domingo, 30 de octubre de 2011

Antes del futuro imperfecto




Todos los críticos literarios (y me incluyo porque, después de haber reseñado unos setecientos libros, raro será no haber caído alguna vez en esa torpeza) tendemos a decir que tal novelista, tal dramaturgo o tal poeta no necesitan presentación. Pecado de pedantería, sin duda, del que me disculpo retrospectivamente, y en el que he estado a punto de caer hoy con Medardo Fraile. No les diré tampoco que es un clásico al que todo el mundo debería leer, porque ese tipo de consejos paternalistas me desagradan. Con las ofertas que hay en el supermercado de la fruticultura (Cortázar dixit), Medardo Fraile es tan imprescindible como otros cinco mil autores, desde Homero hasta Juan Bonilla.
Lo que sí diré es que el volumen Antes del futuro imperfecto, que ha publicado Páginas de Espuma y que reúne un buen grupo de relatos de este autor madrileño, es una auténtica delicia. Cada uno de ellos, por obra y gracia de este artesano pundonoroso y eficaz, se convierte en una joyita que provoca reflexión, asombro, tristeza o ternura. Así, La marcha de Radetzky nos traslada un episodio donde se puede observar lo cruel e insensible que llega a ser un niño, sobre todo si se burla del abuelo de su mejor amigo, momificado por una embolia; El sillón es una preciosa historia de dignidad en la pobreza y de cómo un simple asiento puede convertir una niñez lánguida y triste en un cúmulo de sueños liberadores; Un divo insólito en La Scala cuenta la tragicómica peripecia de un canario que, después de colarse volando en un coliseum musical y ser aplaudido de forma estruendosa por la firmeza, equilibrio y tonalidad de sus trinos, acaba sus horas de un modo harto peculiar; y La lectura es la crónica irónica y zumbona de un anciano que tras ponerse a leer la novela Ivanhoe, de Walter Scott, llega a la conclusión de que la lectura no sólo sirve para despertar la inteligencia sino que resulta muy eficaz para convocar el sueño.
Pero quizá los cuentos más notables sean aquellos que se centran en el mundo de la educación: maestros estrafalarios, aulas polvorientas, clases tediosas o fulgurantes... En Señor Otaola, Ciencias nos da Medardo Fraile la crónica pausada, lenta, casi sacra, de un profesor tranquilo, de seriedad imperturbable, que un día decide saltar varios peldaños de escalera de un solo brinco, para adornarse con una pincelada dionísiaca; en El hombre que nos daba que pensar coloca como protagonista absoluto a don Jenaro Seco, un profesor de filosofía misógino, que provoca en los chavales una curiosidad casi risueña, aunque ningunas ansias de emulación; Punto final incorpora una metáfora y una lección metafísica: un maestro dicta unas líneas suyas a los alumnos y, cuando la clase toca a su fin, sin ningún tipo de respeto o reverencia, dichas palabras son borradas del encerado; Centenario es la anonadante lección sobre el desastre del 98 que imparte un docente borrachín, al que la directiva de su centro expedienta por la vía rápida para no permitirle que continúe dando clase a los chavales con tan esperpénticas trazas; La hora nos hace sumergirnos en una aburrida clase de filosofía tomista, al final de la cual Ricardito cae muerto justo cuando el bedel anuncia la conclusión; y en Al-Andalus nos asombraremos (y soltaremos alguna que otra sonrisa) con la curiosa pedagogía de don Senén, un maestro levantisco y aspaventoso que transforma las incursiones musulmanas en galopes bucales y tizazos contra la pizarra. Quien no conozca aún los cuentos de Medardo Fraile (uno de los narradores favoritos de Francisco Umbral) tiene ahora una espléndida ocasión para acercarse a sus líneas. Y quien ya haya tenido oportunidad de bucear en alguno de sus libros anteriores tenga por seguro que esta experiencia no habrá de resultarle repetitiva o decepcionante. El narrador, instalado en una senectud gloriosa y fértil (nació en marzo de 1925, así que se encamina hacia los 87 años), vuelve a esculpir unos textos magníficos, que dan fe de su poderío literario y de su admirable capacidad de síntesis. La editorial Páginas de Espuma, que apuesta por voces nuevas (David Roas, Matías Candeira) y por voces consagradas (como Unamuno o Medardo Fraile), puede presumir de catálogo.

