón de fondo, se nos habla de un nebuloso conflicto inacabable (la guerra de las fosas), donde murió el padre del narrador y donde se supone que él también tendrá que combatir. Sólo un detalle los diferencia: al ser hijo espurio de un guante negro, que violó salvajemente a su madre mientras unos guantes amarillos la inmovilizaban (capítulo VIII), el chico que nos cuenta la historia sabe que está inmunizado ante la muerte.
¿Fábula perversa? ¿Fábula moral? ¿Fábula expresionista o simbólica? Será desde luego el lector quien tenga que meditar y decidir su respuesta. A mí, si he de ser sincero, no me parece que sea necesario buscar interpretaciones extratextuales para este relato de Norberto Luis Romero, porque la atmósfera que el autor argentino consigue en sus páginas libera al libro de servidumbres externas. ¿Quiero decir con eso que no puede ser leído como un texto en clave? En modo alguno. De hecho, calibro que la tentación será en muchos casos irresistible. Lo que intento exponer es que tales interpretaciones no son escrupulosamente necesarias. Determinados poemas, determinadas canciones, determinados cuadros conquistan con su vigor el derecho a ser considerados universos autónomos, para los que no existe una lectura, sino múltiples lecturas. Gracias a la belleza enigmática de su textura, El lado oculto de la noche se inserta en ese formato.
Y tampoco olvidemos el modo eficaz con el que Hugo Rodríguez García, el joven ilustrador segoviano que firma como pobreartista y que se encarga de la parte gráfica de este breve y exquisito volumen, potencia esas cualidades narrativas con sus dibujos oscuros, tenebrosos, inquietantes, que logran desazonar el alma de los lectores y sumergirlos en la profundidad abisal que el narrador construye desde la primera línea. En la interesante colección de obras ilustradas que la editorial Traspiés mantiene desde hace tiempo ya habían aparecido textos memorables de Joseph Conrad (Un puesto avanzado del progreso, a cargo de Federico Villalobos), Ambrose Bierce (El club de los parricidas, bajo la batuta gráfica de Pablo López Miñarro) y Robert Louis Stevenson (El diablo de la botella, que iluminó con pulso firme Pablo Ruiz). La aportación de Norberto Luis Romero abre la colección hacia el ámbito hispánico, lo que siempre es una buena noticia, que conviene aplaudir con fervor. No será la última vez, probablemente, que traiga libros de la editorial Traspiés a esta página.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Cela: un cadáver exquisito




Leo sobre el más esperado combate de machos alfa de la literatura española, el duelo otoñal en medio de la niebla, el encuentro en un ring imposible, el libro sobre Camilo José Cela que Francisco Umbral venía prometiendo o susurrando desde hace lustros (en Las palabras de la tribu ya adelantaba que se aprestaría pronto a su confección), el acta notarial y tributaria de un discípulo aventajado, casi faraónico, que se prosterna ante el Nobel gallego (“El ser glorioso que he tratado más de cerca es Cela”, p.131), pero que no se recata a la hora de señalar sus defectos: afirma (entre otras muchas y suculentas cosas) que La catira es un libro que se hace pesado (p.31); que La cucaña tiene un título muy vulgar (p.43); que Cela era un “franquista residual” (p.61); que amañó más de una “sucia trama” (sic) de autopromoción (p.81); que estaba aquejado de impotencias notorias (“Cela donde falla es en los argumentos”, p.82); o que más bien empleaba poco tiempo en la seducción de la mujer (“Los hipopótamos no coquetean”, p.141). O sea, el pulso a cara de perro entre el ácrata de derechas y el ácrata de izquierdas.
Pero a mí, que soy lector inveterado y fervoroso de Umbral (calculo que unos 50 libros suyos), y que conozco bien los primores líricos que puede alcanzar con su pluma, me ha sorprendido la escasez deslavazada de este ensayo, fabricado con una prosa casi doméstica, de urgencia gris, exiliada de los brillos habituales en él. Es como si el dolor por la pérdida del amigo, del padre y del profesor de energía, lo hubiera paralizado, le hubiese impedido obtener el punto exacto, rojo y caliente, de su literatura más arrebatadora, que sí encontró a la hora de glosar las muertes de su madre o de su hijo.
Por eso creo que este volumen sería bueno ostentando otra firma en la portada; pero que, llevando la suya, no pasa de ser un discretísimo tomo. Quevedo no hubiera escrito sin rubor un poema de Antonio Gala. Y creo que esta obra (tan largamente esperada por sus lectores) habría sido mejor dejarla reposar, para aquilatarla, pulirla y enriquecerla, unos años. Lo que ocurre es que entonces no habría gozado de la inmediatez comercial que el caso requería. Pero ese es otro asunto, más económico que literario, y estimo que Umbral no tendría que haber sucumbido a la tentación de venderse con tanta rapidez.

