domingo, 27 de septiembre de 2009

La hija del optimista





Eudora Alice Welty fue una escritora del sur de los Estados Unidos. Y esta indicación no quiere simplemente señalar su procedencia geográfica, sino que es mucho más amplia, y francamente doble: significa que nació en el Sur y que escribió sobre él. Por eso sus libros nos trazan el retrato de aquellas gentes y de aquellos paisajes con una finura inigualable, como auténticas imágenes al pastel (Eudora fue también una excelente fotógrafa). Ella vivió en el Sur, y el Sur vive en sus obras. Es una ósmosis tan hermosa como infrecuente.
Ahora, la editorial Impedimenta, con la colaboración traductora de José C. Vales, nos ha permitido a los lectores españoles disfrutar de su novela La hija del optimista que, por una desidia tan misteriosa como inexplicable, estaba aún sin verter al español, a pesar de haber obtenido el prestigioso premio Pulitzer en 1973 (¿cuántos premios Goncourt o Pulitzer aguardan en silencio su traspaso a la lengua de Cervantes, para enriquecernos con sus maravillas?)... El juez McKelva tiene que ser sometido a una delicada operación en los ojos; su segunda esposa, la irritante y egoísta Fay, se opone tajantemente a que sea intervenido; pero Laurel, la hija del primer matrimonio del juez, da su consentimiento. Ciertas complicaciones van minando el proceso postoperatorio y el juez termina por morir. Esta desgracia nos permitirá acceder al enfrentamiento sordo, desequilibrado y acre entre las dos mujeres, cada una de las cuales representa una serie de valores distintos: Laurel se acordará de su padre como de un hombre “que se enfadaba con mucha educación” (p.185); y Fay pretenderá convertirse en la única y plenipotenciaria heredera del fallecido, sobre cuya hacienda se dejará caer como un ave de rapiña, alimentada por la ridícula especie de que el juez ha actuado innoblemente dejándola sola. Laurel, reacia a la disputa y convencida de que su camino vital es otro, constata que “la idea de morir no es más extraña que la idea de vivir. Pero sobrevivir a alguien es quizás la idea más extraña de todas” (p.202).
El juego de tensiones, sentimientos y modales provoca páginas magistrales en esta novela, que ha sido editada con la distinción y la exquisitez habituales del sello Impedimenta.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Crepusculario





A veces, la poesía es una exhibición (Góngora, Pound); y en otras es una expansión (Whitman). También puede ocurrir que los versos de un volumen se adornen, de principio a fin, con las galas tímidas del pudor. Es lo que, según entiendo, ocurre con la obra Crepusculario, de Francisco J. Illán Vivas, un poemario breve y limpio en el que el autor nos invita a pasearnos por sus galerías interiores. Pero, como todos los anfitriones sensibles, lo hace de un modo lento, delicado y paulatino. Así, comienza hablando del incienso, de una pila, de un gato, de árboles y de paleras, de vallas y de bidones... y de pronto, en la última sección del libro, es cuando descubrimos que el autor nos ha ido conduciendo hacia su interior, allí donde los desiertos no son de arena sino de lágrimas, allí donde las nubes no portan lluvia sino dolores, allí donde las bodegas no cobijan aromáticos vinos sino besos naufragados. Cada poema, entonces, se convierte en una polaroid del alma (“Esa instantánea / de quien soy / y cuanto siento”, p.51), en un puente que se tiende para ver si los demás quieren cruzarlo (“No será tan nuestro / nuestro libro de la vida / cuando otros tienen que leerlo”, p.16), en una agónica tentativa de comunicación con nuestros semejantes.
Francisco J. Illán Vivas, con un lenguaje de apariencia sencilla y con versos cortos y exactos, donde importa más el contenido que el continente, nos va entregando revelaciones parciales de su estado anímico (“No puedo evitar / llorar espinas / de tortura”, p.28) y nos acaba confesando la desolación general que lo zarandeó mientras componía estas páginas (“No hay agua donde beber, / y voy sediento, abrasado / por el polvo del camino, / no hay árbol donde cobijarse / de esta vida que me consume”, p.42). En suma, nos encontramos ante unos versos, negros de tinta y rojos de sangre, que convencerán a más de un lector.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Accidental ternura




