domingo, 28 de noviembre de 2010

El procurador de Judea



Por uno de esos misterios que de vez en cuando atraviesan el mundo de la literatura y que lo enrarecen y pueblan de mitos, he aquí que la obra literaria de Anatole France (1844-1924) nunca ha sido especialmente leída en España, donde más de un profesor de literatura tendría problemas para determinar si se trataba de un hombre o de una mujer (vive Dios que he hecho la prueba, con chocantes resultados). Ni siquiera su premio Nobel del año 1921 le deparó una mejora visible en la consideración del público lector de este lado de los Pirineos. Ignoro si sus ideas sociales, avanzadas para la época en que vivió (propugnó la separación de la Iglesia y el Estado, se significó como uno de los valedores más aguerridos del capitán Dreyfus, luchó por los derechos sindicales de los trabajadores, etc), pudieron influir en ese despego, que no ha sufrido alteraciones significativas en los últimos decenios.
Para subsanar esa injusticia, tal vez no sea una mala idea la de acercarse a algunas de sus obras y comprobar por nosotros mismos la originalidad de sus temas y los muchos primores que su narrativa incorporaba. La editorial Contraseña nos ha facilitado recientemente esta aproximación gracias a un libro titulado El procurador de Judea, que ha traducido María Teresa Gallego Urrutia y que ha prologado, tan breve como juiciosamente, el también formidable novelista Ignacio Martínez de Pisón. En esta obra se nos traslada hasta el siglo I y se nos explica cómo Aelio Lamia, retirado en un exilio forzoso que distrae con los deleites del paisaje y con la lectura reposada de los textos de Epicuro, descubre un día aproximándose por un sendero la litera que transporta a Poncio Pilatos, antiguo procurador de Judea al que le unió hace años una cierta amistad. Este último vive actualmente en Sicilia con su hija, y comercia en trigo. El recuerdo que guarda de los judíos no puede ser más agrio: dice que le «colmaron de amargura y asco» (p.24) y que, sin duda, se les puede considerar como los peores «enemigos del género humano» (p.29). La acrimonia que por ellos experimenta no ha decrecido ni un ápice con el paso del tiempo, como bien puede comprobar el sosegado Aelio Lamia mientras lo escucha (y cualquier lector, mientras lo lee). ¿Cómo es posible (se pregunta, perplejo, un bilioso Poncio Pilatos) que se aplicaran con tanto ahínco a obstruir sus razonables órdenes de gobierno y que se negaran a integrarse en la pax romana, que tanta felicidad y tan sosiego podría haberles dado? Más tarde, cenando juntos, Poncio Pilatos manifiesta ante Aelio Lamia que los judíos, con su ceguera mesiánica, no serán nunca un pueblo con el que se pueda convivir: adolecen de una intolerancia religiosa sin fisuras, que los vuelve potencialmente peligrosos siempre.
Pero lo más llamativo de la historia viene cuando, acabándose ya la acción de la misma, Aelio Lamia rememora a una mujer judía de la que estuvo prendado (bailaba voluptuosamente, y él era un hombre ardiente, que la miraba con deseo). Ella, de pronto, dio un giro a su vida y, abandonando la disipación, el erotismo y los placeres mundanos, se sumó a una pequeña insurrección que tuvo lugar en aquel tiempo, protagonizada por un joven taumaturgo «que se hacía llamar Jesús el Nazareo» (p.46). Poncio Pilatos, después de forzar la memoria y sin que en su voz o en su actitud se perciba la más mínima dosis de cinismo, dice no recordar nada de aquel revolucionario que terminó muriendo en la cruz. Los lectores, como es lógico, se llevarán una sorpresa con esta revelación... Pero en el fondo no es tan disparatada. ¿Por qué habría de recordar el procurador de Judea, asaltado durante su gobierno por mil y una rebeliones, incordiado por mil y un falsos profetas, a un galileo insignificante que fue ajusticiado sin más problemas? Anatole France, con una prosa elegantísima y con una capacidad notable para adentrarse en la mentalidad de sus protagonistas, nos brinda en estas páginas un fabuloso retrato de época, que merece sin duda nuestra atención. Y la editorial Contraseña, por la misma razón, nuestro agradecimiento. Recuperar a los grandes de la literatura siempre es una excelente idea.