martes, 25 de octubre de 2011

El mejor de los mundos




En 2001 apareció en Barcelona un libro anómalo, disparatado y brillante que llevaba por título El millor del mons; y ahora el sello Anagrama nos propone que leamos la obra en su colección de Compactos. Y la idea no puede ser más espléndida, porque los libros de Quim Monzó hace mucho que se incorporaron a la primera línea de la narrativa española: por su capacidad de fabulación, por su lenguaje, por su alta dosis de ironía, por la forma en que mira (y cuenta) el mundo en el que habitamos.
Los trece cuentos y la novela corta que conforman este volumen consiguen mantenernos tensos, intrigados, sorprendidos, sonrientes, perplejos, incómodos o compungidos. Pero en ningún caso provocan indiferencia. Nadie lee un cuento de Quim Monzó y se queda igual. No hay modo de conseguirlo. Nos explica la historia de un muchacho que se muere en mitad de una comida familiar y al que todos se empeñan en seguir viendo vivo, durante años ("Mi hermano"); o nos lleva hasta sus últimas consecuencias las reflexiones de un niño al que un compañero de clase llama 'Hijo de puta', y que deduce que su madre es, en efecto, una profesión del sexo ("Mamá"); o se burla con desparpajo de un célebre cuento infantil, para desmitificar su candor estúpido ("La cerillera"); o, en fin, nos presenta argumentos tan disparatados como los de "El accidente" (un grupo de ciudadanos airados que apalea con salvajismo a un conductor porque ha cometido una imprudencia al volante) o "Ante el rey de Suecia" (un escritor que se obsesiona con el premio Nobel y que lo acabará obteniendo).
En medio de un magnífico volumen, cuajado de aciertos expresivos y de piruetas psicológicas memorables, dos perlas me han seducido especialmente: "Fregando platos" (un frenético y más bien delirante cuento donde la pareja formada por Mingo y Rosa padecen o imaginan el asedio gorrón del ineducado Xavier) y "Dos ramos de rosas" (que no se sale de la cotidianidad de un matrimonio estándar, pero que la vulnera de forma constante, con una ironía demoledora).
Se ha dicho que Quim Monzó (y lo repite la contraportada de este tomo) es "el indiscutible primer escritor de su generación, en lengua catalana". Tal vez sea cierto. De lo que no cabe dudar, en todo caso, es del hecho de que cada uno de sus relatos breves es un malabarismo, un reto y una demostración de eficacia. Todo le vale (por absurdo o anodino que parezca) a la hora de moldear una historia: las vacilaciones de un aduanero bisoño, el feto que un hombre lleva en una bolsa de El Corte Inglés, la crueldad de un niño despechado, la escasa pericia de un escultor... A Quim Monzó le basta con arañar un poco en la normalidad para obtener petróleo narrativo.

jueves, 20 de octubre de 2011

La maleta de mi padre



Sucede en ocasiones: un acontecimiento inesperado, un galardón, un azar, ponen ante nuestros ojos a un escritor del que no teníamos demasiadas noticias (o acaso ninguna), y nos descubren la brillantez de sus obras, la perfección imantada de sus libros. Fue lo que ocurrió en el año 2006 cuando el más famoso premio literario del mundo, el Nobel, recayó sobre el turco Orhan Pamuk. Desde aquel día, un buen número de lectores de todos los países nos hemos acercado con admiración y con reverencia curiosa a sus libros: Nieve, Me llamo Rojo o Estambul. Ciudad y recuerdos. Y hemos incorporado a Pamuk a esa nómina sentimental y cálida de escritores amados a la que algunos críticos pretenden darle categoría científica con el estúpido nombre de canon.
El sello Mondadori nos ofrece la traducción de Rafael Carpintero de la obra La maleta de mi padre, que reúne las conferencias redactadas por el narrador turco con motivo de la recepción de tres importantes premios: el Puterbaugh (que le fue concedido en EE.UU.), el Premio de la Paz de la Unión de Libreros Alemanes y las palabras que pronunció en la entrega oficial del premio Nobel. En las tres piezas, Orhan Pamuk insiste en un pequeño grupo de ideas elementales y cristalinas: que el ejercicio de la narrativa comporta una alta dosis de laboriosidad ("En mi opinión, el secreto de la escritura no reside en una inspiración que nunca se sabe de dónde va a venir, sino de la obstinación y la paciencia", p.16); que las letras no son un arte decorativo u ornamental, sino que sirven para curarnos "las heridas ocultas que llevamos en nuestro interior" (p.31); que la actividad literaria alcanza en él unos niveles mucho más amplios y hondos de lo que pudiera pensarse ("La escritura me es tan necesaria como una medicina", p.49); y que la felicidad que obtiene construyendo una buena historia es enorme, porque "las leyes del paraíso libre e ingrávido que alcanzo con mi novela me recuerdan a los juegos de mi infancia", p.60.
Orhan Pamuk nos desvela también algunos detalles de su asombroso ritmo de trabajo (dice que escribe una media de diez horas diarias y que su producción se suele situar en "menos de media página al día", p.50) y nos detalla sus ideas acerca de la necesaria incorporación de Turquía al mundo europeo y occidental, con el que tiene más conexiones que divergencias.
En suma, estamos ante un libro redactado por alguien que una vez recibió de su padre una maleta llena de manuscritos, y que ha hecho lo posible para merecerse su destino como escritor y conciencia viva de su país. Orhan Pamuk tiene la integridad de un caballero, la valentía de un héroe y la elegancia expresiva de un narrador excelso. Descúbranlo.

