domingo, 8 de mayo de 2011

La librería



En raras ocasiones como en esta obra podrá encontrarse el lector español con un ejemplo más nítido de lo que podríamos denominar novela de atmósfera. Es decir, una narración larga donde las acciones y aun los personajes se encuentran influidos por el ambiente que empapa la historia. Para quien disfrutó de volúmenes como El astillero, de Juan Carlos Onetti, poco más hay que decir. En este caso, un pequeño pueblo británico, mojado por la lluvia y enmohecido por costumbres tan ancestrales como rancias, que se abaten sobre la viuda Florence Green, quien en el año 1959 lleva a la práctica su idea de abrir una librería en la localidad de Hardborough, tan hermética como fosilizada en el tiempo.
Curiosamente, el proyecto de la señora Green se encuentra desde el primer instante con la paradójica oposición de numerosas personalidades: la señora Gamart, una poderosa influencia local, que hubiera preferido que en ese espacio se crease un Centro para la Música y las Artes, en lugar de “una tienda”, como afirma con desdén en la página 38; el señor Keble, director de la oficina bancaria, muy reticente a la hora de facilitarle un préstamo, y que encuentra un motivo de satisfacción cuando la librería atraviesa por horas bajas, porque esto presupone un retorno al status tradicional («Ahora habrá algo menos de actividad en su negocio, supongo. Quizá sea mejor así. Durante un tiempo dio la impresión de que iba usted a sacarnos de nuestras viejas costumbres de golpe», página 144); el señor Thornton, su abogado, que finalmente se sumará a la invisible presión colectiva, ofreciéndole la posibilidad de adquirir otro emplazamiento para su librería, en lugar de Old House; etc. Frente a eso, Florence Green sólo cuenta en realidad con dos aliados heterogéneos y más bien anecdóticos: la pequeña Christine Gipping, de apenas once años, que la ayuda en el negocio; y el casi invisible señor Brundish, un vecino culto y reservado «cuya forma de rebelarse contra el mundo consistía en impedir que el mundo entrara en sus dominios» (página 130), el cual le aconsejará que ponga a la venta la última obra de Vladimir Nabokov, Lolita, cuyas excelencias y morbo le podrán servir para asegurarse unas buenas ganancias comerciales.
Este juego de apoyos y de obstáculos, de afinidades y de divergencias, se construye con una gran sutileza, de tal forma que jamás asistimos a ninguna explosión de tipo emocional, ni positiva ni negativa. Todos los personajes (permítaseme la broma) parecen tejidos con flema, lluvia y té; y los lectores asistimos a un equilibrio sordo de rencillas, muy británico. La prosa de Penelope Fitzgerald, con su ritmo pausado y ceremonial, contribuye a transmitir esa música lenta que tan maravillosamente se ajusta a su argumento y a sus pretensiones novelísticas. Quizá por eso se trate de una pieza tan llena de embrujo, tan especial, tan distinta.Posiblemente Penelope Fitzgerald no sea una autora demasiado conocida en España, y quizá esta obra no acumule las condiciones magnéticas que se suelen atribuir a los bestsellers (argumento trepidante, sorpresas continuas, capítulos con final de folletín, etc), pero sin duda es un volumen hermoso, que consigue instalarnos con pericia en el alma y en el tesón de una mujer firme, Florence Green, que pelea por su sueño y que, con elegancia enérgica, con dulzura tenaz, lo lleva a la práctica. Ella sabe que «el coraje y la perseverancia son inútiles si no se ponen a prueba» (página 27), así que se aplica al cumplimiento de su destino levantando una empresa que tiene mucho de metáfora y que la enfrenta, sin acrimonia pero sin vacilaciones, a la estolidez megalítica de sus conciudadanos. Ana Bustelo es la encargada de verter a la lengua castellana esta obra, que publica exquisitamente, como es habitual, el sello Impedimenta. Y, por cierto, esta misma editorial lanza ahora otro volumen suyo, El inicio de la primavera, que fue finalista del prestigioso galardón Booker Prize y que se sitúa en la Rusia anterior a la revolución bolchevique de 1917. No parece en modo alguno una mala oportunidad para seguir conociendo a esta fascinante novelista inglesa, que no inició su carrera literaria hasta la tardía edad de 58 años y que falleció en abril de 2000.

1 comentario:

supersalvajuan dijo...

Las atmósferas al final la lían con la lluvia.