sábado, 6 de febrero de 2010

Persona



Uno de los descubrimientos más inquietantes de la modernidad radica en haber constatado que no nos conocemos a nosotros mismos, que somos cónclaves de interrogaciones, laberintos de nieblas. Y ese desasosiego inesperado (creíamos que los espejos nos decían la verdad, y de repente descubrimos que no es así) nos erosiona y nos derrumba. Porque ser incapaces de explicar el universo o de atinar con un desarrollo matemático y energético que clarifique el mundo del átomo se nos figuran, a la postre, ignorancias asumibles. Pero pensar en uno mismo y no ser capaz de encontrar respuestas nos depara una infinita perplejidad y una infinita angustia. Ya no se trata de que, para decirlo con el título famoso de Juan Bonilla, «nadie conoce a nadie», sino de algo peor: ignoramos nuestro propio interior. De ahí que obras literarias como Rayuela (de Julio Cortázar) o Rinoceronte (de Ionesco), obras pictóricas como las acometidas por Salvador Dalí o Giorgio de Chirico... y películas como «Persona», del realizador sueco Ingmar Bergman, sirvan de excelentes metáforas para ilustrar la zozobra del ser humano actual.
Ahora, la editorial Nórdica nos propone que recordemos esta pieza a través de la versión redactada por el propio Bergman, que traduce Carmen Montes y a la que pone prólogo Jonás Trueba. En su página inicial, el director escandinavo nos explica que no está escribiendo en este volumen el guión de una película, sino algo cuyo ritmo recuerda más bien a una melodía. Y no sólo eso, sino que exhorta al lector que la afronte «para que disponga libremente del material que aquí pongo a su disposición» (p.15). Su argumento, por otro lado, es tan sumamente conocido por los amantes del cine que apenas necesita comentarios: la enfermera Alma (que apenas tiene 25 años) ha sido contratada para cuidar a la señora Elisabet Vogler, una actriz de éxito que, de pronto, ha decidido enmudecer sin que aparentemente medie una causa que lo justifique: ni física ni mental. Alma intenta, sin demasiada fortuna, ir suavizando el comportamiento de la señora Vogler, de quien tiene que interpretar los gestos y a quien, incluso, lee las cartas que le van llegando... Una doctora, amiga de la actriz y encargada de pautar su tratamiento, opina que Elisabet y su enfermera deberían trasladarse a la casa que dicha doctora tiene en la costa: así estarán también aisladas (es la base de la terapia), pero cambiarán de aires. La paciente no mejora del todo, pero atraviesa ciclos de mayor euforia, en los que llega a escribir cartas, pasea o pesca. Alma comienza a tutear a Elisabet. Y le cuenta, entre otras cosas, que le gustaría terminar sus días, dentro de muchos años, en un centro de retiro sólo para enfermeras, que se encuentra en el mismo interior del hospital («Eso es lo que a mí me gusta. Mantenerse fiel a algo de forma inquebrantable, pase lo que pase. Eso es lo que pienso que hay que hacer. Significar algo para otras personas», p.43). Le cuenta también que un día, de forma más bien absurda, se dejó hacer el amor en la playa por un chico al que no conocía (en una escena que recuerda a algunas páginas de El extranjero, de Albert Camus), y se quedó embarazada. Luego se vio en la obligación de abortar. Es entonces cuando Elisabet (justo al final del capítulo 14) le habla por primera vez, diciéndole que se vaya a la cama para que pueda descansar.
Eso no quiere decir que el proceso de recuperación haya entrado en su fase final: al contrario, habrá constantes avances y retrocesos, que nos permitirán descubrir con lentitud calculada, y a veces irritante, los entresijos mentales de la actriz... y de su enfermera. Los lectores, absortos por la densidad psicológica de las dos mujeres, asistirán a este singular diálogo-monólogo con la certidumbre de estar abriendo cajas de Pandora. Quienes pudieron ver en su día la obra cinematográfica de Bergman tienen ahora la oportunidad de completar su recuerdo con un texto en el que el autor sueco (fallecido en 2007) introduce alguna clave más, que enriquece su controvertida película de 1966. Muy adecuada para las personas que estén dispuestas a enfrentarse con los miedos profundos del ser humano.

3 comentarios:

supersalvajuan dijo...

A abrir cajas de Pandora se ha dicho, y que salga todo lo que tenga que salir.

Sarashina dijo...

Pues, ¿sabes una cosa? Mañana mismo me voy a mi librería del barrio y me la traigo para casa, que el Bergman este es mi gran amor cinematográfico. Ya leí una novela suya, de recuerdos, y me encantó, así que leer este proceso de creación me gustará aún más. Gracias, hijo, que me tienes al día de todo lo que hay.

Leandro dijo...

Es imposible que los espejos digan la verdad. Frente al espejo posamos, incluso cuando hacemos muecas, incluso recién levantados. Ponemos nuestra mejor cara para vernos bien. La imagen que tenemos de nosotros mismos es el recuerdo de la que el espejo nos ha venido devolviendo a lo largo de nuestra vida, y esa viene a ser entre un 30% y 40% mejor que nuestra imagen real, la que ven los demás. Porque nadie nos ve como nosotros nos vemos en el espejo. ¿El espejo miente? Bueno... como mucho, se limita a devolvernos nuestras mentiras. Es justo.

Por lo demás, ¿quién quiere conocerse a sí mismo? Yo no. Ya sé que lo he dicho muchas veces, pero... ¿qué hago si no me gusto?