lunes, 22 de noviembre de 2010

El tercer secreto



Es una queja muy extendida entre los críticos literarios y entre personas vinculadas al mundo de la religión: la iglesia católica se ha convertido de unos años a esta parte en elemento central (casi diríamos que obsesivo) de muchas obras, que parecen haber encontrado en ella el filón necesario para alimentar el ansia de misterios, enigmas, complots y oscuridades que ciertos lectores demandan de las novelas más trepidantes. Autores como Dan Brown, Umberto Eco, Matilde Asensi, Jerónimo Tristante, Philipp Vandenberg y tantos otros (la lista es realmente kilométrica) han escarbado en los entresijos de la historia del cristianismo en busca de materiales que luego servir en forma novelesca, con más o menos manipulaciones, con más o menos elegancia, con más o menos escrúpulos: los templarios, el arca de la Alianza, las catacumbas, los evangelios perdidos, los cuadros misteriosos de Leonardo Da Vinci, las catedrales, el santo Grial, el Camino de Santiago, los viejos manuscritos medievales, María Magdalena...
Seix Barral nos ofrece ahora, en la traducción de Diego Friera y María José Díez, la novela El tercer secreto, del norteamericano Steve Berry, que gira alrededor de uno de los episodios más conocidos del catolicismo del siglo XX: las apariciones de Fátima. Como quizá recuerden los lectores de esta reseña, tres pastorcillos llamados Lucía, Jacinta y Francisco, con graves problemas familiares y adornados por un delicioso analfabetismo (es lástima que la Divinidad nunca se aparezca a catedráticos universitarios), aseguraron haber visto a la Virgen en el verano de 1917. Desde ese instante, la localidad portuguesa se convirtió en uno de los centros más importantes de peregrinación y culto de la cristiandad. Tres fueron los secretos que la Virgen les reveló, según afirmaron, en aquellos parajes: los dos primeros (que se relacionaban con la guerra mundial y con la conversión futura de Rusia) nunca comportaron enigma alguno... pero sí lo incorporaba el tercero, que quedó empañado por un tenebroso oscurantismo. ¿Qué había dicho la Virgen en ese tercer secreto, anunciado a la niña Lucía (posteriormente sor Lucía)? ¿Por qué la Iglesia se obstinó en recluirla en un lugar donde nadie pudiese hablar con ella y preguntarle por aquellas palabras misteriosas? Cuando el papa Juan Pablo II hizo que el contenido del tercer secreto fuera divulgado en el año 2000, el asunto pareció quedar por fin zanjado.
Pero Steve Berry, amparado en su condición de novelista, acude entonces a su imaginación y concibe una historia trepidante, ingeniosa y montada con gran habilidad, donde nos ofrece otra interpretación: el tercer secreto de Fátima no fue revelado entero por el Sumo Pontífice. Algo quedó sin difundir entre la opinión pública. Algo sumamente importante. Tan importante que puede socavar de forma gravísima los cimientos de la Iglesia Católica y hacer que se desmoronen sus más sólidas estructuras. Y como ya preveo las sonrisas de los lectores más serios, me adelantaré a las objeciones y a las ironías: ¿que la base novelesca es previsible? Obviamente. No osaría negarlo. Ni siquiera Steve Berry se atrevería a hacerlo. Pero es que resulta que no está ahí la importancia de esta novela, sino en su solidez de orden literario. El escritor de Atlanta se sirve de esos elementos para ofrecernos una historia donde son muchos otros los atractivos: la crónica de las intrigas diplomáticas que se producen en el Vaticano, la secreta guerra fría subterránea que se establece entre dos candidatos firmes para hacerse con el papado, las escuchas telefónicas que se urden, los chantajes más viles, los crímenes de sangre, los turbios resortes del poder que se esconden en la sombra, el suicidio de dos sumos pontífices consecutivos...Steve Berry no esconde sus cartas, pero sí que las utiliza con una pasmosa (¿podríamos decir endiablada?) eficacia. Amparándose en las célebres predicciones papales de san Malaquías, que auguraba el sangriento final de la Iglesia Católica cuando subiese al poder un papa que se llamase Pedro el Romano (es decir, Pedro II), nos entrega un artefacto de explosiva contundencia literaria. A mí, que no suelen gustarme las historias en las que se juega con este tipo de tejemanejes donde religión y oscurantismo se dan la mano, la obra de Steve Berry me parece más que solvente. No me arrepiento de haberla leído.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Memoria histórica