domingo, 11 de noviembre de 2012

No me cuentes cuentos



Lo difícil de las antologías de relatos, a la hora de elaborar reseñas, consiste en elegir qué historias y ángulos del volumen han de ser extraídos, diseccionados y expuestos; cuáles subrayar e iluminar, en fin, ante los ojos de los lectores. Por regla común, suele haber entre todos ellos tres o cuatro propuestas notables y una porción numerosa (a veces, ay, muy numerosa) de metralla, sobre la que se pasa respetuosamente y de puntillas, silbando con disimulo. Nadie merece el desdén tras haber concebido y redactado una historia, pero el talento —se ha dicho mil veces, y es verdad— no es democrático. Se manifiesta de modo selectivo: a veces, con arbitrariedad; a veces, con tintes crueles. De ahí que suela rehuir este tipo de obras, como es lógico.
Pero de vez en cuando aparecen felices excepciones, en las que da gusto sumergirse, bucear y sacar a la luz las bellezas que uno ha hallado (como diría Pedro Salinas) en su fondo preciosísimo. Es el caso de No me cuentes cuentos, el más reciente volumen publicado por el colectivo La Molineta. Durante 96 páginas nos vemos seducidos por las veinte historias que allí se alinean y que abordan temas variados, se sirven de estrategias narrativas diferentes y acuden a sorpresas estilísticas de poliédrico tono y feliz ejecución. Hablar de todas en el reducido marco de esta reseña resulta imposible, pero quisiera dejar claro que no hay un solo relato desdeñable en esta recopilación, lo cual dice mucho del nivel de sus participantes y de la exigencia que se impone el grupo a la hora de publicar... Al humor acuden Pablo Molero (para mostrarnos cómo un seductor de barra puede quedar confundido y finalmente abochornado por un escorzo inoportuno), Giuseppe Poli (quien nos desgrana la excitante aventura que tiene como protagonista a un treintañero que acude a un local comercial chino), Fulgencio García (que nos muestra los anonadantes extremos en los que puede incurrir un enamorado que desea demostrar el alcance inaudito de su pasión por una mujer) o Paco López Mengual (cuya narración Once pollitos añade además la tristeza, la ternura y el surrealismo, para construir un texto memorable)... Sobre el amor se aplicarán en sus páginas Pablo de Aguilar (que nos hablará de la espera, de la ilusión, de la frustración y de tibias recompensas secretas), Ignacio Flórez (una deliciosa propuesta que se inicia en la Francia de finales del XVIII y concluye en la Norteamérica de comienzo del XIX) o Julia R. Robles (sobre los sentimientos ocultos de una mujer atractiva, que termina derramando lágrimas insospechadas)... De la enfermedad se ocupan María Teresa Soriano (adentrándose en el peliagudo y actualísimo tema de la anorexia nerviosa) o Carmina Martínez Maricó (que nos muestra la cara más humana de la solidaridad, en una historia donde los tapones de plástico adquieren protagonismo).
Sumemos a todo esto, que ya sería impresionante por sí solo, el lirismo enigmático y magnético de Juan de Dios Sáez (Amores prohibidos (3)); las pinceladas de mafia, sexo y fatalismo que nos suministra Berta Höpfner (Un bourbon, por favor); las reflexiones estáticas de una mujer ideada por Pedro Brotini, que medita sobre el amor, la soledad y la vida (Dignidad); la trepidante lucha entre un jabeque moro y una goleta cristiana, que Elías Meana ambienta en 1779 (¡Piratas!); el espíritu calderoniano que impregna las líneas de Manuel Moyano (Un hombre que se parecía a Clark Gable); o, por no extenderme más, el hálito cinematográfico que inunda las estupendas historias de Santa Cruz García Piqueras (Médium) y Rafael Rabadán (Solo).
Quedan, no obstante, más autores y más cuentos en este libro. No he querido agotar sus virtudes porque, sin duda posible, esa tarea corresponde a las personas que tengan la brillante idea de hacerse con este libro y leerlo. Estas Historias para niños grandes (así reza el subtítulo del volumen) no defraudan ni ofrecen bisutería. Por el contrario, suministran un caudal asombroso de alta joyería, que embriagará tanto a los lectores que ya conozcan a algunos de los escritores implicados como a quienes se acerquen a ellos por vez primera. Si el movimiento se demuestra andando, la lectura se demuestra leyendo. Les aseguro que me van a agradecer el consejo.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Un día más y un dólar menos