lunes, 17 de octubre de 2011

Trivium



Existe una estirpe de poetas por los que, he de confesarlo, siento una atracción especial: aquellos que escriben tenaces, incansables, laboriosos, cuidadosos, humildes y exquisitos, ajenos a las modas; aquellos que se inclinan sobre el papel día tras día y nos dejan su visión del mundo en forma de arañitas negras de tinta. Y me encanta cuando una editorial aguerrida reúne todos los libros de ese escritor en un volumen mastodóntico, en el que puede apreciarse de forma cronológica la evolución de su lírica. Ocurre que hoy tengo en las manos uno de esos tomos, magníficamente editado por el sello Funambulista, donde se ordenan todos los poemas que ha publicado Enrique Badosa desde 1956 hasta 2010. Y me apetece mucho hablar de él.
Escritor de reconocida trayectoria (ha recibido premios como el Ciudad de Barcelona o el Fastenrath de la Real Academia de la Lengua), conocedor exhaustivo de la poesía española del siglo XX (no en vano trabajó en la editorial Plaza & Janés, donde se empapó de la obra de sus contemporáneos), admirado por los críticos de más sólida envergadura (ha recibido comentarios elogiosos de Manuel Alvar, Díaz de Castro o Víctor García de la Concha) y estilista de una versatilidad asombrosa (se maneja con igual solvencia en los territorios del soneto, el verso en prosa o el epigrama), el catalán Enrique Badosa nos ofrece en este libro de casi 1200 páginas una panorámica espléndida de lo que ha sido su evolución literaria, amplia y llena de matices y aciertos. Tratar de resumir esas 1200 páginas (que contienen más de medio siglo de actividad poética) es rigurosamente imposible; e igual de imposible resulta ofrecer una síntesis de las líneas principales que Enrique Badosa frecuenta, por ser tantas y tan variadas.
Podríamos hablar, por ejemplo, del tenue aleteo de Dios, que perfuma muchísimos de sus poemas y evidencia la condición cristiana que late en todas sus composiciones; o podríamos acercarnos a sus reflexiones sobre el fenómeno del turismo, que le sirve como crítica contra quienes venden el país como si se tratara de una almoneda, edificando en zonas vírgenes, dejándose aplastar por el poderío de la moneda extranjera, habitualmente más pujante que la nuestra, y dejando que los paladares chocarreros que vienen del exterior entren en nuestras viñas «para aguarlas y cocacolizarlas» (como señala con tino y rabia en la página 200); o a la incomodidad que genera el tabaco en las personas que lo padecen de forma involuntaria (epigrama XL); o a la curiosa actitud sectaria que, según el catalán Enrique Badosa, adorna a quienes abominan de ciertas dictaduras, pero hacen la vista gorda con las más cercanas a su ideología (epigrama XLII); o a las diatribas que dirige a los poetas pedantes, que trufan sus producciones líricas con citas de otros, en varios idiomas (epigrama XLIV); o a los dardos que dedica a la garrulería deportiva de los tiempos en que vivimos, donde el fútbol se ha convertido en un espectáculo deportivo hipertrofiado (dice Enrique Badosa, con gracejo, que el nuevo himno patrio debería ser «Do, re, mi , fa, gol»); o a la actitud irónica que el poeta mantiene frente a corrientes líricas de emergente cuño, como la llamada Nueva sentimentalidad, a la que hace objeto de chanzas cazurras en varios momentos de la obra (por ejemplo, en la página 773). ¿Y cómo olvidarnos de las simpáticas pero implacables andanadas que dirige a los intelectuales de partido, empeñados en ver el mundo con sus gafas deformadas, y empeñados también en catequizar a los demás para que procedan del mismo modo (páginas 206-207)? ¿Y cómo no sonreír ante los pullazos que dedica a los cantapoetas, es decir, aquellos músicos que se afanan en poner música a las composiciones de los poetas famosos para presuntamente rendirles homenaje pero, en realidad, para lucrarse con ellos (páginas 330-331)? Podría multiplicar los ejemplos, pero apenas ofrecería una pálida semblanza de lo que este libro genial y completísimo contiene.
Un inteligente y esclarecedor texto de Joaquín Marco clausura esta edición monumental, que no debería estar ausente de ninguna biblioteca pública española, y que tampoco desentonaría en muchas particulares. Humor, sabiduría y música se anudan maravillosamente en los versos de Enrique Badosa. Muy recomendable.