En un libro de Derecho Romano que comencé a leer hace más de dos décadas (como se puede observar, mis aficiones son harto variopintas) me encontré con esta maravillosa definición de Justicia, que procede de Ulpiano: «Constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi». La voluntad constante y perpetua de dar a cada uno su derecho. Se me quedó grabada por su perfección y, en especial, por la nitidez de ese sintagma último: su derecho. ¿Se podrá nombrar una evidencia más cristalina con palabras menos rimbombantes? Ahora, al coger para su análisis este volumen de estudios que han configurado los profesores Juan Sisinio Pérez y Eduardo Manzano y que edita el sello Los Libros de la Catarata, he vuelto a traer a la memoria aquella frase de mármol y de oro, porque me da la impresión de que en su sencillez pudiera alojarse una dosis no pequeña de cordura, tal y como últimamente andan de convulsos los tiempos.
Cada vez que en España se pronuncia o se escribe el rótulo «Memoria histórica» se produce un silencio incómodo, o un retumbar de voces airadas, o todo a la vez: unos, porque entienden que se está tratando de resucitar la vorágine homicida de 1936 con afán revanchista; otros, porque juzgan abominable que los descendientes de los masacrados tengan que esgrimir suplicatorios a la hora de pedir justicia. Hay quien recuerda que el bando vencedor sí que localizó las fosas de sus particulares caídos, y los honró con atributos de mártires, y los enterró con dignidad y pompa. Hay quien recupera el nombre de Federico García Lorca. Hay quien trae a colación el nombre de Paracuellos. Hay quien pide amnesia. Hay quien exige memoria. Y, en medio de este caos doloroso y legítimo, donde todos tienen su propia experiencia y sus propias razones para vindicar esta o aquella postura, he aquí que Los Libros de la Catarata pone en nuestras manos un volumen sereno, serio, profundo, racional, científico, donde profesionales del mundo de la Historia se reúnen para exponer sus posturas y tratar de depositar luz sobre algunos ángulos oscuros del problema. Juan Sisinio Pérez admite la imposible objetividad absoluta de los historiadores («Quien niegue que está realizando una valoración de un determinado aspecto del pasado es que se niega a sí mismo como persona, pues al estudiar la conducta humana, sea cuando Nabucodonosor en Babilonia o cuando la guerra civil española del siglo XX, siempre emergen criterios éticos», p.28); Eduardo Manzano explica a su vez que entre el olvido y la memoria siempre se establece un equilibrio complejo, y que la tarea del historiador no es sólo enumerar los hechos, sino limpiarlos de impurezas e interpretarlos, para que las acciones del ser humano cobren sentido. Él lo cifra en una fórmula de espíritu paradójico, pero que luego explica: «La historia es todo aquel pasado que no tiene actualidad» (p.92).
Como es lógico en un tema tan actual y tan polémico (recuerden que, en griego, polémica significa guerra) también aparece aquí una visión periodística del asunto: la aportada por Natalia Junquera, que lleva años trabajando cerca de las excavaciones, junto a los familiares de los desaparecidos, y que recoge palabras tan emocionantes como las que pronunció junto a ella Filiberto Gómez, el hijo de un fusilado cuyos restos estaban pendientes de desenterrar: «Es mi sangre y me duele que esté tirado en cualquier parte. Quiero enterrarle en el pueblo, con mi madre. ¿Quién no entiende eso?»
Manifiesta Rafael Rodrigo, presidente del CSIC, que obras como la que hoy presento tienen como objetivo primordial el de «contribuir a que el ciudadano se forme una opinión más documentada y más racional sobre temas que preocupan a la sociedad» (p.8). Y los dos adjetivos que maneja están bien seleccionados: este tomo se sustenta en datos objetivos, racionales, equilibrados y cautos, pero que se presentan de forma amena para un público no especializado.Si pertenece usted a ese grupo de personas que mantiene una postura radical e intransigente sobre el tema de la memoria histórica (a favor o en contra, me da lo mismo), le aconsejo que no pierda el tiempo sumergiéndose en los argumentos de este libro: le parecerán insatisfactorios. La Historia no es igual que las historias.