No creo que pueda herir sensibilidad alguna si afirmo que Un día más y un dólar menos, libro firmado por la norteamericana Terry McMillan (y traducido por Mª Dolores Bueno) es una novela negra. Y no porque su género sea el policíaco, ni porque sus protagonistas estén alojados en la parte más suburbial de la ciudad, sino porque se nota con claridad meridiana que ha sido escrita por una persona de esa raza, como ocurría con los gozos precedentes de Raíces (Alex Haley) o El color púrpura (Alice Walker). Además, sospecho que la obra fue concebida desde el punto de vista argumental con el ojo puesto en el público consumidor también negro, porque nos relata los avatares de una extensa familia afroamericana, cuyos problemas, vocabulario y ansiedades son los típicos (y tópicos) de este segmento de la sociedad estadounidense, retratados mil veces por el cine de Hollywood: drogas, cárcel, incomprensiones sociales, marginación, etc.
Y la aguja que va enhebrando esta historia es Viola Price, una matriarca que ha visto cómo cada uno de sus hijos (e incluso su marido Cecil, que la abandona casi en la vejez) se ha ido complicando la vida del modo más inverosímil: Paris, con su adicción a los tranquilizantes; Lewis, con sus exasperantes y guadiánicas estancias en la prisión; Janelle, con un compañero sentimental que abusa de la hija común; y Charlotte, cuya relación con la madre es extremadamente conflictiva, pues se siente marginada desde su niñez en el seno de la familia.
El lenguaje, además, es plenamente coloquial y barriobajero (he tenido la paciencia de contar las veces que aparece la palabra mierda y son, salvo error, 161; y no muchas menos son, puedo asegurarlo, las ocasiones en que surgen en estas páginas el vocablo hijoputa, el adjetivo jodido o el sintagma despectivo negro culo). La sintaxis del volumen es también muy simple (575 páginas sin complicaciones), y se vertebra sobre una enorme abundancia de diálogos, lo que facilita muchísimo la lectura de este libro. Nada del otro mundo, créanme.

domingo, 4 de noviembre de 2012

El año de la venganza



Es probable que algunas de las personas que tienen la amabilidad de seguir esta página se hayan percatado de que no suelo dedicarme con demasiada frecuencia en ella a los libros juveniles. Y si algunas de esas personas saben que mi profesión es la de profesor de literatura en un instituto quizá les choque un poco ese vacío. Empezaré, pues, aclarando ese extremo. Soy lector ocasional, pero constante, de literatura juvenil. Entre otras cosas, para saber cuáles son las tendencias, estilos, técnicas y temáticas que interesan a mis alumnos. No creo que se pueda enseñar literatura de forma razonable a los adolescentes sin preocuparse de qué cosas les llaman a ellos la atención. De ahí que Care Santos, Jordi Sierra i Fabra, Joan Manuel Gisbert, Laura Gallego o Stephenie Meyer formen parte de mis estanterías. Pero es verdad: no suelo traerlos a esta página.
Hoy rompo la tendencia por una razón simplicísima: he leído un libro que me ha parecido formidable. Se titula El año de la venganza, lo ha publicado el sello Edelvives (uno de los grandes) y su autora es murciana. Se llama Antonia Meroño y el libro que nos ocupa es su primera novela. De ahí que la sorpresa sea aún mayor, porque no se aprecian en sus páginas vacilaciones de bisoña, ni trucos manidos de manual, ni altibajos estilísticos o argumentales. La obra es sólida de principio a fin. Y se construye con una técnica tan sencilla como irreprochable: la analepsis. Así, desde la página inicial nos encontramos con Valentina, hija de padres divorciados, que comienza a recordar la historia que nutrirá este libro... Su madre era jefa de estudios de un instituto y ella, repetidora de 4º de ESO, se vio obligada a estudiar allí, aunque no lo deseaba en absoluto. Sus condiciones objetivas (digámoslo de esa forma) no eran desde luego las más adecuadas para integrarse en un nuevo centro: exceso de peso, piercings más bien aparatosos, escaso interés por las relaciones sociales... Todo se confabulaba para que no terminara de encajar. Pero como el Destino a veces se complace en jugar con nosotros como lo haría un gato con un ovillo de lana, he aquí que aparece en su misma aula una chica llamada Albertina, que no puede ser más estrafalaria: acude a clase con una maleta, se viste con ropas llamativas de estilo hippie... y es capaz de adivinar las preguntas que terminarán saliendo en los exámenes.
A partir de ese momento, el curso se va desarrollando por cauces más bien extraños y con ingredientes no siempre fáciles de digerir: un conserje que tiene una actitud variable frente a Valentina y el resto de alumnos (oscila entre la simpatía y los ademanes violentos); un profesor de matemáticas de lo más maniático (y eso que es la asignatura favorita de la narradora); una profesora de física que es incapaz de mantener el mínimo de disciplina en clase y que es sistemáticamente saboteada por los típicos graciosos de turno; y por fin, para quebrantar del todo la atmósfera que rodea a profesores y alumnos, la misteriosa desaparición de dos chicos, que pone patas arriba a la comunidad. Valentina, metida casi por sorpresa a detective improvisada, supone que la responsable de estos secuestros tiene que ser la doctora Aguirre, la quebradiza profesora de física (a la que los dos chicos en cuestión ocasionaron en el pasado un grave daño emocional relacionado con su gato). Pero no tiene pruebas determinantes...
En esta novela de Antonia Meroño todos los elementos funcionan, porque sobre todos ellos se ha operado con mesura y con inteligencia una sabia alquimia: los personajes, que responden a seres auténticos (basta con acercarse a cualquier instituto y podrán ustedes verlos); las acciones, que jamás ingresan en la extravagancia; y el lenguaje, que se adapta maravillosamente al público al que está enfocada la obra, sin que chirríe por su altura ni abochorne por su ramplonería. No estamos, pues, ante una autora casual, sino ante alguien que maneja los hilos narrativos y psicológicos con perspicacia y con solvencia. Realizar apuestas siempre es complejo en el ámbito de la literatura; pero yo, viendo las condiciones de El año de la venganza, apostaría por esta autora sin dudarlo.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Las señoritas de Concarneau