martes, 11 de octubre de 2011

La señal de la cruz




Hay tipos de libros y hay tipos de lectores. Ignorar era circunstancia es un error, y nos lleva a la crueldad o a la ceguera. Algunos de esos lectores disfrutan leyendo poemas gongorinos; otros prefieren novelas existenciales; y otros eligen emplear sus horas devorando best-sellers, libros de autoayuda o fascículos de filiación esotérica. Nada que oponer a ninguna de esas actividades. El más riguroso volumen que se haya escrito sobre el ácido desoxirribonucleico será contemplado con absoluta indiferencia (y con absoluta ignorancia) por cualquier profesor de una facultad de letras: se encuentra tan alejado de su horizonte intelectual que le resulta tedioso e improductivo.
Aclarado ese punto, diré que la novela La señal de la cruz, del americano Chris Kuzneski (que ha traducido Gonzalo Torné para el sello Planeta) es un best-seller. Pero que, a diferencia de otros volúmenes de parecido cuño, atesora una cualidad especial: es un libro bien escrito, que se lee sin rubor incluso por lectores acostumbrados a otro tipo de literatura. Es libro ameno, galvánico, bien documentado y muy bien construido, donde se nos habla de una misteriosa serie de asesinatos, excelentemente resumida en la página 314 de la obra ("Un sacerdote de Finlandia que había sido secuestrado en Italia pero asesinado en Dinamarca. Un príncipe de Nepal secuestrado en Tailandia pero asesinado en Libia. Un jugador de béisbol de Brasil que había sido raptado en Nueva York y crucificado en Boston"). Si a ese sorprendente catálogo le añadimos un misionero australiano, Paul Adams, que es asesinado en Pekín, y unas extrañas excavaciones que se producen en la localidad italiana de Orvieto, tendremos los ingredientes necesarios para una novela trepidante y llena de sorpresas.
¿Los defectos de la obra? Pues, en principio, dos: en primer lugar, el giro "normalizador" que da Kuzneski a la novela en sus últimas páginas, con el oportuno testimonio de Poncio Pilatos, que no tiene más objeto que contentar a tirios y troyanos; y en segundo lugar, el notorio abuso de la tensión folletinesca en los finales de capítulo, que adquiere una dimensión de caricatura, por su hipertrofia.
En suma, este joven escritor norteamericano ha conseguido una obra de alto interés, con trazas de humor, intriga política, persecuciones creíbles, poderosa armazón narrativa y símbolos adecuadamente manejados, que se propuso "borrar la línea entre la realidad y la ficción sin tener que dar explicaciones a nadie" (p.508) y que sin duda lo ha conseguido.
Gustará incluso a los lectores menos aficionados al "cristianismo-ficción".

jueves, 6 de octubre de 2011

Cartas de amor




El escritor Fran Alonso (Vigo, 1963) es el autor de estas nueve misivas que otras tantas mujeres redactan dejándose el corazón y el alma sobre los folios, y que cubren un amplio abanico de emociones y de paisajes. Está, por ejemplo, la senegalesa Ndeye, que le escribe desde Galicia a su cuñada Nafissatou para explicarle su odisea por mar y tierra hasta establecerse en un lugar donde pueda construir su nueva vida con su recién nacido hijo Assane. Están las confesiones amorosas de Mónica, que le escribe un tímido, cauteloso, dulce correo electrónico a su amiga Clara para explicarle su condición de homosexual y su amor por ella. Están las líneas fervorosas que la adolescente Besmeh le dirige a su amado Ahmed desde la hamada de Tinduf (Argelia), para contarle que por él aguanta el siroco, la orfandad de los que viven sin patria, el sol implacable y la infinita arena. Están las durísimas revelaciones de Dyana, una pobre mujer de Filipinas que conoció la violación a los 9 años, que fue luego forzada por su propio tío, que trabajó en un burdel y que ahora le escribe al europeo David, con la ilusión de que éste la saque de ese mundo terrible y espiral en el que chapotea. Está la joven uruguaya Bárbara, que rompe con su novio Luis Alberto desde su nuevo hogar gallego, porque comprende que un océano es demasiada separación como para soñar con continuar sus amores.
Nueve historias densas, desgarradas, emotivas, que llevan hasta nuestros ojos las experiencias más tristes de unos seres desvalidos y golpeados por la fiereza del infortunio. Para emocionarse y reflexionar.