Dice Antonio Muñoz Molina, en el primer escrito de su volumen La vida por delante, que un periódico es “una costumbre de la inteligencia”. No le falta razón al escritor de Úbeda. Podría añadirse también que la poesía, con los mismos derechos, es “una costumbre de la sensibilidad”, una tarea en la que el corazón se embarca para decirse a los otros y para poner en limpio la biblioteca del alma. Ésa es, en esencia, la pretensión que ha movido al profesor Julián Montesinos a ofrecer a sus lectores el poemario Accidental ternura, por el que le han otorgado el premio Gerardo Diego, que concede el IES Eladio Cabañero. En él se nos explica que el poeta anhela “la quietud que serene su vida” (p.11) y que tiene como objetivo “ser algo más feliz” (p.12). Cualquier cosa, menos tolerar impunemente que la tristeza “pase su lija de hielo por mi corazón” (p.22). De ahí que el poeta dirija su mirada hacia su alrededor, buscando las astillas que la luz va dejando en las cosas. Por ejemplo, en los torsos de unas muchachas que toman el sol tumbadas en la playa (“Cazador de claridades, he descubierto / que la ternura brota de las pequeñas cosas”, p.38). Por ejemplo, en la fascinación morbosa o tierna que puede provocar el teléfono de una prostituta, memorizado por alguien que desea abrir horizontes nuevos para su piel (como ocurre en la composición “Fantasía de abrazos”)... El poeta es aquí un ser que necesita ver más allá de la sabiduría; un ser que viaja hacia lo desconocido, y que lo hace en los vehículos más dispares (a lo largo del texto aparecen trenes, helicópteros, autobuses, aviones y avionetas); un ser que se empeña en infringir la tibieza exterior (se menciona cuatro veces el otoño y cuatro veces la primavera) con el latido urgente de su sangre arrebatada. Y un ser que, en fin, dibuja ventanas a su alrededor, para empaparse de luces y de oxígeno (es muy llamativo el número de ventanas que hay en esta obra: no menos de diez textos las cobijan y subrayan). Estamos, pues, ante una obra francamente lograda, en la cual poemas de amor tan delicados como el que ilumina la página 40 (“No venimos a este mundo...”) se combinan con poemas durísimos, como el que tributa a alguien cuyo padre bebe demasiado y enturbia la paz del hogar (“Mordedura”), o con bellas composiciones de plasticidad impresionista (como la que nos muestra el pintor de trenes del poema “Ante el misterio”). Un notable poemario, sin duda alguna.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Gracias



Tiene que ser maravilloso acceder a la cúspide de la fama literaria, porque eso permite escribir bazofias y, firmándolas con tu nombre egregio, ser publicado en tu país y fuera de él, sin problemas, cartas de rechazo ni demoras. El ejemplo más cristalino que me ha sido dado encontrar en los últimos meses se titula Gracias, y el pergeñador de tan solemne patata no es otro que Daniel Pennac. Y digo “patata” por no recurrir, como quizá sería justo, a otras comparaciones más olorosas. En síntesis, se nos cuenta en este pequeño timo encuadernado en tapa dura la historia de un señor al que se ha galardonado por sus méritos artísticos y que, encima del escenario, agradece el premio. Lo hace, eso sí, con una irritante acumulación de frases truncas, balbuceos y puntos suspensivos, en una especie de prosa cangrejera y tartamuda, que no engañará a ningún lector razonable. Fin. Eso es todo. Extiéndase esa insufrible nimiedad con una tipografía gorda, achátense las páginas para que este folleto adquiera dimensiones de “libro” (¿se escucha mi risa al otro lado de la pantalla?) y tendremos la tontería que El Aleph Editores nos ha esclafado nada más empezar el verano de 2009, quizá con el peculiar objetivo de fastidiarnos las vacaciones. Por fortuna, han cuidado muchísimo la presentación de la obra, y salvo las tildes evaporadas (“agradecermelo”, página 33), los nombres equivocados (“Le Corbousier”, página 42), los disparates de orden numérico (“Doceava ciudad”, página 49) y otras lindezas de parecido cuño que me permitiré la elegancia de no añadir, el resto puede ser leído por niños de Primaria, aunque quizá lo encuentren demasiado infantil. ¿Y es que la obra no tiene acaso ningún párrafo salvable? Pues si hay que ser justos, sí que lo tiene: el que los sagaces editores han puesto como reclamo, anzuelo o trampantojo en la contraportada del volumen. Quienes deseen conocer esas líneas, que le den la vuelta al libro y, sin comprárselo (se me ocurren medio millón de obras más interesantes en las que invertir el dinero), empleen minuto y medio de su vida en leerlo. Dedicarle más sería un desperdicio.