Hace ochenta años que Gallimard publicó esta obra del belga Georges Simenon, nacido en Lieja en 1903 (hace poco tuvimos centenario, como quizá recuerden); y ahora volvemos a disponer del texto en la editorial Tusquets, que nos ofrece a través de Javier Albiñana una nueva traducción para los lectores españoles. En esta novela se nos refiere la historia de Jules Guérec, un empresario cuarentón que atropella y mata a un niño con su coche; y que, desde ese momento, ha de vivir una farsa en su hogar (rodeado por sus hiperprotectoras hermanas) y un auténtico suplicio en sus relaciones con la madre del fallecido, a la que incluso llegar a proponer matrimonio para saldar su deuda.
Nos encontramos, pues, ante una reflexión sobre la culpa, y también sobre el perdón y el arrepentimiento, muy fácilmente relacionable con la estupenda y olvidada novela El malmuerto, de Marta Portal, en la que el atropellado era un ciclista. Las páginas de Simenon, como es habitual, está redactadas con una prosa directa y ágil, y se rematan con un hermoso final melancólico.

domingo, 28 de octubre de 2012

Ocho escenas de Tokio



Debería formularse (si es que no se ha hecho aún) el elogio del lector excéntrico. Es decir, aquella mujer o aquel hombre que, a pesar de haber nacido en Roda de Isábena o en Valdemorillo (por citar dos nombres eufónicos donde los haya), expande su curiosidad mucho más allá de las fronteras locales, provinciales e incluso nacionales, y degusta novelas finlandesas, poemarios marroquíes, ensayos canadienses y dramas hindúes. La noción de cultura no se lleva bien con el aldeanismo o la jaula lingüística, así que todos los esfuerzos que se ejecuten para derribar las fronteras (de idioma, de credo, de estética) se me antojan loables ejercicios enriquecedores. Quizá por eso he sido siempre un lector ecléctico y voraz; y procuro que esta sección donde ustedes tan amablemente me visitan se nutra del mismo espíritu, que se me antoja idóneo para ampliar el horizonte mental.
Un buen inicio puede ser, para aquellas personas que quieran probar este sistema de lecturas variopintas, acercarse hasta las Ocho escenas de Tokio, del japonés Osamu Dazai, que ha publicado el sello Sajalín gracias a la traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Se trata de una recopilación de relatos del escritor nipón Tsushima Shuji (1909-1948), hombre atormentado, alcohólico, morfinómano, hipersensible y que coqueteó varias veces con el suicidio hasta que logró perfeccionarlo y adentrarse en él con paso firme. Las nueve historias que se nos ofrecen en este tomo (seleccionadas por Daniel Osca) incorporan un ingente aluvión de referencias autobiográficas, que nos permiten fundir en nuestra mente la vida y la obra del infortunado Osamu Dazai (seudónimo con el que publicaba sus obras Tsushima Shuji): en varios cuentos el protagonista es un escritor; en otros (al menos en cuatro de ellos) se nos habla menciona explícitamente el suicidio; y en el que da título al volumen nos habla en primera persona un joven estudiante que descubre la ideología comunista, desatiende sin bochorno su obligación de asistir a clases, se aleja de su adinerada familia y bucea en mares de alcohol barato y drogas adictivas. O sea, las circunstancias que adornaron la vida del propio Osamu Dazai. De aquel muchacho consciente de su aspereza (“Nunca fui un chico demasiado agradable”, nos pregona en la página 55, sin que le tiemble un ápice el pulso a la hora de la autoflagelación) surgieron estos escritos duros, confesionales, directos, donde tendremos la ocasión de conocer a escritores malditos que provocan el infortunio a sus esposas (La mujer de Villon); chavales desconsiderados, que practican la humillación y la violencia sobre sus sirvientas de un modo lamentable (Paisaje dorado); voyeurs que se prendan de jovencitas una vez que las contemplan desnudas en el agua termal de una piscina, aunque jamás intenten acercarse a ellas (Delicada belleza); extorsiones provocadas por el nihilismo y la desazón de una vida carente de metas, que provocan en el lector tanta repulsa como perplejidad (Sin bromas); cómicas situaciones acaecidas en una oficina de correos (Dos pequeñas palabras); o las inicuas servidumbres a las que debe someterse un narrador dipsómano, utilizado por sus compañeros periodistas para un infame reportaje fotográfico, al que se prestará con tanta solicitud como inercia (Demonios apuestos y cigarrillos).