domingo, 2 de octubre de 2011

Vidas prometidas




Hay personas que, ofuscadas por una hipertrofia del yo, consideran que no pueden irse de este mundo sin contarnos a qué jugaban siendo niños, de qué color eran los cabellos de la muchacha que les aceleraba el corazón, cómo robaban fruta en los huertos aledaños a su colegio o en qué empleaban las horas de la siesta durante los veranos. Y, ufanos y transidos por la emoción de haber contribuido a la historia de la cultura, nos esclafan sus apasionantes memorias, que sin rubor utilizaremos para calzar muebles o para evitar que el aceite de las sartenes unte el suelo de la cocina. No ocurre así, desde luego, con el elegante Guillermo Busutil, que nos acaba de enriquecer con su volumen Vidas prometidas, una colección de veintiocho historias de marcada brillantez, que edita el sello zaragozano Tropo, con su habitual tino para elegir obras y autores.
Recordemos dos enunciados emitidos por escritores de altísima calidad. El primero es Fernando Pessoa, poeta portugués de infinitos quilates, quien hace ya muchas décadas explicó en una página memorable que su patria era la lengua portuguesa; el segundo es el vallisoletano Miguel Delibes, quien reconoció durante una entrevista concedida en su senectud que su patria indiscutible era la infancia. Ambos dictámenes se podrían hacer complementarios en esta espléndida colección de relatos, donde Guillermo Busutil explora los territorios de la infancia sin caer en el ternurismo, la melancolía excesiva o la autoflagelación. Quizá porque ha sabido comprender la frase famosa de Arthur Rimbaud donde pregonaba que él era otro. Es decir, que el poeta o el narrador, cuando se eligen a sí mismos como objeto de análisis o de expresión literaria, han de contemplarse desde fuera, excéntricos o alienados, para no dejar que las minucias personales (no necesariamente significativas para los demás lectores) empañen su sentido del lenguaje o la construcción misma del relato.
Nos encontramos en estas páginas deliciosas con joyas como Estrella sin ley, cuyo protagonista (Efrén) es un chico tímido y escuálido que goza de una gran popularidad por las novelitas del oeste que escribe para sus compañeros. Eso no impide que sea un chico maltratado por los típicos bravucones de la clase, que la tienen tomada con él y con el gordo Anchieta. Por fortuna, la aparición de un chaval nuevo llamado Gross cambiará esa situación de una forma inesperada. O como La promoción Oxford, una pieza memorable protagonizada por Toledo Reyes, una mujer cuya vida sufrirá un vuelco cuando reciba un correo electrónico en el que se la invita a una reunión de antiguos alumnos. No le lleva mucho tiempo comprender que tendrá que encontrarse con Jaime, su antiguo novio. Ella se encuentra ahora felizmente casada con un hombre encantador llamado Enrique, pero el recuerdo de Jaime la sigue atosigando. Cuando llega a la fiesta, no obstante, no consigue localizarlo por sitio alguno... Y la causa es tan sorprendente que los lectores se quedarán con la boca abierta.Pero es que los demás relatos completan un fresco bellísimo, donde los mimbres del humor (On the air), la cotidianeidad de muchas familias urbanas modernas (Shaw & Maciá), la reflexión irónica sobre los vuelcos que puede dar la vida (Los futuros de Voltaire), la grata importancia que pueden tener las lecturas infantiles en la existencia de una persona (La siesta de Odiseo), el modo en que una mujer puede ser un enigma para la persona que la contempla (Flor en la ventana), la amargura que tiñe los años finales de una vieja maestra (La señorita Margot), las acciones que puede acometer una persona atosigada por la precariedad laboral (Un hombre llamado Proust) o la anonadante mostración de cómo un asesor habilidoso puede encumbrar la carrera política de un patán (Gabinete Foreman) se cruzan entre sí para completar una telaraña tan hermosa como envolvente. Acabado este volumen, es muy probable que el lector experimente el deseo de acudir a más obras de Guillermo Busutil. Si tal cosa ocurriera, puede hacerse con Drugstore (Páginas de Espuma, 2002) o Nada sabe tan bien como la boca del verano (Ediciones de Aquí, 2005). Seguro que encuentra más de un motivo para colocar al excelente narrador granadino entre los preferidos de su biblioteca.