domingo, 14 de agosto de 2011

El castillo de Otranto



Conrad, el enfermizo vástago del príncipe Manfred, está a punto de casarse con Isabella, una muchacha hermosísima que no siente amor alguno por él. Pero cuando la ceremonia nupcial está a punto de celebrarse un inverosímil y gigantesco yelmo cae desde el cielo y aplasta al joven, sin que nadie alcance a explicarse de dónde procede, ni cuál es el sentido de este fulminante milagro. Manfred, aturdido por el dolor (y anhelando un heredero que consolide su débil posesión del título de Otranto), acude a los aposentos de la desdichada Isabella y le explica que ahora será él, el padre, quien la despose. La muchacha, sobrecogida por la abominación que le plantea el príncipe, logra huir y se oculta en un pasadizo subterráneo. Allí encuentra la inesperada ayuda de Theodore, un campesino obsequioso que, con una tregua dilatoria, consigue retener a los perseguidores mientras Isabella llega hasta el convento del padre Jerome y se acoge a sagrado. Pero la trepidante acción, llena de enigmas, muertes y horrores, no ha hecho sino comenzar...
Horace Walpole (1717-1797) es el autor de esta novela dinámica y llena de misterios, que traduce, prologa y anota María Engracia Pujals para Alianza Editorial, que la incluye en su Biblioteca de Fantasía y Terror. La incorporación a este bloque temático es, desde luego, legítima, porque al misterio del yelmo gigante que inunda las primeras páginas de la novela se le van añadiendo después unos cuantos espeluznos ocurridos en los sótanos de la fortificación. Pero tampoco habría resultado impropio adscribirla a una cierta variante del género novelesco bizantino: amores contrariados, bodas forzosas, viajes, personajes que cambian de identidad en el transcurso de la narración, muertes, sorpresas... Hay, además, algunos segmentos donde los diálogos alcanzan una plenitud estilística y galante de difícil superación, como el que mantienen Matilda (hermana de Conrad) e Isabella entre las páginas 146 y 150, donde el pundonor de ambas, los celos más o menos encubiertos, la prudencia respetuosa, el arrebato pasional y el amor que ambas sienten por Theodore se conjugan de manera excelente.
Nos encontramos ante un volumen de lectura ágil y gratificante, que regala emociones en cada capítulo y que incorpora una serie de elementos surrealistas (y psicoanalíticos) bastante sorprendentes, sobre todo si nos fijamos en que la novela fue escrita en pleno siglo XVIII. Y si les convence (que seguro que lo hará) pueden prolongar el placer lector con sus Cuentos jeroglíficos, publicados igualmente por Alianza Editorial. Disfrutarán.


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