Si consultan ustedes la Wikipedia después de leer este libro (este tipo de cosas hay que hacerlas siempre a posteriori) descubrirán múltiples detalles sobre la existencia más bien amarga de un hombre triste, que fue encarcelado y torturado por el régimen militar de su país y que, al fin, eligió una muerte de lo más extraña: se ató a su amante con una cuerda roja y ambos se arrojaron a las turbulentas aguas del río Tama, donde murieron ahogados. Los cadáveres fueron encontrados seis días después. Y se cierra la información explicándonos que sus lectores llevan cada año cigarrillos y sake a su tumba, en lo que se me antoja un precioso y justo homenaje.
Dueño de una prosa afilada, cortante, precisa y horra de ornamentos, el japonés Osamu Dazai dibuja imágenes de gran poder de sugestión, que no dejan indiferente nunca a la persona que lee. Adentrarse en sus páginas es descubrir un alma hecha tinta, cruda, feroz y auténtica. Compadecerla o despreciarla ya son opciones que pertenecen, como es lógico, al orbe extraliterario.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Es mi fiesta y lloraré si quiero




Los poetas e intelectuales que integran el grupo La sierpe y el laúd (treinta años de esfuerzo, recitales, publicaciones y difusión de la literatura) siguen dando a los enamorados de las letras una serie de pequeños libros valiosos, que reúnen bajo el nombre de Colección Acanto. El número ocho de la misma tiene como ilustre protagonista a la escritora albaceteña Josefina Soria, de quien se nos ofrece la obra que lleva por título Es mi fiesta y lloraré si quiero.
El poemario, que viene engalanado con magníficas ilustraciones de Isidro Ferrer, se abre con un texto lleno de luces (“Hora prima”), en el que Josefina nos presenta la vida como una inundación castálida, al modo de sor Juana Inés de la Cruz (Abro a la vida sus compuertas altas / y en resplandor me anego), y donde nos traslada una confesión luminosa: ¡Soy yo la que amanece! A ese bello poema situado en el inicio del día se le suman otros varios de similar textura y ambientación, como “Capricho del alba” o “Milagro de la luz”, que nos demuestran que el tono auroral de este inicio no es ocioso. Así, podemos descubrir en sus líneas que se acerca la mañana (18), viene el alba (19) y que el alba conserva su perfume (20), por ceñirme a tres páginas consecutivas. Y a partir de ahí, el contenido de esta obra delicada y breve es la vida misma: poetas que numeran sus sueños y que los van ordenando con delicadeza; muchachas de diecisiete años que sufren los golpes del amor; avalanchas de palabras y sentimientos que se ciernen sobre la escritora, cuando ésta permanece aún en la cama (“Asalto a medianoche”); las ansias de hallar la palabra exacta, perfecta, que complete el poema de amor que le ronda por la cabeza (“Desvelo”); una predicción leída en la prensa, que resulta suficiente para llevar la alegría al ánimo de la escritora (“Horóscopo de domingo”); un amor que le escoció, por su unilateral devoción sincera (“Deslumbramiento”)... Pero también en los versos de Josefina Soria aparecen con rotundidad, sobre todo en la segunda parte, las noches. Esos espacios de sombra, aislamiento y melancolía donde el alma se vuelve hacia sí misma, se repliega, se adensa, se aquilata. Esos instantes en los que se niega a dormir por si dormida yo / pasaras por mi lado y no te oyera (33); esos instantes atormentados en los cuales un fragmento de luna / atraviesa mi pecho, y de la herida / manan ríos de hielo (34)
Esa joven que ha vuelto a suspender las matemáticas (37) y que no hace más que llamar / al profesor de griego por tu nombre (38) es también aquella que escribe poemas tan memorables como “Era mi fiesta” y que certifica una verdad esencial para todos los seres humanos, sean poetas o no: En mi alma callada / nadie puede penetrar (43).
Si es verdad que cada rosa es la pacífica respuesta / que da el rosal / al caótico mundo ciudadano (47), sin duda podríamos decir que este hermoso libro de versos es la respuesta sensible, dulce, íntima, emocionante y plena que dio la poeta Josefina Soria para que todos pudiésemos escucharla y leerla.