domingo, 7 de noviembre de 2010

También los novelistas saben matemáticas




Si cualquiera de los lectores de esta reseña tiene la curiosidad de acudir a Facebook se encontrará con la sorpresa (quizá no tanta sorpresa, después de todo) de que existe una página llamada Yo también odio las matemáticas, que gozaba de 3345 simpatizantes en el momento de mi consulta. Y es que pocas asignaturas de nuestros currículos académicos han merecido tantos denuestos, tantas lágrimas y tanta visceralidad negativa como ésta de la que hoy hablamos. Las matemáticas. Las odiosas matemáticas. La áspera retahíla de números y fórmulas a la que los estudiantes rara vez le han encontrado belleza. Ni siquiera poniéndole música imaginaria a las tablas de multiplicar se ha logrado que los escolares las perciban como una materia agradable y hermosa.
José del Río Sánchez, que es catedrático de esta disciplina en Salamanca, nos acaba de ofrecer a los lectores un libro sumamente interesante donde analiza el papel que las matemáticas han jugado en la obra novelesca de un buen ramillete de creadores. Lo ha publicado la editorial Akrón y es, se lo aseguro, una auténtica maravilla. Primero, porque el abanico de novelistas que resultan analizados es tan variado como sugerente (Julio Cortázar, José Saramago, Almudena Grandes, Milan Kundera, Miguel Delibes, Luis Landero, etc); segundo, porque el profesor Del Río elige para nosotros una cuidada selección de fragmentos donde las matemáticas cumplen un papel importante en esos libros (se nota que la documentación ha sido tan exhaustiva como juiciosa); y tercero, porque la forma en que redacta la explicación de los conceptos más difíciles los vuelve cristalinos para el lector medio. Todos los interesados en el mundo de la novela podrán aventurar en las páginas de este volumen, sin que su eventual desconocimiento de las matemáticas sea un auténtico problema para la intelección.
Así, descubriremos o recordaremos en estas páginas que el poeta chileno Pablo Neruda odiaba profundamente esta disciplina, porque se la explicaron tan mal en el liceo que nunca la consiguió entender; o que Gabriel García Márquez, pese a sus esfuerzos, tampoco consiguió nunca amar esa ciencia; o que el famoso Dan Brown, al introducir en su novela El código Da Vinci una serie de menciones sobre los números de Fibonacci, cometió algunos errores y extrajo conclusiones precipitadas de ellos. Al mismo tiempo, el profesor Del Río nos sumerge en las aplicaciones que otros novelistas han hecho de la ciencia matemática, aplicada a campos tan diversos como la arquitectura (Ken Follet, en Los pilares de la tierra), el ajedrez (Arturo Pérez-Reverte, en La tabla de Flandes), la resolución de un complicado enigma (Matilde Asensi, en El último Catón)... e incluso el asesinato (como ocurre en algunos cuentos de Jorge Luis Borges o la novela Los crímenes de Oxford, de Guillermo Martínez). De todas formas, las dos aplicaciones que más me han llamado la atención (y que de paso me han hecho sonreír) han sido la que puso en práctica Enrique Jardiel Poncela para determinar la posición geográfica de la isla en que han naufragado los protagonistas de Amor se escribe sin hache (figura en las páginas 56 y 57 de esta obra); y la mezcla de humorismo y sexualidad que se aprecia en el cálculo efectuado por un matemático celoso en la novela Anacaona, de Vicente Muñoz Puelles. Este personaje, devastado por la rabia, le espeta a una mujer: «Si conociera el número de tus amantes, la frecuencia con que encajabais vuestras piezas y la duración media de cada acto, podría calcular cuántas horas de tu vida dedicaste al trance. Y si, además, supiera la longitud media de aquellas vergas afortunadas y hasta dónde te las introducían, y aceptara que sesenta empujes por minuto es lo razonable (¿o te parecen demasiados?), estaría en condiciones de averiguar cuántos kilómetros de pene tragó tu vulva» (p.40).Como se puede ver, el rigor matemático no tiene por qué estar reñido con la amenidad, e incluso con las sonrisas o las carcajadas. Y el profesor José del Río lo demuestra sobradamente en esta monografía, tan inteligente y bien escrita como distraída y enriquecedora. Decía don Antonio Machado que el español desprecia siempre cuanto ignora. A lo mejor por eso se desdeña con tanta frecuencia la belleza de las matemáticas.

