jueves, 27 de enero de 2011

Zoo o Cartas de no amor




Suele decirse que la forma más enfática y más evidente de poner de manifiesto una palabra es no usarla nunca. Y ésa parece ser una de las luces que orienta la prosa de Viktor Shklovski en su obra Zoo o Cartas de no amor, que nos ofrece la editorial barcelonesa Ático de los Libros gracias a la traducción de Yulia Dobrovolskaya y José María Muñoz Rovira.

Enamorado de la escritora Elsa Triolet (que fue pareja de Maiakovski, estuvo casada con Louis Aragon, luchó contra los nazis en la Resistencia francesa y obtuvo el premio Goncourt), Shklovski se obstinaba en escribirle cartas; pero ella, no menos obstinada, le prohibió que en ellas le hablase de amor. El resultado son ciento sesenta páginas donde el escritor habla del exilio, de la revolución rusa, de las costumbres berlinesas, de moda (a Viktor no le gustan los pantalones con raya), de la chocante historia de amor entre el japonés Taratsuki y la rusa Masha, del motor del coche Hispano-Suiza, de las locuras de don Quijote, de las bellezas de Haití, de las casas prefabricadas o de las pipas, generando en los lectores una sensación chocante de vademécum o de desván que, no obstante, tiene su sentido: no hablando de amor, Shklovski habla constantemente de amor, porque le deja bien claro a Elsa (llamada Alia en este libro) que cualquier cosa que mire la está mirando para ella, que cualquier cosa que describa la está describiendo para ella. Imposible no pensar en novelas como Mrs. Caldwell habla con su hijo, del gallego Camilo José Cela, que indaga en los mismos procedimientos psicológicos y literarios. En realidad, más que un libro de declaraciones, éste es un libro de gravitaciones: Elsa/Alia está aleteando en cada adjetivo que Shklovski maneja, en cada sustantivo que incorpora a la página, en cada verbo que despliega.

Añádanse a estos primores la aparición comentada de algunos personajes célebres de su tiempo (Boris Pasternak, Marina Tsvetaieva, Marc Chagall, Roman Jakobson), algunos aforismos que hubieran hecho las delicias de Ramón Gómez de la Serna («En una tienda, las mujeres flirtean con la ropa», p.73) y bastantes frases para la reflexión («Todas las palabras hermosas están exhaustas», p.11; «Nos comportamos como locos en este mundo, para ser libres», p.53; «Sin palabras uno jamás llega al fondo de las cosas», p.87; «Si un coche no pesa, tampoco se mueve. Es el peso lo que permite a sus ruedas agarrarse al asfalto», p.131; etc.), y pronto nos daremos cuenta de que tenemos entre las manos un volumen bien singular y bien digno de lectura. Los editores de Ático de los Libros han acertado plenamente con la elección de esta obra para los lectores españoles.

sábado, 22 de enero de 2011

Veintiséis historias que no vienen a cuento




Hay quienes consideran que los talleres literarios carecen de sentido, pues estiman que la capacidad de expresarse estéticamente no puede ser aprendida. Quien anhele escribir —aducen— no precisa más que atesorar muchas lecturas y disponer de algo que decir. El resto es voluntad, práctica y trabajo. La mayoría de las mujeres (lo pregonó Camilo José Cela) ignoran escrupulosamente todo lo que tiene que ver con la ginecología y la obstetricia; y luego tienen unos hijos que da gusto verlos. Además, no consta que Cervantes, Proust o Tolstoi asistiesen jamás a ninguna clase donde se enseñara a redactar novelas, y son considerados auténticas cumbres del género.
Todo eso, sin duda, es verdad. Pero no toda la verdad. Escribir novela o cuento (no sé si poesía: en ese terreno no me aventuraré) comporta inequívocamente una técnica. O mejor: unas técnicas. Y la función que cumplen ahí los talleres literarios radica en mostrar esas técnicas a sus alumnos: explicarles los diferentes tipos de narradores posibles, hacerles ver cómo se elige un punto de vista u otro, como se jerarquizan estos o aquellos episodios, de qué manera se construye una armazón argumental... Y después —y en esto, imagino, volveremos a estar todos de acuerdo— ya es el talento individual el que determinará quiénes lo hacen bien y quiénes jamás accederán a las mieles de la excelencia.
En la ciudad de Murcia —en concreto, en las dependencias de la Biblioteca Regional— se han venido celebrando durante los últimos tiempos unos talleres que reunían a todo tipo de personas interesadas en el mundo de la escritura, bajo la coordinación de Lola López Mondéjar: psicólogos, profesores, publicistas, periodistas, abogados, ingenieros, biólogos, historiadores, educadores sociales, informáticos... Hombres y mujeres a quienes unen dos vínculos igual de intensos: la humildad y el amor a la literatura. Como reflejo de esa doble intensidad admirable surgieron un buen montón de relatos, de los que la editorial Tres Fronteras ha ofrecido una cuidada selección bajo el sugerente título de Veintiséis historias que no vienen a cuento. Y las propuestas que nos muestran sus autores son tan variadas como atractivas.
Antonia Miranda nos lanza en el cuento De cómo Herminia Luján Pallarés se convirtió en una cerda una asombrosa historia que, participando de una mutación de índole kafkiana, incorpora el humor como ingrediente principal. Leandro Llamas construye en De once varas un relato de originalidad manifiesta, donde se nos muestran los pensamientos, reflexiones y actitudes de una camisa que, tras un largo proceso de elección de hombre en el que posarse, termina encontrando un final de velada más que sorprendente. Eduardo Carrasco explora en El entierro de King las posibilidades irónicas que encierra la decisión de un matrimonio de jubilados británicos que viven en España de enterrar solemnemente a su perro. Y cómo un carpintero aficionado a las saetas (don Julián) puede contribuir a la culminación del acto. Juan Francisco García Saorín nos cuenta con asombrosa pericia la historia de María, una enfermera que, para ganar un dinero extra que le hace mucha falta, se dedica al tráfico de órganos de manera ocasional. Lo que no entraba en sus cálculos es que el día de su cumpleaños iba a recibir en casa, sin desearlas, unas visitas más que sorprendentes. El relato se titula Leyenda urbana y les aseguro que es perfecto en su ejecución. El cuchillo, de Ginés Alcántara, es una pieza memorable sobre el desasosiego y la intimidación, escrita con maestría. La culpa no fue del cha cha cha, compuesto por María Jesús Benedicte, es un breve episodio donde vemos la relación entre una madre olvidadiza y su hija que vive en Liverpool. Rubén Muñoz consigue en Mi hermano Aurelio una pequeña joyita, con un aire entre Quim Monzó y Juan José Millás, muy sabiamente mezclados. Ángel Berruezo nos propone en sus páginas una pesadilla cíclica, bautizada como Otra oportunidad...Y así hasta veintiséis narradores, veintiséis voces masculinas y femeninas que velan en muchos casos sus primeras armas en el mundo del relato corto y que obtienen resultados más que sorprendentes. Si quieren ustedes conocer lo que se está cociendo en la más reciente literatura murciana, les aconsejo que se den un paseo por las páginas de este libro: les llamará la atención.