domingo, 21 de octubre de 2012

Segunda residencia



La mayor parte de los cuentos que podemos leer y valorar se pliegan más o menos escrupulosamente a un modelo que podríamos llamar, para resumir, cortazariano. Es decir, una situación y unos personajes bien perfilados, que se desarrollan con habilidad ante nuestros ojos y que, al llegar a la conclusión del relato, cristalizan y se redondean para provocar la sorpresa, la maravilla o el pasmo del lector. Es un mecanismo feliz, inagotable (si el talento del que lo compone es notorio) y sumamente eficaz. Esa sensación lectora de deslumbramiento, de mazazo final, de KO, de prestidigitador que reserva su truco más vistoso para el instante postrero, es aplaudida de forma casi unánime.
Pero existen, cómo no, otras posibilidades narrativas. Una de ellas es la que podríamos llamar cuento segmentario, y tiene también muchos interesantes cultivadores. Consiste —y la definición será injusta, por limitada— en presentarnos una acción acotada en la que difícilmente apreciaremos un principio, un desarrollo y un final. O sea, que el narrador empieza a contarnos algo (un suceso, una conversación) y debemos sumergirnos en ella para contagiarnos de su clima, para respirar su atmósfera, para sentir su temperatura. Los personajes hablan y hacen, pero no debemos aguardar una sorpresa en el último párrafo, porque no la hay. El fósforo se apaga o el sol declina sin que suene la orquesta o estallen cohetes. ¿Menos espectacular que el modo cortazariano? Sin duda ninguna. ¿Menos seductor o llamativo? Ahí ya no puedo estar —ni estoy— conforme.
Margarita Leoz es una joven escritora de Pamplona que acaba de publicar la colección de relatos Segunda residencia en el sello Tropo Editores. Este libro de cuentos (nos lo explica la solapa) es el primero que publica, tras un volumen de poesía en 2008. Y el resultado, desde luego, es admirable. Con una prosa de gran limpieza, casi cirujana, consigue dibujar paisajes (paisajes externos, pero también paisajes del alma) con media docena de pinceladas; esculpe personajes con una claridad y unos matices que asombran; y nos deja en los ojos una sensación de acuarelas o de miniaturas llenas de niebla, donde los colores tienen muchas más funciones, aparte del adorno puramente estético. Espectadores de excepción, quienes se acercan a leer las propuestas de este libro tendrán la suerte de acompañar a esa ginecóloga que acude a una clínica de estética y descubre allí a una empleada que fue la chica que la maltrataba cuando era niña; y viajará con Paula en un autobús que se mueve entre la ventisca, para conocer a su hermana recién nacida, en un hospital lejanísimo; y observaremos cómo un chico escayolado conversa con la novia de su hermano, que acaba de morir en un accidente; y nos veremos involucrados en una anómala reunión de vecinos, donde aparecen un perro, unos discos antiguos y una lata de callos a la madrileña; y seremos cómplices silenciosos de una chica que, harta de trabajar en un bar con su pareja, consigue un trabajo en sus ratos libres para ir abriéndose a otras posibilidades laborales; y nos iremos a una fiesta con Teresa, fotógrafa ocasional que busca conseguir un poco de dinero extra; y veremos cómo se desenvuelven en sus vacaciones dos personas cuyo hijo murió hace diez años en el mismo entorno en el que ahora descansan ellos; o notaremos, como una lanza clavada en el estómago, el tedio que acomete a una joven profesora de instituto que es destinada a una localidad donde, con el fin de ahorrar, tendrá que alojarse en casa de una anciana; o asistiremos a la extraña vida conyugal de un psiquiatra que se ha casado con una de sus antiguas pacientes y que ahora se ve envuelto en una espiral de cortesías sociales que no ha buscado y que no le agradan.
Hipnotizados por el magnetismo prosístico de Margarita Leoz, todas estas historias (y otras más que el volumen contiene) se nos van metiendo en la cabeza y nos dejan anonadados. Y lo consiguen además con el mecanismo más simple y más antiguo que existe en el mundo de la narrativa: la buena prosa sirviendo como cauce para una peripecia bien contada. ¿Se puede pedir más? El catálogo de Tropo Editores sigue creciendo en brillantez.