martes, 2 de noviembre de 2010

La pluma de Monteverdi



Dejando a un lado la espinosa cuestión de si existe realmente un tipo de novelas al que podamos llamar «históricas» (polémica más bien larga y estéril, que nos llevaría muy lejos y que en realidad no nos iba a aportar gran cosa desde el punto de vista literario), podemos decir que existen dos maneras fundamentales de concebir ese tipo de obras: la primera consiste en amontonar fechas, documentos que se pueden cotejar, datos indumentarios o gastronómicos, personajes conocidos de la época y, para perplejidad de los lectores, una bibliografía abrumadora citada al final con todo lujo de detalles, como si en lugar de una novela redactada para nuestro solaz y distracción leyéramos el último trabajo ensayístico del profesor Geoffrey Parker; la otra consiste en que la persona que escribe el libro «conozca» todo eso, pero tenga la galana cortesía de no abrumar a quienes visiten su libro con pormenores tan odiosos como pedantes, que más que demostrar su sabiduría nos dan la impresión de que ha intentado vestirla con un traje de pavo real. Los datos pueden estar ahí, pero servidos por la vía novelesca, con habilidad, discreción, tino y buen criterio.
Esta última forma de trabajar es la que ha elegido la abogada Irene Mora (Madrid, 1972) para urdir La pluma de Monteverdi, que le ha publicado La Esfera de los Libros. En sus páginas nos cuenta cómo Helena, una traductora bien situada que ha decidido tomarse el día libre, recibe en su casa un paquete postal de lo más curioso: una caja antigua que le remite desde Londres un bufete de abogados, como última voluntad de su tía Delia. En su interior encuentra un diario manuscrito de gran antigüedad y una pluma de escribanía no menos añosa. Desconcertada, pero a la vez curiosa, Helena comienza a leer con gran dificultad las líneas del diario, que le deparan una historia fascinante... Y ahí es donde comienza la auténtica novela. Se nos refiere cómo Ariadna, una joven sirvienta que estuvo a las órdenes de un pobre recaudador de impuestos llamado don Miguel de Cervantes, decide marchar hacia Italia porque tiene un sueño premonitorio que así se lo aconseja. Es heredera de una tradición secular que no puede interrumpirse: ha de hacer llegar la pluma que tiene en sus manos a una persona de extraordinario talento (a quien debe descubrir de un modo intuitivo) para que con ella componga obras inmortales. La pluma, que se va transmitiendo de madres a hijas por línea de sangre, ha pasado por las manos de grandes colosos de la Antigüedad, como Averroes, y ahora busca a su nuevo usuario: el prometedor músico Claudio Monteverdi. Sin duda, con ella le resultará más fácil llevar a término las innovaciones técnicas que alborotan en el interior de su cabeza, y que cristalizarán en el género luego llamado ópera. Pero sin duda no será una tarea fácil: de un lado está la incredulidad de Monteverdi, que no está muy convencido de que los poderes mágicos de esa pluma sean reales (creerse algo así no es sencillo, sobre todo cuando se tiene una familia a la que alimentar); de otro lado, hay unos poderes oscuros en el seno de la iglesia, que están deseosos de hacerse con el control de tan sugestivo artefacto.
Irene Mora, que podría haber optado (como muchos autores han hecho últimamente) por escribir una novela escorada hacia el oscurantismo ramplón, ha sabido mantenerse alejada de esas tentaciones espurias y ha logrado un texto de gran equilibrio, redactado con sobriedad. Es elegante en sus tiempos lentos y febril en las secuencias rápidas, lo cual dice mucho de sus méritos como narradora. Pero lo más sorprendente de todo es que consiga mantener en pie la trama mitológica de la que parte para su fabulación, sin que se resienta la credibilidad de la historia. No es pequeño logro. Y una pregunta que dejo en el aire: ¿nos habrá dejado la autora en la página 219 una pista sobre el argumento de su próxima novela? No sería tan disparatado que así fuese. En todo caso, lo más importante es que La pluma de Monteverdi es una novela llena de interés, donde tenemos acceso a una nueva voz en la narrativa española.