domingo, 14 de octubre de 2012

Los años de lluvia



Baltasar Gracián lo dijo, con su prosa nudista: «Más obran quintaesencias que fárragos». Y aunque la sentencia no se pueda —ni se debe— aplicar a los textos puramente literarios, porque la belleza a veces anida en la sencillez y a veces en el barroquismo, sí que ayuda para rebatir a quienes adjetivan de menor e incluso de tramposo el moderno caudal de los microrrelatos. Y tampoco aporta dicterios razonables —ni razonados— el crítico que se escuda en el hecho, incontestable, de que existen infinitos microrrelatos que se reducen al esqueleto del chiste, del juego de palabras o de la paradoja simplista. Concedido. Pero no es un argumento de peso contra el género, sino contra sus malos representantes. Aceptar su validez sería como despreciar a Vicente Aleixandre con la peregrina ocurrencia de que casi todos los poetas surrealistas son unos impostores o unas medianías.
Dentro de la torrentera rica, sugerente y luminosa que los microrrelatos aportan al mundo de la literatura actual (y me limitaré a ofrecer cuatro nombres que lo ejemplifican: Fernando Iwasaki, Ángel Olgoso, Miguel Ángel Zapata y Manuel Moyano), acabo de descubrir a otro narrador sumamente interesante: Jesús Esnaola. El sello editorial Paréntesis nos ofrece ahora su colección de historias Los años de lluvia, que contiene páginas memorables, no sólo por la brillantez sinóptica de sus propuestas argumentales sino también por el acierto de su ejecución. Sirvan como ejemplo algunas narraciones de este volumen, como la titulada Capitalismo, en la que el escritor donostiarra reflexiona sobre la horrenda condición subterránea y terrorífica de la vida, que se rige invisiblemente (Miguel de Unamuno lo dejó escrito) por un festín de antropofagia; o como Mariposas, donde se analizan las posibles aplicaciones prácticas del célebre ‘Efecto mariposa’ a la vida cotidiana del narrador. Tenemos aquí dos historias, extraídas de las primeras páginas del libro, donde Jesús Esnaola nos muestra el evidente vigor de su prosa y su acertada selección de palabras y enfoques para construir un orbe mínimo, pero perfecto y cerrado, al modo de una impoluta canica de metal.
Pero es que si continuamos avanzando por la obra (y la maravilla de sus primeros relatos nos lo pone fácil para que actuemos así), el encanto no hace sino aumentar y aquilatarse. Nos encontraremos en esa exploración con la delicia tierna y melancólica de un hombre que asiste al funeral de un compañero de juegos de infancia, aguardando el momento en que se producirá el milagro que sólo él conoce (Esperanza); con la inesperada reacción de un padre que, después de esperar trillizos, recibe por parte de la enfermera la noticia de que en realidad han nacido dos hijos solamente (Trillizos); con las asombrosas posibilidades que imprimen en el carácter humano los dibujos de las aceras (Geometría); o con un médico muy especial, que puede conseguir que sus pacientes adelgacen de forma estrepitosa y permanente gracias a un mecanismo tan sencillo como inquietante (La coronilla). Y nos formularemos también algunas interrogaciones, inducidas por Jesús Esnaola, que provocarán en nosotros asombro o sonrisa. Así, en Malos tiempos sabremos de qué podría querellarse un monstruo contra su inventor, y qué le echaría en cara si pudiera enfrentarse a él; y en El hatillo descubriremos qué es lo que hace un hombre no demasiado convencido cuando su mujer le anuncia que ha decidido que tengan un bebé. Añadan a esos ejemplos maravillas sintéticas como Tic-tac o delicias crueles como La mesilla y se harán una idea bastante aproximada de lo que les espera en este fantástico volumen.
Decía el argentino Jorge Luis Borges, con la contundencia epigramática que siempre reservó para sus dicterios, que quizá un solo hexámetro de Virgilio era el contrapeso necesario que la Historia de la Literatura utilizaba para sobreponerse al plúmbeo poema del Cid. No es mala sentencia, y quizá podríamos reutilizarla para sintetizar lo que Los días de lluvia aporta al panorama narrativo actual: un respiradero y una ventana, una ráfaga de luz frente a demasiados escritos ombliguistas, en los que los lectores naufragan o se asfixian. Jesús Esnaola Moraza recupera esa vieja tradición de contar. Y de contar bien, además. Con pocas palabras, pero con mucha clase. Con poca extensión, pero con mucha intensidad. Un auténtico lujo, vaya.

lunes, 8 de octubre de 2012

Él



Mercedes Pinto fue una tinerfeña aguerrida, culta y cosmopolita, que se significó en su tiempo (1883-1976) como mujer de convicciones republicanas, feministas y adelantadas a su época. Tuvo la desgracia de contraer matrimonio con un hombre de espíritu perturbado, que amargó la existencia conyugal con sus destemplanzas y violencias físicas y que la impulsó al abandono del hogar común. En esta obra, titulada Él y publicada por Ediciones Escalera, nos encontramos con una singular crónica novelada de aquellos días, que conviene glosar con un cierto detenimiento, para que los lectores adviertan el tono de la obra.
Desde el mismo día en que se casaron, el marido se mostró como un celoso enfermizo, patológico, que veía incluso en un pobre huésped moribundo del hotel donde se hospedaban a un amante que la buscaba con lascivia secreta; luego, durante un viaje por mar, él trató de suicidarse, pero se las arregló para hacer creer a la marinería que había sido ella la alocada que intentaba matarse; cuando el colérico esposo supo que esperaban un hijo no reaccionó de mejor forma («¡Qué inoportunidad más grande! ¡Por todos lados gastos y más gastos!», p.20); en otras ocasiones estuvo a punto de despeñarla a ella por un precipicio (p.34), le provocó una grave hemorragia por zarandearla tras dar a luz (p.44), mata inmisericorde al pajarillo que su hijo pensaba liberar (p.47), trata de ahogar a la narradora mientras ésta duerme (p.53), destroza a patadas el árbol de Navidad que con tanto cariño ha preparado la mujer para los hijos (p.58), le disloca un brazo (p.76), etc. Frente a esas virulencias, ella visita a algunos abogados, que le indican la imposibilidad de divorciarse, porque el marido es un hombre respetado en los ambientes académicos y no muestra signos externos de locura (p.38); a sacerdotes que lo único que le piden es resignación y oraciones para que su marido mejore (p.40); a jueces que le piden a ella que haga esfuerzos para la buena marcha de la institución matrimonial (p.88); y a médicos que se niegan a firmar ningún parte de locura de su esposo, porque no son especialistas (p.89).
Al final, amargada por la incomprensión, la mujer que nos cuenta la historia termina por explotar: «¡Anatema sobre vosotros los cobardes que no levantasteis la voz para defenderme! ¡Sobre vosotros y sobre vuestros hijos recaiga mi dolor —¡todo el amargo manantial de mi dolor!— y el hambre, y la sed, y los insomnios torturantes, y todo el cruento palpitar de mis tremendas y apocalípticas horas de soledad!» (p.90)
Como se puede observar en el resumen, se trata de una historia donde los roles positivos y negativos están fuertemente marcados, y creo que esa polaridad de tintas no le hace demasiado bien a la novela. En efecto, cualquier lector se dará cuenta de inmediato de cómo chirría la obstinación hiperbólica de la narradora por presentarse como inocente, sumisa, tolerante, sufridora, abnegada, desplegando una «caridad sin límites, para quien había pateado las fibras más tiernas de toda mi existencia moral y material» (p.66), frente a la desaforada brutalidad unánime (casi caricaturesca), las reacciones desquiciadas, las pantomimas crueles y la falta de humanidad de su esposo... Lejos de mí erigir dudas sobre la realidad de lo contado; pero sí sobre su credibilidad narrativa. El maniqueísmo buena-malo que plantea la autora isleña tiñe de esperpento o de parodia sus páginas. La mujer del césar (se ha dicho incontables veces) no sólo debe ser honrada, sino además parecerlo.
Esto no implica, ojo, que la obra sea mala o que la debamos desdeñar. En modo alguno. Antes bien, creo que constituye un documento interesantísimo sobre el estado psicológico y social de una mujer (símbolo de miles como ella) que tuvo que batallar contra prejuicios machistas, injusticias flagrantes y cegueras torpes o interesadas de sus contemporáneos. En ese sentido, su valor es incuestionable. Léase, pues, sin dejarse amedrentar por los excesos (en muchas secuencias se tiene la sensación de estar presenciando el matrimonio entre la madre Teresa de Calcuta y Landrú) y se comprenderá que debemos leer este singular texto para saber de dónde venimos y qué avances se han logrado en el difícil pero imprescindible camino de la igualdad. Gloria a las precursoras.